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Snoopy se llamaba Supermario

Nunca voy a acabar de arrepentirme de esa carta. No me acuerdo qué puse, era muy corta. No había ningún motivo para escribirla, y menos para enviarla, pero andaba tan necia que igual la mandé. Me acuerdo que sentí un escalofrío cuando escribí la dirección de mis papás. El puro nombre del fraccionamiento me metió ganas de chillar. No sé si era nostalgia o cargo de conciencia. Podía haberme limitado a saludarlos, desearles mucha suerte y despedirme con el clásico no se imaginan cuánto los extraño. Pero en lugar de enviarles unas lindas patrañas, cometí la burrada de soltar la verdad. Hazte cuenta que era una carta de niña rica. Mamá, papá, ya me acabé el dinero. Sólo que luego puse cuál dinero: el de la Cruz Roja. Con esa aclaración, ya todo lo demás salía sobrando. Si firmaba Violetta en lugar de Rosalba, si no ponía mi dirección ni mi teléfono, todo era poca cosa frente a ciento catorce mil seiscientos noventa dólares. Todavía tuve humor para escribirles al final que nadie sabe para quién trabaja. Según ellos lo de los dólares no fue tan grave como lo de la burla, por eso hasta la fecha no terminan de perdonarme. No es que fuera más grave, cómo crees que iba a ser más fuerte un chiste que un desfalco, lo que pasa es que fue el pretexto que agarraron para guardarme rencor. Después hasta querían que les creyera que todo ese dinero era para nosotros, mis hermanos y yo. Ya ves cómo es la clase media de cursi y de dramática cuando usa la palabra patrimonio. Era Su Patrimonio hija, ¿cómo pudiste?¿ Su patrimonio? ¿Mío y de mis hermanos o de la Benemérita Cruz Roja? En fin, me estoy justificando y de nada me sirve. Ya te contaré luego lo que pasó, ahorita todavía estamos en New York. Es la noche del cuatro de junio. ¿Sabes en dónde estoy? Piso quince del Waldorf, júnior suite. Un señor y su hijita se apiadaron de mí. Me dieron unos dólares, me ofrecieron asilo y se fueron al teatro. Y yo desamparada, bañándome en burbujas y cenando en el cuarto. La otra hija no sé por dónde andaba, la cosa es que esa noche les sobraba una cama y me la dieron. Y me dejaron sola, como dueña, mientras se iban a ver Los Miserables. No trates de hacer chistes de segunda, si hubiera sido una verdadera Miserable nadie me habría ofrecido una camita en el Waldorf.

Había caído al hotel como a las seis y media. Venía de escribir la maldecida carta esa. Pensaba: ¿Y si vienen a buscarme? A ver qué iban a hacer para dar conmigo. Pero por si las moscas me había ido hasta Queens a enviarla. De esas precaucioncitas paranoicas que una se toma no tanto para protegerse como para sentirse protegida. Cosas que nada más engañan a los detectives de la tele. No me imagino a mi papá contratando a un detective para localizarme, sobre todo que ya ni botín había. Quedaba un año y medio de alquiler, pero fuera de ahí hasta el real estaba en las últimas. La idea era que yo no iba a moverme hasta que se acabara todo, ¿ajá? Y ya no había ni leche, ni limones, ni una chingada cocacola para el día siguiente. O sea que entré al Waldorf limpia, con dos quarters y un nickel en las bolsas de los jeans. Más un token del subway por si se hacía muy noche y no sacaba nada. Que era lo más posible, claro. Tenía que Regar en la mañana, bañadita, arreglada, como estaba el señor tan decente que me había sacado setentaicuatro bucks de un solo fregadazo. No habían pasado ni cinco minutos desde que llegué cuando vi a mis benefactores. Tenían unas caras de mexicanos que no podían con ellas, pero de todos modos les hablé en inglés. Excuse me, Sir, where are you from? Pésimo arranque, pero apenas estaba comenzando. Tenía que aprender, ¿ajá?

