Luego, me empujó hacia la puerta.
– Anda, anda, ve a prepararte, que nos vamos. Yo no comprendía.
– ¿Nos vamos? ¿A dónde?
– A dónde va a ser, a casa. Venga, espabila.
La abuela y Trini estaban vestidas de domingo, sentadas en la sala, junto al gran baúl. Mamá parecía también muy seria. Me tomó de la mano y me llevó casi a rastras hasta mi habitación.
– Lávate y ponte esta ropa -me dijo.
– ¿Por qué me voy? ¿Viene la abuela con nosotros? ¿Y también Trini?
Mi madre no decía nada. Estaba terminando de arreglar mi pequeña maleta amarilla. Luego me peinó con aquella meticulosa atención suya, sacando la punta de la lengua mientras intentaba perfilar la raya, con un gesto que me devolvía, con la dulzura de su presencia, el amargor de recuperar el final de las vacaciones, de entreabrir las puertas del invierno.
Cuando bajamos, ya el baúl de la abuela estaba colocado en la baca y la abuela y Trini sentadas dentro del taxi, la abuela en el asiento trasero y Trini en un transportín.
– ¿Ya estáis? -preguntó mi padre.
Mi madre afirmó con la cabeza. Yo notaba en ella una gran desazón.
– ¿Y el abuelo? -pregunté yo.
Todos guardaban silencio. Al fin, mi padre repuso: -Tu abuelo se queda.
– Voy a decirle adiós.
Pero mi padre argumentó que el abuelo no estaba. Yo percibí claramente una gran tensión en todos. Mi padre me agarró del brazo y me hizo entrar en el coche y sentarme en el otro transportín. El se sentó junto al conductor.
– Vamos -dijo.
El coche se puso en marcha.
– Adiós, Lupi -le grité a mi primo.
Lupi levantó la mano desmañadamente, sin decir nada, con una expresión de estupor en los ojos que era sin duda fiel reflejo de la que debía haber en los míos.