Ahora estoy con el abuelo
Ahora estoy con el abuelo y con Lupi entre la sombra de los chopos. Las grandes masas vegetales en que se confunden las paleras con las zarzas, los saúcos y las ortigas, ocultan casi completamente la presa, y solamente algún rayo aislado de sol, reflejado de pronto en el agua, anuncia su presencia como una señal cifrada.
El abuelo se ha sentado en una piedra y está colocando con cuidado las ranas despellejadas en el fondo de los reteles, sobre los plomos, para atarlas luego cuidadosamente con unos cabos de bramante. Lupi ha trepado por las ramas de una palera, alborota las hojas allá arriba mientras golpea con una hoz.
Lupi baja al fin, con una gran rama en la mano, se acerca al abuelo y le pregunta, respetuoso:
– ¿Vale ésta, abuelo?
El abuelo toma la rama, la observa unos instantes, se la devuelve.
– Vale. Le quitas las hojas.
Me asomo más allá de los zarzales, en la orilla misma de la ribera llena de juncos, y contemplo cómo corren lentamente las aguas de la presa, oscuras, engalanadas con largas guirnaldas de plantas verdes en que brotan muchas florecitas blancas. El abuelo termina de preparar los reteles, viene junto a mí, se agacha y se lava las manos, que luego se seca con el pañuelo.
– Hala, vamos a echarlos -dice.
Lupi los coge. Con la solemnidad de un obispo que portase el báculo, el abuelo lleva la horquilla que Lupi le preparó y va colocando uno tras otro, con parsimonia, cada uno de los reteles.
Sujeta con la horquilla la cuerda de que cuelgan, y los deja descender suavemente, hasta sumergirlos en el agua. Busca sitios sombríos, cercanos a las floridas melenas vegetales o resguardados por las escarpas, junto a la orilla. Cuando ha depositado el retel en el fondo, coloca con cuidado el extremo de la cuerda en el suelo, entre la vegetación de la orilla.
– Fijaros bien, no los perdamos.
Aunque hace todavía sol (refulgen a lo lejos las piedras del cauce y la chopera de la otra orilla está llena de luz), en este lugar hay una penumbra suave. Lo abundante de los matorrales, los juncos apretados, los grandes árboles de los que penden enredaderas y lianas, le dan el aspecto de las selvas vírgenes entrevistas en las películas de Tarzán.
Sí, ahora estoy con ellos otra vez, comprendo la silenciosa docilidad de Lupi, que va alargándole al abuelo cada uno de los sucesivos reteles, me doy cuenta de la importancia que tiene que el abuelo encuentre el lugar más adecuado para ellos, contemplo también con fervoroso silencio sus cuidadosos ademanes, esos delicados y precisos movimientos de sus brazos (en una mano la cuerda del rete], en la otra la horquilla) que van haciendo sumergirse en el agua oscura las pequeñas redes circulares entre las que destaca la masa blanquecina de las entrañas, de los músculos en jirones.
Cuando coloca el último retel, el abuelo se aparta de la orilla y vuelve a la piedra. Hay una pequeña pradera, donde alguien cortó leña, llena de astillas. El abuelo saca la petaca y el librillo y se sienta otra vez sobre la piedra.
– Ahora, a esperar -exclama-. Vosotros, a atropar leña para la hoguera, no seáis gandules.
Lupi y yo buscamos leña seca. Yo recibo con fascinación los sucesivos descubrimientos, tan alejados de la cotidianeidad urbana de mi vida: las súbitas libélulas de brillo metálico que sobrevuelan la corriente con ritmo de autogiro; los chapoteos de las ranas que se lanzan al agua, asustadas de mi aparición, produciéndome también a mí un respingo de susto; los altos y extraños fumaques.
Ahora estoy otra vez desparramando con la mano un grueso montón de musgo, al pie de un gran tocón muy cercano al agua, arrancando un hongo duro y dorado, contemplando el afanoso trabajo de una abeja que llena de polen los zurrones de sus patas traseras. '
Al cabo de un tiempo, Lupi y yo hemos reunido un montón de leña menuda. El abuelo fuma con los ojos perdí dos en el otro lado del río, donde el sol mantiene todavía su fulgor, aunque ya muy oblicuo, volviendo cada vez más doradas la línea clara de las piedras del cauce, las masas de chopos.
Lupi se sienta junto al abuelo.
– ¿Miramos, abuelo?
El abuelo le palmea en el cuello.
– Todavía es pronto. Hay que darles tiempo.
Yo me he sentado también cerca de ellos. El abuelo arrima una cerilla a la pequeña hoguera. Las llamitas van apoderándose de las ramas y de las astillas. El abuelo saca la bota del fardel y exclama, risueño:
– A beber un trago.
Ahora estoy con ellos otra vez, manchándome de vino, oliendo ese humo de la leña, sintiendo cómo el atardecer se despliega como una larga bandera, fluye como una pausadísima melodía.
El abuelo se burla de nuestra inexperiencia como bebedores. El, mientras bebe, es capaz de hablar, sin que una sola gota se derrame fuera de su boca, sin el mínimo atragantón:
– Gregoria, Gregorita y su hijita -dice, con el contrapunto de profundos gargarismos.
Yo echo maderas y ramas a la hoguera. Lupi afina los extremos de un pite con su navaja de mango de madera, una navaja que lleva sujeta por una cuerda a uno de los tirantes del pantalón.