El cuento no era malo. Había perdido mi equipaje con todo y billetera y boleto de avión. No tenía un centavo y no sabía dónde iba a dormir. Tenía que juntar trescientos bucks para irme a mi casita. Apenas estuviera en México yo les iba a mandar todo lo que me prestaran. El problema era que en mi casa no había nadie, y los del consulado no tenían presupuesto… Claro que se podía mejorar, ya después fui aprendiendo. Lo que vale no es tanto la mentira que cuentas, como lo convencida que estás de que es verdad. Hay una angustia, un desamparo que te brota por los ojos mientras hablas. Si lo haces bien, transfieres el problema, se lo pasas entero al que te está escuchando. Y si es más de uno, tienes que concentrarte en quien creas que es más tu aliado, pero sin descuidar a los que lo acompañan. Es un trabajo fino. Si dramatizas mucho, corres el riesgo de llamar la atención de los empleados del hotel. Y al mismo tiempo tienes que cuidar la dignidad. Muchísimo, ¿me entiendes? Si te humillas, o si dejas que te humillen, vas a sacar los dólares de uno en uno. Si no es que quarters, dimes y pennies. Why should I long for any pennies from heaven when I can get some real bucks on Larth? ¿ Crees que tengo un acento muy terrible? Carajo, yo también. Los últimos dos años en casa de mis papás aprendí todo el inglés que pude. Luego tenía una tele que ponía subtítulos para sordomudos, allí acabé de aprender. Pero ni con el compradero de cassettes pude enseñarme a pronunciar decentemente. Aunque igual luego me di cuenta de que eso tampoco importaba. En mi negocio, ¿ajá? Más bien era al contrario: mientras más feo y chafa era el inglés que hablabas, mejor pegaba el cuento de La Desamparada. A la gente le gusta ver sufrir a la gente. Les da seguridad, se sienten importantes, afortunados, buenos. En realidad no les estás pidiendo que te regalen nada; les vendes la tranquilidad de su conciencia. Alguna vez leí no sé dónde una historia de un cura que se consideraba a si mismo el Cordero de Dios, según esto porque su chamba era quitar el pecado del mundo. Igual yo, ¿ajá? La gente se iba siempre más ligerita, más contenta luego de que te habían ayudado. Yo no los estafaba, ni les quitaba nada. Más bien les ayudaba a deshacerse del dinero que en el fondo no querían cargar. Cuando haces una obra de caridad, o en mi caso de solidaridad, te sientes con derecho a ser como eres y tener lo que tienes. Ya pagaste tu impuesto, ¿ajá? ¿Te acuerdas que te dije que el señor de los setentaicuatro dólares era un ángel? Tú no sabes lo bien que me sentí después de regalarle esa lana. Además no era para menos, el tipo me había enseñado a distinguir entre caridad pública y solidaridad privada. Con nada pagas eso.

Veía por las ventanas y no me lo creía. El primer día de trabajo, los primeros clientes y chuza: ya estaba yo durmiendo en el Waldorf. No me habían soltado gran cosa, al principio. Treinta dólares. Pero ya al día siguiente, cuando me levanté, la hija me dio cuarenta más. ¿Cómo ves que el papá todavía me invitó a desayunar y antes de que me fuera se me puso guapo con otros cien? ¡Ciento setenta bucks, Violetta! Sentía una felicidad grandísima. Iba en el subway a las diez de la mañana mirando mi reflejo en los cristales: una sonrisa tamaño Bigapple que no se me borró en el día entero. Luego hasta hacía cuentas: si lograba sacar quinientos diarios y me gastaba cinco mil al mes, en dos años iba a tener ahorrado un cuarto de millón. Dios mío, qué pendeja. Si esas cuentas se hubieran hecho ciertas ahorita ya tendría el primer millón de dólares. Más interés compuesto, Imaginate. Con el puro interés me compraba un carrazo. ¿Cómo iba yo a esperar que en los siguientes cuatro días con trabajos fuera a juntar sesenta?

