La rebanada oculta del pastel
Me acuerdo que se había devaluado el peso, así que dije: Mierda, yo debo dólares. Para entonces había depositado ya once mil en la cuenta de mis papás, y tenía como siete más escondidos en mi casa. Mierda, ¿me entiendes? Pero ser rico no es ponerte a llorar porque te estás arruinando, sino hasta eso celebrarlo con un par de Viudas. Digo, podía depositarles los siete mil y armar dieciocho, ¿ajá? Con eso ya me animaba a llamar a mi casa. Hola mami, feliz Navidad. Perdóname, papá, he sufrido un montón. Guácala, qué patético. Escenitas a mi, thanks but no thanks. Agarré a Hans y Fritz y les dije: Vámonos a Acapulco. Y como a ellos la Navidad les venía divinamente guanga, esa noche ya estábamos en la playa. En mi coche los tres, con mi dinero. Según yo, mi papá me lo había mandado. Además ellos dos tenían tarjetas. O sea que te digo que íbamos armados. Íbamos, eso era lo mejor. Porque antes de esa época yo siempre había ido sola a todas partes, y ya con Hans y Fritz empecé a decir vamos, somos, queremos, tenemos. Tenía un gang, ¿ajá? Era la época del año en que todos en Acapulco andan cargados. Yo veía a los viejos pesudos y pensaba: Si no viniera acompañada, qué pinche negociazo. Pero no andaba en mood de hacer negocios. Estaba celebrando mis éxitos en el noventaicuatro, y de repente me ponía a calcular el dineral que según yo iba a hacer el siguiente año. Estúpida. No sabía que en el noventaicinco se me iba a caer el mundo. Y qué bueno que no lo sabía, porque me estaba divirtiendo como niña chiquita. Me enseñaron a esquiar, volé en paracaídas, vivíamos en una casa increíble que rentamos por dos semanas enteritas. Qué quieres que te diga: guau, guau, guau.
Antes había ido tres veces a Acapulco, pero en Semana Santa. Mi papá conseguía descuento en un hotel horrible del sindicato petrolero, no sé ni cómo se llamaba. Las playas se atascaban de viejas vacas y viejos marranos, un rollo de lo más desagradable. Igual yo era muy niña, pero no me gustaba para nada. Me acuerdo de algo muy pinche molesto: íbamos a la playa todos en el coche, porque ni modo que ese hotel rascuache tuviera playa propia, y al regresar había que aguantar los asientos ardiendo y la piel pegosteada de arena y agua puerca. Puede que sea por eso que huí de Miami sin tocar la playa, como que el mar me hacía sentir naca. Cada vez que pensaba en arenita y agua salada, me venía a la mente una cumbia. Y a mí esa pinche música me despierta no sé, instintos genocidas.
Con Hans y Fritz oíamos a Siouxsie y a Iggy Pop, por cortesía mía, más los Pixies y no sé cuántas cosas que traían ellos. Íbamos en mi coche, pero salíamos poco porque la casa tenía playa. Digo, por mil quinientos bucks a la semana, era lo menos que podías pedir. Me acuerdo que la playa se llamaba Copacabana y estaba más allá de Puerto Marqués. Junto a la alberca había una casita para perro, vacía, y eso era lo único que me daba tristeza. Siempre había querido tener un perro, ¿ajá? No sé qué tengo con los perros, que me pueden. De niña me mordieron tres, pero igual yo seguí acariciando a los que me encontré. Hasta la fecha, pues. Pero aquella casita era más que eso. De pronto la veía y pensaba: Es la casa de un perro como yo. Tenía que haber algún rincón en este mundo en el que hubiera una casita para mí, como la de ese perro que se había perdido, o ahogado, o escapado, o muerto. A veces Hans se me acercaba y decía: ¿Qué te pasa?, porque yo estaba ahí clavada en la casa del perrito. Me quedaba sentada en el camastro, con el vaso del bloodymary, ya vacío, y los ojos perdidos en no sé dónde. Me daban de repente ganitas de llorar y ni