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La oscuridad es más densa aquí dentro

La oscuridad es más densa aquí dentro. Fuera, la noche tiene una tonalidad azulada y en ella, el cielo y el lago parecen conformar una presencia única que sólo los brillos respectivos diversifican y separan: los de las estrellas arriba, más allá de cualquier lejanía; los de las fosforescencias en el agua, aumentando o disminuyendo su fulgor según la proximidad. Las estrellas permanecen; los brillos del lago surgen de pronto, recorren un trecho y desaparecen súbitamente.

Se oyen con claridad sus ruidos: uno ronca, otro ha gemido entre sueños, ha murmurado una letanía ininteligible.

Duermen en sus petates, vestidos (sólo se han quitado las espuelas y las botas), con las armas y las armaduras al lado. Como dormías tú.

Llegaron a mediodía, bajo el sol brillante. Les precedía un indio del poblado. Se acercó a ti sigiloso, murmuró apenas:

– Tres demonios, hermanitos tuyos. Vienen tres a verte.

Saliste de la casa. Brillaban al sol las demás casas, contrastando con las sombras espesas de los bohíos. Los tres montaban caballos oscuros y resplandecían sus cascos, sus petos. Se recortaban contra el espejo brillante del lago.

Te quedaste inmóvil, el indio a unos pasos de ti, y los jinetes detuvieron sus monturas. Uno de ellos ostentaba una barba de color rojo. Era Juan de Mansilla. Descabalgó y vino a tu lado, habló con su voz ronca:

– Dios te guarde, primo.

Tú contrastabas asombrado el sonido que tenían aquellas palabras, su exacto significado. Los otros jinetes y el indio os contemplaban quietos. Al fin, abriste los brazos. Pero el ademán escondía, bajo su amago de abrazo, un gesto de defensa: en tu ánimo se mezclaban el desconcierto por aquella inesperada visita y una espesa turbación ante el modular y el retumbar mismo de las palabras. Y, por debajo del sentimiento de ajeneidad, de extrañeza, que te obligaba a contemplarte a ti mismo como en la gratuita agitación de una actividad soñada, escuchaste con estupefacción tu propia voz; como si, por algún don mágico, estuvieses hablando una lengua antes desconocida.

– Bienvenido. Bienvenidos a esta casa.

Los demás descabalgaron y te abrazaron. Les recordabas también como sombras confusas de un sueño lejano. Sus perfiles venían de un pasado que habías olvidado hacía mucho.

A lo largo de la tarde fuiste saliendo poco a poco de tu extrañeza, fuiste recuperando aquellas presencias y aceptándolas como parte inequívoca de una realidad que también te correspondía plenamente.

Les ofreciste agua, pescados, pan de maíz, frutas, y ellos comieron con apetito. Se habían quitado las armaduras y, reclinados en la sombra, recuperaban un aire pacífico, campestre, que por un momento disimulaba su feroz condición de guerreros.

– El gran Cortés y los demás supimos de ti -dijo el primo.

Habían atravesado el Petén y se dirigían al este. El primo fue prolijo en su descripción y tú le escuchabas atento, recobrando también el sabor de aquella vieja pesadilla en la que participaste: la conquista del Anáhuac, el afianzamiento siempre precario, las luchas entre compatriotas. Tu atención no conseguía deshacer la sensación de que estabas oyendo una historia ajena, acaso muy antigua, bizarra por lo inusitado de su formulación. Una fábula.

El primo apoyaba su mano en tu hombro y te miraba con los oj os casi desorbitados, de tan fijos: la expedición de ahora (y envolvía en sus gestos a sus compañeros) tenía como objetivo principal castigar al traidor rebelde que pretendía afianzar su dominio independiente en la mar de Honduras, alzándose con la armada en favor del viejo enemigo de Cortés.

Luego, tu primo sosegó su parlamento:

– Pero qué fue de ti, qué te sucedió. De buena fe habíamos creído que fuiste sacrificado.

Ellos te observaban con curiosidad; sus ojos permanecían inmóviles, presa la mirada en tu rostro labrado, en tus cabellos peinados al modo indio, en toda tu vestimenta: la manta sobre los hombros, el braguero, las sandalias al extremo de las piernas.

Les explicaste, también minucioso y lento (porque tú mismo debías recomponer con esfuerzo tu memoria uniendo los fragmentos dispersos de los recuerdos, rotos y perdidos después de tanto tiempo, de tanta ausencia) tus penalidades y desventuras, desde que fuiste apresado hasta la jornada de los sacrificios y las peripecias posteriores, el largo periplo en manos de las tribus sucesivas.

Te escucharon con esa sabiduría respetuosa de los que conocen bien las penalidades en un mundo hostil. Después, tu primo explicó el motivo de su visita. Te traía un mensaje del gran Cortés, que conociendo con sorpresa tu existencia en estos lugares, se complacía en encontrarte vivo, te enviaba su afecto y te rogaba, en nombre de Su Majestad y en el suyo propio (ya se titulaba Gobernador) que volvieras con él para auxiliarle con tu lengua y persona en la empresa que ahora acometía.

No contestaste. Tu hijo mayor había entrado en la estancia y, al ver a aquellos tres hombres barbudos, corrió hacia ti buscando temeroso tus brazos. Acariciaste la cabeza del niño, le calmabas. Pero su temor te penetró a ti también y comprendiste, con una lucidez que te asombraba, la violencia que fluía de ellos como una oscura melodía, una violencia que no estaba escrita sólo en su impedimenta, sino en las arrugas de sus rostros, en el tono de su voz, en todos sus ademanes.

