Y acaso el narrador, tras contar las peripecias de esa ceremonia, relate a los oyentes algunas peculiaridades de otros ritos, de las competiciones que tú, el guerrero vencido, evocas ahora mientras las nubes recorren el cielo estrellado: aquellos juegos de la mocedad, los corros de lucha, las carreras, los bolos.
Tú nunca tuviste pericia para la lucha cuerpo a cuerpo, pero eras hábil con las bolas y una vez venciste al pueblo de la otra orilla en la carrera.
Aquí el narrador entenebrecerá sin duda la voz: todos los jinetes eran expertos, pero tú pesabas entonces muy poco y montabas el caballo más veloz de la gente, el caballo que solía usar el tío-señor-tío, que era de tu madre. Ahora mismo sientes entre tus piernas su galope. En las plumas del gallo, que era un gallo multicolor, se encendía el sol poniente como haciendo honor a los valles occidentales de donde el gallo procedía. Llegaste el primero y, aunque temías no acertar, tu mano encontró con precisión la cabeza del gallo que colgaba y la arrancó de un tirón desesperado, ayudado por el ímpetu de la carrera: el gallo expiró entre violentos aletazos y su sangre se esparcía por el aire, mientras todos te aclamaban.
Todas estas ensoñaciones te deparan un calor suave que mantiene a la muerte todavía a unos pasos de ti: pero la sabes ahí, agachada en lo oscuro, preparada en su mano la hoz con que ha de segar el tallo de tu vida.
Y, sin embargo, no es este un momento de tristeza, porque estás viéndote alegre, vencedor, en el momento en que un bardo relata tu historia a otros oídos atentos, respetuosos. El narrador no ha llegado todavía a los sucesos tristes. No hay humedad en los ojos, que ahora sólo reflejan, con las llamas, la fruición de los oyentes.
Tú eres la materia de una historia que alguien está contando, de una historia gloriosa, el motivo sobre el que se urden y entretejen los adornos de un relato, y tú mismo te complaces en contártela ahora como si fuese ajena, como si no la recordases, como si la conocieses por primera vez.