Humillante, ya sé. Deprimente, descorazonador. Ladies and Gentlemen, directamente de New York, con ustedes: Miss Misery. Vivía como prángana gastando menos de cuarenta diarios, y ni así se me hacía salir con los gastos. El sábado me levanté pensando: No me alcanza para ir mañana al cine. Y apenas el lunes había estado desayunando en el Waldorf Según me habían dicho los colombianos, que no sé si te dije pero tenían cara de mexicanos, pensaban quedarse toda la semana. O sea que no podía volver al Waldorf antes del siguiente martes. Y en el Plaza como que no me acomodaba. Demasiados pasillos y demasiada gente. Muchos que ni siquiera son turistas, y ésos nunca se acaban de tragar el cuento. Lo más que llegas a sacarle a un newyorko es una dona y un café. Ya están todos curtidos de freaks y cuentos chinos. El Sheraton tampoco me servía de mucho, como que está contaminado del ambiente de la Séptima. Es de esos hotelitos más o menos nice donde todos los cuartos tienen vista a los losers de la ciudad A la vuelta está el Hilton, pero es más pobretón. Y en el Hilton yo no me había hospedado. Al principio sólo quería ir a los que conocía bien. Pensaba que si había cualquier problema iba a decirles: Yo soy clienta de este hotel. ¿Qué no saben quien soy? Miss Violetta Schmidt. Violetta who? La idea era que las cosas no llegaran hasta allá, por eso me movía en puro territorio conocido. Pero ya ves los resultados: sesenta pinches dólares, jueves y viernes me había quedado llorando. Y el sábado me dije: Violetta, go for you. Era weekened ¿ajá? Tenía que irme bien, carajo. Salí a la calle pensando que no era más que una niña rica en apuros. Lo pensé de verdad. Alguien había cometido un error en la maternidad y yo, que había nacido para millonaria, fui a dar a una familia de clase media maromera. Pero esa puta suerte ya se había terminado, la prueba era que yo andaba en New York. Llegué a la conclusión de que estaba viviendo lo que un año antes no me atrevía ni a soñar. ¿Doscientos treinta dólares en cinco días, sin papeles y con dieciséis años? No eran los quince mil al mes que había calculado, pero igual un año antes no podía aspirar a la décima parte de eso, y encima mi papá me tenía de su criada.

Nunca puedes saber qué tal te va a ir, pero ayuda muchísimo estar de buen humor. Controlas más tus sentimientos, no proyectas tus dudas, tus expresiones te salen exactas a como las quieres. Más que hacer cara de miedo o de necesidad, tienes que armar una performance marca Qué Vergüenza. Porque claro que es la primera vez que te sucede una cosa de éstas. Luego también hay unos que no te creen, pero como ya conseguiste conmover sus sentimientos paternales, te dan de todos modos. Lo de menos es que te crean; hay que simpatizarles y todo sale bien. De repente funciona ser un poquito cínica. Pero sólo un poquito, casi nada. Te digo que lo tienes que hacer todo muy finamente, acuérdate que es pura cirugía mental.

Nada de eso lo sabía ese sábado, pero de todos modos me pasé la mañana cosechando billetes. Ciento diez a las once, treinta más por ahí del mediodía y regresé a mi casa muy contenta. Me había dado una vuelta por el Saint Regis, un hotel chiquitito no apto para jodidos, tanto que ni siquiera me dejaron entrar. Pero afuera se me hizo atrapar algunos cuantos, con espléndidos resultados para mi autoestima. ¿Sabes qué les rompía el corazón? Mi pasaporte. Lo traía en la mano, que por cierto me estaba temblando de lo más a propósito. Cuando veían lo que le había pasado a mi pasaporte me miraban con una ternurita que yo decía: Bingo. A partir de ese punto ya sólo se trataba de reforzar el estimulo y elevar el nivel de la solidaridad. O sea el cash, ¿ajá? Porque tenía que ahorrar, no para mi vejez sino de menos para no pasar hambres la semana siguiente, si me iba mal con la recolección. Y así fui poco a poco aprendiendo las mañas de esa noble profesión que me estaba salvando la vida.

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