Con embarazo, añadiste a la historia de tu aventura datos más personales: tenías mujer y. dos hijos en esta tierra. Juan de Mansilla habló suavemente:

– Muchos han hecho otro tanto en la Nueva España.

Ni siquiera aquí olvidan sus costumbres de cautela. Uno de los tres hace la guardia y, de modo intermitente, recorre la estancia con pasos lentos.

Es muy de noche. En la otra hamaca, se oye la respiración suave de tu mujer. Se acercó a ti antes de acostarse, suelto su largo pelo, con el pequeño entre los brazos. Te miraba con sus grandes e intensos ojos:

– ¿Acaso te irás? ¿Es que te vas a ir? ¿Es verdad que te vas a marchar?

Tú no contestaste. Besaste al niño y luego acariciaste la mejilla de ella. Sin hablar; retumbando todavía en tu cabeza los ecos de la otra lengua, de tu lengua natal que, sin embargo, habías de tal modo abandonado; aturdido al escuchar ahora el sonido de esta lengua adoptada como propia.

– Déjame, mujer, no me preguntes. Estoy confuso. Necesito dormir.

Les oyes respirar en la noche, roncar, moverse con inquietud en sus petates. Tú también eras capaz de dormir en cualquier lugar, con la armadura puesta y empuñando el mosquete. De esa precaución, de esa continua alerta, estaba pendiente la vida.

Después de haber reconstruido con penosa rememoración, a lo largo de la tarde, los episodios de la conquista en que participaste, ahora se te ofrecía la historia completa como una gran sucesión de pinturas colgadas, extendidas en las paredes del recuerdo, insistentes, vivas en tu vigilia sobre el brillo de las estrellas y las fosforescencias del lago.

La visión de los primeros templos; de los sacerdotes con sus blancas túnicas y los cabellos tan largos, empapados en sangre seca, con aspecto de cortezas carcomidas, de enormes costras; de las paredes untadas con la sangre de los sacrificados, abiertos por los pechos, enseñando el lugar sangriento y desgarrado que ocupara el corazón, ahora presentado a los ídolos de horrible aspecto y siniestra denominación (Tescatepuca, Uichilobos). La visión de los escuadrones de indios, cubiertos con sus cotas de algodón tan ligeras y eficaces, pintados los rostros de blanco y rojo y negro, ondeando en el aire sus grandes penachos, arrojando nubes de flechas que caían como lluvia mortífera, empuñando aquellos mandobles cuyo filo estaba constituido por piedras de borde afiladísimo.

Revives todas las penalidades: aquellas langostas cayendo sobre los rostros como granizo, engañándoos como si fuesen flechas, obligándoos a movimientos sin sentido con las rodelas; los mosquitos y las calenturas; las heridas de las que ningún hombre ni bestia se salvaba y que, sin aceite ya, teníais que curar con unto humano, sacándoselo a los más gordos de los indios muertos; los fríos, cuando el cierzo comenzó a soplar, al acercaros a los picos nevados; las hambres, cuando ya no hubo colmenares, ni patatas, ni siquiera maíz, y sólo podíais sustentaros de fruta escasa y, con suerte, de aquellos perritos como ratas grandes; sin sal, sin bebida limpia; y aquellos enterramientos clandestinos de los amigos muertos, de los paisanos, sin pompa ninguna, como bestias, para que los indios os siguiesen creyendo inmortales.

Como la alucinación de una fiebre, recuerdas los brillos maravillosos de aquellas ciudades en la noche, el silencio encantado de todos, el ánimo suspenso ante tanta belleza.

– Es plata -musitabais-. De plata son los muros. Los templos son de plata.

Y la ascensión a las montañas, a los volcanes, mirando siempre al oeste, al horizonte de donde fluía el poder del gran emperador, donde cualquier fantasía sobre riqueza tenía su apoyo, y cualquier lucubración sobre oro.

Como minuciosas pinturas sobre los paños de henequén, así las imágenes del pasado. Allí los rostros y las figuras de los capitanes: Pedro de Alvarado, tan pulido, y el andarín Diego de Ordaz, y aquel Francisco de Montejo, jugador y amigo de diversiones, y Juan Velázquez, con su barba crespa y su vozarrona tartamuda, y Pedro de Ircio, gárrulo y cuentero. Y, junto a ellos, tus paisanos: Alonso de Quiñones, tan buen domador; Jerónimo Alba de Omaña, gran arcabucero; Santiago de Villamañán, que tenía los ojos de distinto color; el pobre Argüello…

Unos, principales, y mandos, y alféreces, que recibían las ofrendas, las mujeres, las mantas de pluma. Otros, soldados simples como tú, los que llevabais la peor parte en los rescates y creíais cambiar sartas por oro y luego resultaba cobre, como ocurrió con aquellas hachas tan lucidas.

Allí el rostro de doña Marina, que seguía a Hernando Cortés con fidelidad de can. Decían que había sido muy desgraciada en su vida, pues muerto el padre, casó la madre por segunda vez y, por quitarle la heredad, madre y padrastro la dieron como esclava a otros indios, haciendo correr la voz de que había muerto…

Allí el rostro de Cortés, sus modos de hábil leguleyo, convenciéndoos a todos, con aquella suprema habilidad, de que erais vosotros quienes tomabais realmente las decisiones, desde renunciar al oro para propiciar a Su Majestad, hasta dar al través los navíos para impedir esa retirada que, como Cortés argumentaba, sería sin duda la señal para la degollina. Era un viaje sin retorno previsible, en tina voluntad desesperada hacia la riqueza que no conseguía borrar aquella angustia de avanzar entre una pesadilla.

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