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Sí, yo pensaba haber estado más tiempo y, sin embargo, me fui antes de la semana. Tomé aquella decisión creyendo firmemente que habíais quedado ya para siempre archivados, disecados, en una parte pasada de mi vida, muy atrás, y que vuestra existencia ya no tenía lugar alguno en aquel remolino mío de que yo mismo era el ojo.

Pero esa decepción, que yo imaginaba serena, una decepción fruto natural de mi madurez, de mi crecimiento; una decepción que, aun con su leve amargor, me hacía aún más respetable e interesante a mis propios ojos, se mezclaba, no obstante, con otros sentimientos menos nobles. Para quitarme toda responsabilidad en aquella actitud de alejamiento, la vi como la culminación de la hostilidad familiar. Y. para no hacer caer tampoco toda la responsabilidad en mi familia, os atribuí parte de las faltas que eran agravio permanente de la abuela, de mi padre, de mi casa: a esa luz, Olvido aparecía como la hembra engañosa, por otro lado tan vulgar (maligno, me complacía en descubrir la aspereza de sus manos, las manchas de sudor bajo sus sobacos, el brillo plateado de una prótesis modesta en su boca…), que había desplazado a la abuela de tu afecto, destruyendo así uno de los núcleos más importantes de la familia; tú, un viejo rijoso, egoísta, irresponsable, que habías trocado la dignidad patriarcal por el disfrute de aquellas carnes plebeyas; a la nueva luz, el propio Lupi, compañero de las infantiles odiseas, no era más que un mozo embrutecido.

La parte de mi infancia que habíais compartido quedaba pues enterrada, y yo me separé de vosotros sin deberos nada, sin nostalgia alguna, sin volver la cabeza atrás. Sí, abuelo, tienes que perdonármelo.

Y cuando la lechuza grita y aletea, mi corazón retumba, mi garganta suelta una exclamación, y recibo un susto total, perfecto, doloroso como un castigo eficaz.

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