Sí, ahora estoy otra vez con ellos, le pido al abuelo que nos siga contando lo de Cortés, lo de aquel antepasado nuestro que casó con una india, y veo claramente, con una intensidad que hace extremada la lente del recuerdo, cómo menea delicadamente las brasas con una vara verde antes de hablar, poniendo la voz muy misteriosa, de aquellos sucesos lejanos.
Primero se refiere a su bisabuelo guerrillero, el hombre moreno del retrato, el que vino de México. Nos cuenta que fue un bravo luchador contra la francesada, por esas montañas que se dibujan al fondo, tras la parte luminosa de la chopera. Luego habla del otro antepasado, aquel que se fue a México en tiempos de la Conquista.
Yo le escucho embelesado. El abuelo escenifica algunos trozos de su relato. Hace un Cortés hosco, de voz comedida y un Moctezuma que, pese a expresarse en infinitivos, posee majestad. Nuestro antepasado es intrépido, alegre. El abuelo lo interpreta animando a sus compañeros en las batallas, bajo la hostilidad innumerable de las flechas enemigas, que él simula levantando un invisible escudo sobre su boina. Lo reproduce contemplando, con extasiada admiración, los templos extraños, aspirando el olor de las flores exóticas, de los inciensos misteriosos. Le hace hablar por su boca herido, a punto de perecer, o perdido en la selva, o declarando su amor a la bellísima princesa. Le hace afirmar la nobleza de su estirpe campesina y rememorar sus raíces con una petulancia tierna que casi me hace reír:
– Eso le dijo: «Princesa seréis de alta cuna, hermosa señora, pero de un origen no menos ilustre vengo yo: en un lugar de las Montañas de León tuvo principio mi linaje, y durante muchos siglos ha sido depositario de un caldero de oro que desentraña todos los destinos».
Se ha puesto de pie y acciona con ambos brazos, hablando al cielo, en su mano derecha la vara con el extremo encendido, chisporroteante, como la punta de una espada flamígera.
Estoy otra vez con ellos, escucho al abuelo (transformado en un abuelo de un abuelo suyo) hablándole a la princesa del caldero antiquísimo, proveniente del alba de los tiempos, adornado todo en derredor de enigmáticas figuras donde se relata un porvenir que muy pocos han sabido leer.
La hoguera está apagándose y el abuelo se sienta, recupera su voz habitual:
– Más leña, hay que echar más leña.
Nos contempla mientras la buscamos y, cuando volvemos, él ha juntado un gran montón.
– Venga -dice-, coger el fardel y la horquilla, que vamos a dar una vuelta.
Yo nunca los había visto agazapados en el retel, inmóviles, nunca había oído ese castañeteo suyo cuando se daban cuenta de que habían sido atrapados e intentaban retirarse en frenético movimiento que les empujaba todavía más contra la red. Son oscuros, casi negros, y cuando el abuelo los coge con cuidado por la parte superior del caparazón estiran sus pinzas, queriendo morder, sacuden sus colas con fuerza. El abuelo los echa dentro del fardel húmedo y la parte inferior de su cuerpo resplandece de pronto, tan blanca, en la negrura del saco.
Le veo otra vez. Sigiloso, buscaba entre las ramas y la maleza el cabo del cordel. Luego, lo alzaba con cuidado, acercaba la horquilla hasta apoyarla en la cuerda, abajo, cerca del agua. Al fin, levantaba la horquilla hasta ponerla casi horizontal y tiraba con energía, pero sin sobresalto, de la cuerda, hasta que aparecía el retel.
– ¡Seis! ¡Hay seis! -me recuerdo exclamando, emocionado.
Y los vuelvo a ver a los seis, como seis piedrecitas negras, húmedas, vivas.
El abuelo se sonríe.
– Ya habrá más. Ahora es cuando empiezan a animarse.
El atardecer va transformando la penumbra en una oscuridad luminosa y fresca, donde los espacios parecen más amplios, los chopos más altos, los matorrales más misteriosos. En la inconcreción de las primeras sombras brillan las hojas como ojos o resuenan los ruidos (un aleteo, un mugido) como en las naves de una catedral vacía, inmensa, de muros invisibles.
El abuelo saca los chorizos y unos trozos de papel de estraza, moja el papel en vino y va envolviendo con él cada chorizo. Hace luego unos huecos en las brasas y sepulta en ellos los chorizos. Se queda un rato mirando para la hoguera y luego sigue rememorando aquellos tiempos como si de verdad hubiera estado allí, desde antes de Jesucristo, cuando aquellos mismos parajes estaban llenos de las gentes más antiguas, campesinas siempre, pero también guerreras, hasta cuando Cristóbal Colón descubrió las Américas.
En la narración del abuelo hay ahora alusiones a cosas que ni siquiera él conoce bien: dioses y ritos extraños, pájaros pequeñísimos, serpientes que parecen collares, escarabajos vivos engalanados con piedras preciosas.
El abuelo bebe de la bota a grandes ' tragos. En el saquito, los cangrejos parecen susurrar algún relato también misterioso. Aparecen los luceros refulgentes en el cielo azul oscuro.
Sí, ahora lo estoy escuchando otra vez, le veo accionando con los ojos brillantes por el resplandor de las llamas mientras prosigue su narración: casi me parece ver también a aquel antepasado nuestro con sus calzas y sus grandes bigotes, marchándose una primavera a Cuba, a trabajar en los negocios de un señor muy principal que era pariente suyo, en compañía de otros mozos de la casa, y enrolándose en la expedición de Cortés. Ahora lo estoy escuchando relatar con pintoresco colorido las peripecias de la conquista, y aquella boda de nuestro ancestro con una princesa, y su descendencia bullendo hasta alcanzarnos a nosotros.