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Por fin, Juan de Mansilla rompió el silencio: -Piénsalo, primo. Con la del alba partiremos. Decide esta noche.

Viéndole ahora, después de tanto tiempo, encontrabas en sus rasgos, a pesar de la barba, las señales de la infancia lejana, cuando ibais juntos a nidos y a cangrejos y aprendíais entre golpes, con esfuerzo denodado, agarrándoos mutuamente del cinturón, las cabezas apretadas una contra otra y el sudor recorriendo las mejillas pegadas de ambos, la zancadilla y el traspiés, la cadrilada y la bolea, las mañas de los aluches. ¿Quedarán también en tu rostro, detrás de las incisiones, los rasgos de tu cara infantil?

El te palmeaba las espaldas, insistiendo:

– Vente con nosotros. No es porque necesitemos una lengua en esta parte. Qué hace un cristiano aquí. Podrás traerte a los tuyos, si quieres.

Ahora es un niño quien habla entre sueños. La noche empieza a perder su rotunda oscuridad. Una claridad muy tenue señala el lugar en que se separan el cielo y el lago, y las fosforescencias pierden intensidad, bajo el chisporrotear incansable de las estrellas.

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