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– De allí venimos. Al cabo de los años, a uno, que fue mi propio bisabuelo, le dio por volver. El padre lo había mandado aquí a estudiar para cura, pero ahorcó la sotana y casó con una del pueblo. Por eso nos pusieron «los mejicanos. Todavía se lo llamaban a mi padre.

Los chorizos chirrían entre el rescoldo y un remolino de viento, apretado de polvo y pajuelas, recorre súbitamente la chopera.

– No irá a llover -dice el abuelo.

Pero la atardecida permanece plácida, serena, inmóvil. El abuelo va sacando los requemados envoltorios y los deposita sobre la hierba, separando el papel carbonizado con la punta de la navaja. Corta luego rebanadas de un trozo de hogaza y reparte entre todos los chorizos y el pan. Los chorizos pican.

– Pican, abuelo -digo.

El abuelo me responde que abra la boca y me echa en ella un chorrito de vino desde la bota. Bebo sin salpicarme. Luego bebe Lupi.

– Sin exagerar, eh, no me volváis borrachos para casa. Es casi de noche y cantan los grillos, croan las ranas, algún ave nocturna grita en lo alto de un árbol.

A la luz ya escasísima recorremos la ribera por última vez. El abuelo lleva una linterna de gastado resplandor. El agua murmura con ecos nuevos, como si hubiese multiplicado su volumen y su velocidad. Si no la hubiese visto antes, pensaría que estábamos a la orilla de un torrente. El abuelo va recuperando los reteles, ahora casi invisibles, y lanza en voz baja exclamaciones alborozadas, ante los resultados de la pesca.

Ahora me veo sosteniendo el fardel atiborrado de cangrejos. Pesa mucho y los animales bisbisean sin cesar. El abuelo desata con cuidado los restos de cebo y los arroja entre las zarzas. Luego, enrolla cada cuerda en el retel respectivo y los va colocando uno sobre otro, hasta formar un cilindro que guarda en otro paquete.

Se desabrocha la bragueta y mea sobre los rescoldos. Un olor acre, nauseabundo, se extiende por el aire.

– Hala, mear vosotros también, que no queden brasas.

Volvemos a casa por el sendero, que se distingue entre la oscuridad de la chopera, hasta desembocar en la carretera, junto al puente. Las vacas vuelven en la oscuridad, lentas, haciendo sonar sus esquilones. Siento miedo ante aquellas masas enormes sobre las que se menean los cuernos.

– No tengas miedo -dice el abuelo-, sigue.

Se ven ya las luces de las casas. Cuando llegamos a la nuestra, la abuela está sentada en el poyo de la puerta, flanqueada por Olvido y Trini.

– Manolo, demonio de hombre -exclama la abuela-, hoy venían por el jato. Dónde te metiste.

El abuelo se detiene.

– ¿Lo llevaron? -pregunta.

– No lo iban a llevar, demonio de hombre.

– ¿Lo pagaron?

– Qué van a pagar. Dijeron que ya hablarían contigo.

Escucho otra vez ese silencio del abuelo, que ha inclinado la cabeza pero que la levanta al punto y dice, excusándose:

– Se me fue el santo al cielo, mujer. Andaba de pesca con los nietos.

Y lanza una breve carcajada que ahora, ahora mismo, vuelvo a sentir vibrando en mis oídos.

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