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– ¡Jodío Chino! Estás como siempre.

Y siguió contándome historias de otros compañeros que yo no recordaba. Al cabo, me confesó que estaba de presidente de la Asociación de Ex-Alumnos. Pero el tiempo iba pasando. En un momento determinado, entre aquella malla de recuerdos colegiales que cada vez amenazaba ser más tupida, saqué los papeles y los extendí sobre la mesa. Entonces, él adoptó un ademán circunspecto y ligeramente envarado.

– ¿Tú sabes algo del asunto? -le pregunté.

(Más tarde, mientras retornábamos a casa y Lupi seguía dándole vueltas, con fatalismo no exento de admiración, a las implicaciones legales, yo recordaría la camaradería de los años colegiales, cuando la solidaridad de la pandilla, aunque tan precaria por los celos y las continuas rivalidades, saltaba como un resorte de defensa entre aquella pedagogía de abstrusos teoremas y bendita sea tu pureza, dejando para el futuro, para la insospechada memoria, el regusto de un sabor verdadero.)

– Cómo no lo voy a saber. Aquí todo se sabe.

Yo seguí esperando sus palabras, encontrando de pronto en su rostro la máscara profesional que borró de golpe las líneas juveniles. Me habló con voz reposada, confianzuda, muy inclinado sobre mí, volviendo algunas veces los ojos hacia Lupi, pero sólo un instante. Me dijo que, según su opinión, no teníamos nada que hacer. Nada de nada. Luego, aludió confusamente a la posible resonancia del caso, y a lo que él llamaba significado público de Alfonso. Desde este punto de vista, Alfonso era un hombre con mucho futuro y, al parecer, cosas como lo del testamento podían serle perjudiciales.

Se me ocurrió que Porthos se había pasado a Richelieu, y estuve a punto de soltar la carcajada. Pero insistí en que imaginase alguna posibilidad, no obstante.

– Nada de nada, de verdad -afirmó, rotundo-; son ganas de gastar el tiempo y el dinero.

Entonces nos explicó, con precisión y paciencia, los conceptos jurídicos del caso. Lupi le escuchaba sin pestañear. El café se había llenado ya de gente y de humo. Por fin, nos despedimos.

– Cómo te voy a cobrar nada -dijo-. Qué cosas tienes.

Tampoco se dejó invitar. Luego, en la puerta, tras un titubeo, me propuso que fuese algún día por la Asociación, que total estábamos a un paso, que alguna vez que celebrasen algo me avisaría.

(Mientras retornábamos a casa, con la misma precisión gráfica que ahora mismo, pasaba por mi memoria el colegio, desde el local antiguo al nuevo, los grandes patios, aquel de cemento donde se jugaba al baloncesto, al balón-volea, donde patinaba Jaguayana, y el de tierra, aquella gran extensión flanqueada por dos porterías, con el frontón en uno de los rincones, en una sucesión de imágenes que, siendo rapidísima, respetaba no obstante lo estático de cada fotograma, como si fuesen pe!:s, aquellas que eran trofeo del tacón, pelis que revolotearan súbitamente por los hondones de mi alma. Por allí íbamos los Mosqueteros, enredados en la trama de alguna benéfica conspiración, buscando mazmorras para arrancar de ellas reclusos inmemoriales, rincones donde aniquilar a contrincantes feroces y estúpidos, o a punto de recuperar el Collar que, bellísimo en el cuello real, era mortífero en manos enemigas.)

Sin duda no había transcurrido tanto tiempo. Dos años a lo más desde mi vuelta al pueblo. Porthos no era un chaval, pero tampoco un viejo. Andaríamos todos rondando ya los cuarenta.

Los faros del autobús alumbraban intermitentemente los chopos deshojados, suscitaban súbitas luminosidades cuando tropezaban con muros y casas. Yo miré a Lupi.

– Anda, déjalo ya. No le des más vueltas.

Sacó del bolsillo una cajetilla arrugada, un mechero, y fumamos ambos sin decirnos nada, mecidos por el bamboleo del vehículo.

Cuando nos acercamos al pueblo, había en la vega una bruma espesa y opaca. Un olor sutil a humo fue penetrando en el autobús. El pueblo estaba envuelto en un espeso celaje. Debía haber habido un gran fuego, y la serenidad de la noche fría y quieta aplastaba el humo contra las casas.

Ahora me sorprende la impasibilidad con que, tanto Lupi como yo, asumimos el hecho. Porque el fuego, un fuego al parecer enorme, que mantenía aún calientes las bardas de los corrales cercanos y chamuscadas las sebes, había sido en la casa del abuelo.

Cuando llegamos hasta allí, había alrededor mucha gente. Quietos, impávidos, contemplaban las ruinas humeantes, donde brillaban las brasas.

El comandante del Puesto tenía la cara enrojecida y sudorosa.

– No hubo nada que hacer.

Fue Lupi el primero en acordarse de Olvido. Yo había quedado sumido en un estupor que era incluso reconfortante, mientras miraba la oscuridad vacía, iluminada por el rescoldo, en aquel lugar donde se alzó la gran mole de la casa. A veces se oían chisporroteos y saltaban al aire las centellas.

– Se salvaron las bestias -dijo el cabo-. Y algunos muebles.

– Y la moto -le dijeron a Lupi.

El fue el primero en acordarse.

– ¿Y Olvido? -preguntó.

Yo estaba callado, contemplando el espacio tenebroso, lleno de brasas, reverberante de calor. La casa parecía tan grande, y ahora, tras el incendió, resultaba un exiguo montón de residuos.

El cabo sacó las manos de los bolsillos, se llevó una a la frente, en un ademán de pensar, de recordar, definitivamente tosco.

– Yo no la vi, no sé nada de ella, pero dicen que la vieron.

La gente nos rodeaba en silencio, con las miradas encendidas como otras brasas, en la emoción del accidente. Latía en todos un palpable sentimiento de respeto por la catástrofe.

– Mi hijo Miguel dice que la vio, como a media tarde, con una maleta -dijo uno.

– ¿Con una maleta? -pregunté yo entonces.

El hombre hablaba con la voz muy baja, como temiendo despertar a alguien.

– Sería la hora del Martiniano para Santander.

El chaval se acercó a nosotros a través del muro de los adultos, que se iba abriendo. A la luz escasísima de la bombilla de la calle, sólo los ojos brillaban en la masa blanquecina y desvaída del rostro.

– Yo la vi, con una maleta. Iba para el puente nuevo. Iba como llorando.

– ¿Con una maleta? -repitió Lupi.

El chaval afirmó con la cabeza. Un sonido de hundimiento, que tronó en las ruinas humeantes, pareció rematar su gesto.

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