siquiera sabía decir por qué. Supongo que era porque andaba de borracha, y en ese estado acabas viendo cosas que no debes. Una vez en la iglesia un cura dijo: Hay días en que todo parece faltarnos. Lo recuerdo muy bien porque apenas lo oí, lo pensé y me salí a llorar. Nunca he sabido qué es lo que me falta, y te juro que ahorita no estoy pensando en dólares. Ni en pesos, pues. Tampoco en mi familia. Más bien es algo como abstracto. Algo de muy adentro. De repente me siento como una muñeca. Me acuerdo de mis Barbies, vestidas de una forma y de otra, elegantísimas, y al día siguiente amontonadas encueradas en una caja de zapatos. Piernas, brazos, melenas, puro plástico con pelos. A veces yo me sentía eso: plástico con pelos. O con pelucas y lentes oscuros y sonrisita a la medida de las circunstancias. Y entonces me azotaba horrible. Me acuerdo de una tarde en la casa de Copacabana, Hans y Fritz persiguiéndome por la playa y yo necia, viajada, no sé cómo podían tenerme esa paciencia. Les mentaba la madre. Les escupía. Les gritaba: Leave me alone, you motherfuckin’jews. No quería joderlos, quería joderme yo. Quería que se largaran y me dejaran sola, que me botaran como a una muñeca manca. Te digo que me enferma que me traten bien, necesito que me hagan canalladas para sentirme a gusto. Y esos dos eran lindos, entonces yo pensaba: Que se vayan y se busquen unas buenas hebreas, yo para qué les sirvo. Luego entraba en razón y ya: seguía la fiesta. Pero ese día que me corretearon por la playa me di cuenta de dos cosas horribles: una, que me querían, y dos, que no quería que me quisieran. O que yo no quería quererlos. Me daba miedo amar y no sabía ser amada, si quieres que lo ponga en plan de melodrama. No sé por qué le tengo tanta tirria a la palabra amor. Y claro, aquí entras tú. No te voy a decir que te amo, porque eso no se dice. Además, tú un día me dijiste que yo no era nadie para hablarte de eso, y puede que sea cierto. Una es la última persona autorizada para andar diciendo lo que siente o no siente. Saber y sentir son cosas diferentes. Cuando sientes no sabes, y cuando crees que sabes ya dejaste de sentir. O sientes otra cosa, que es igual, porque en realidad sigues sin enterarte. Nunca me he preocupado mucho en ver por dentro. Creo que me da miedo descubrir que no hay nada. O todavía peor, que lo descubran otros antes que yo. Sería mucho más cómodo contarte de Acapulco y de Copacabana y de Hans y de Fritz. Imagínate cuántas putitas mexicanas no se habrían derretido por traer a esos dos como yo los traía. Porque entonces ya era obvio que se estaban clavando, y hasta yo les decía: Cool, carajo, eso es onda de cristianos. Cruz, espinas, azotes. Pero igual ya los tres compartíamos un montón de cosas. Según Hans, era un perfecto matrimonio. Un día les pregunté qué les gustaba más de mí y acabaron diciéndome que yo era rápida. O sea que no me detenía, que vivía con la pata hundida en el pedal. Pero te digo que eso es fácil de contar. Cualquiera se divierte con dinero y amigos en la playa, lo difícil es no salir corriendo cuando te quedas sola diez minutos y miras un poquito para dentro. Cuando te ves y dices: ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Qué va a pasar después? Y contestas lo único que puedes contestar: No sé, no sé, no sé, me lleva La Chingada. ¿Qué querías que supiera si por más que bebiera y fumara y no parara de reírme seguía siendo una golfita hueca, un pedazo de plástico con pelos que cualquier día amanece en una caja de cartón con otros diez cadáveres iguales que ella? Cadáveres.- qué asco de palabra. Pero igual ya va siendo hora de que te hable de eso.
Tenía como doce años cuando vi al primer muerto. Había llovido gruesísimo, un tormentón de miedo, con árboles tirados y las arañas. Mis papás ni siquiera estaban en la casa y mis hermanos se habían ido a casa de mis primos. Cuando por fin paró de granizar, me subí a la azotea y vi que el arroyito que pasaba por detrás de la casa se había convertido en río. Flotaban sillas, puertas, mesas rotas, de todo. Y un ratito después oí sirenas de ambulancia. Luego salí a la calle y había no sé cuántos vecinos metiches, viendo cómo los rescatistas sacaban a un ahogado y lo acostaban en el pavimento. Apenas si se le veían los ojos, pero yo me metí a mi casa segurísima de que el muerto me había mirado. Ya sabrás: vomité, me bañé, me puse la pijama, pero no me quité de encima los ojos de ese cabrón difunto. Era como si me dijera: Ven, te estamos esperando. Pero eso no era nada, yo en el noventaicuatro seguía sin saber lo que era un muerto de verdad. Porque una cosa es ver un muerto que no sabes a qué hora ni en dónde ni por qué se murió, y otra muy diferente es ver a alguien morirse. 0 todavía peor: ver que lo matan.
Creo que ya no puedo seguir con Acapulco. Supongo que son cosas que sólo las aprecias bien cuando las viviste. Champaña, playa, tugurios, desmadre. ¿Qué caso tiene que te siga contando si tú no fuiste Hans, ni Fritz, ni Violetta? Aparte no hay gran cosa que contar. Tenía amigos, eso era lo importante y ya lo sabes. Pero igual ellos no sabían nada. Me regalaban flores, me compraban cositas, me hacían el amor a toda hora, pero ni idea tenían de cómo era mi vida. Y yo ya no podía meter reversa. No tenía el presupuesto, ni el tiempo, ni la paciencia para seguirles el jueguito y mandar al carajo a Tía Montse. Tenía que volver a México y putear: ése era el único futuro del que Violetta podía estar segura. Aunque como tú dices: Segura nomás la muerte.
Enero es un lunes largo. Así decía la mamá de otro amiguito, una señora divertidísima. Aunque creo que en enero ni ella era divertida, si no para qué iba a andar diciendo eso. Regresamos a México un lunes, ya con toda la hueva de enero encima. Y entonces Hans y Fritz desaparecieron de mi vida. 0 más bien me les escondí. Estaba imbécilmente enamorada de los dos, ¿ajá? Enamorada hazme el favor. Pensé: Voy a drogarme con trabajo. Pero no había trabajo. Tía Montse decía: Yo te llamo, y cero. 0 sea que lo dicho: un mierda lunes largo. Sin fiestas, sin dinero, sin nada de nada. Por eso me le pegué a Richie Ranch: el único cristiano que me había ligado en Tecamachalco. Un cinicazo de veinticinco años que al día siguiente que nos conocimos me llevó con su mamá. La señora me preguntaba: ¿Y tú a qué te dedicas? Pero antes de que yo le contestara, levantaba la mano y decía: Cállate, no lo quiero saber. Y las dos nos tirábamos de risa. Tenía una casa alucinante, a la vuelta de Palmas. Y yo feliz, pensando: Ya la armé. Porque me estaba acostumbrando a andar por esos rumbos, al whisky y al cognac, a que me recibieran en las casas nice como si de verdad fuera hija de familia. Ríete: me la estaba creyendo. Tenía todo mi rollo agarrado de alfileres, pero igual me sentía convencidísima de que nunca se me iba a caer.
Me acuerdo de una noche: lunes, según yo dieciséis de enero del noventaicinco. Hacía días que Hans y Fritz me buscaban como locos y yo en la luna. Te juro: había una luna inmensa, perrísima, y a pesar de que enero seguía asqueroso, esa noche algo estaba pasando con el mundo. Venía pachequísima con Richie Ranch, en sentido contrario por Reforma, como a las tres de la mañana. Ya era martes, pues, pero para mí el día no cambia hasta que me duermo. Entonces imagínate: un lunes en enero, tardísimo, y de repente vemos a una pareja, con el coche apagado junto al camellón, los dos parados encima del cofre, acariciándose las manos y mirando la luna. Me quedé tiesa, viéndolos. Muerta de envidia, ¿ajá? O sea que mientras Richie Ranch y yo hacíamos pendejaditas de escuincles en mi coche, esos dos se agarraban y veían la luna. Yo habría jurado que tenían vértigo, que ni siquiera se atrevían a soltarse.