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El huérfano invisible

Siempre quiso esconderse, volverse invisible. Un día-o un mes, o un año, eso quién va a saberlo- descubrió que escribir era una buena forma de transparentarse, de estar sin nunca estar. ¿Por qué tenia que esconderse con todo y sus nueve años? Primero, para disimular su extranjería de niño mimado: si en el recreo estaba escribiendo, en lugar de jugar fútbol o básquetbol o bote pateado, ello al menos le daba a su aislamiento el decoro de la propia elección: estoy solo porque me da la gana, En segundo lugar, porque nadie más que él sabía las cosas que pasaban en todas esas hojas infestadas de garabatos y tachones, de modo que escribirlas era darse a una vida subterránea donde podía hacer, decir y decidir todo lo que en el mundo de los niños nadie hace, ni dice, ni decide por cuenta propia. Pig no recuerda ni una de esas historias, pero nunca ha dejado de escribir así, con el ánimo de quien comete una secreta y mezquina fechoría.

Alguna vez pasó al frente a leer una de sus historias, de la mano de una maestra que no le dio otra opción, y así extendió sobre él un manto de impunidad, pues a partir de entonces ya menos sospecharon que el niño que escribía historias en clases y recreos fuera el mismo que desquiciaba la buena marcha del calendario escolar, experimentando con toda suerte de pequeños sabotajes, no siempre de pequeñas consecuencias. Escribir, hacer trampas: ¿no era la misma cosa? Una y otra labor tenían por recompensa un regocijo cínico y silencioso. Como el día que hizo expulsar a dos compañeritos, por el incendio en la oficina de la directora. Eran los más osados: a los diez años fumaban escondidos detrás de la ventana, donde no bien se fueron Pig metió el cerillo, entre las dos cortinas que tanto ayudarían a acabar con la oficina. Nadie vio a Pig, tampoco dejar en las mochilas de los dos niños sendas cajas de cerillos, con las lijas gastadas y varios fósforos de menos. Además de la cajetilla de Marlboro que terminó de hundirlos. Pig no pensaba entonces en la palabra «ficción», y acaso ni siquiera la comprendía, pero la practicaba con una insistencia que el prefecto no habría dudado en tachar de malsana. (Sabía que los adultos, a partir de ciertos estímulos, podían transformarse en bestias desquiciadas.) Para cuando expulsaron a los falsos incendiarios, las maestras habían hurgado en cada pupitre y en cada mochila, pero no hubo una sola que pensara en espulgar los cuadernos de Pig, donde el narrador hablaba de esa y otras fechorías, con detalle bastante para enviarlo fuera de la escuela, y quizás dentro del reformatorio.

No era eso, no obstante, lo que más temía Pig que alguien pudiera descubrir en sus cuadernos, sino algo mucho menos notorio. Algo que, sin causarle tantas calamidades, lo habría sumido en una vergüenza honda y traumática. No habría querido nunca escribir sobre ese tema, de suyo incómodo, tiránico, intangible, pero ya a los diez años intuía que nadie nunca escribe lo que quiere. Que, al igual que la trama impredecible de las fechorías, la escritura acontece ante los ojos de quien la dibuja, revelando deseos más o menos extraoficiales, como la fantasía de besar teatralmente a otra niña de diez años, para envidia de un público de atónitos adultos.

El amor: qué cosa tan prohibida. No jugaba con los demás porque nadie entre los demás quería jugar con él, pero escribía cosas de amor (canciones, versos, cuentos, infracciones al código casi tan bochornosas como lo habría sido jugar a las muñecas) porque al amor no había forma de tocarlo sino así: escribiendo sobre él, encerrándose en soliloquios impensables en una escuela primaria para varones, donde todas las niñas son oficialmente detestadas, como no sea para fantasear con dealearks la pepita Y enchufárselas.

Pig escribía con una angustiante sensación de insuficiencia, sobre todo cuando lo hacia desde el desamor. Por más que se esforzaba en replicar los trucos de la ingeniosa Scherezada, sus historias no conseguían sofocar la gritería obvia del primitivismo. Así, cada escrito de amor estaba condenado a reproducir clichés de canciones de amor, casi siempre infumablemente melosos. ¿En qué clase de infierno se habría convertido su ya de por sí horrenda escuela si alguno entre todos esos extraños hubiese conseguido asomarse a sus cartas de amor? Pig se pensaba incapaz de concebir pensamientos impunes: todo lo que se le ocurría, o casi, era mal visto por Mamita, o las muchachas, o la maestra, o los compañeros. Pig escribía historias y en ellas anotaba todo lo que ante nadie podía decir. Para los otros, su cuaderno era el símbolo de la soledad y el tedio; para él, era como cargar dinamita en la mochila.

Otros hacían equipos, disputaban trofeos, se colgaban medallas. Pig hacia eso y más, pero siempre dentro de esas historias cojas, deformes o patizambas donde los principios parecían finales, y los finales casi nunca llegaban. De manera que cada historia era un fracaso asegurado, pero en tanto duraba-esto es, a lo ancho de las horas, días o semanas que le bailaba en la cabeza- era más divertida que todos los trofeos concebibles. Era como robar, sólo que sin testigos, ni castigos, ni limites. Era ser cada día un embustero artificioso, y a veces hasta un asesino sin cadáver ni cuerpo del delito, cuyas únicas huellas resultaban apenas menos que ilegibles: hojas y hojas de una caligrafía tan pudibunda que se empeñaba en no decir lo que decía. Escribir para nadie y para nada: fue así como aprendió a hacerse invisible.

Hay un desprendimiento liberador en el acto de romper las hojas que uno ha escrito, acaso por haber notado en ellas la desnudez obscena de un par de sentimientos. Existe una soberbia mojigata remojada en pudores melancólicos detrás de la sospecha de que cuanto escribimos hace pocas semanas nos hace ver como unos cursis infumables: pornógrafos del sentimiento. Y la idea es en tal medida insoportable que esa sola vergüenza engendra cualquier día al narrador despiadado, súbitamente experto en demoliciones. Al llegar a esa etapa, ya con los pies bien puestos en una adolescencia trémula y rabiosa, Pig descubrió que le quedaba un mundo por demoler, y se dio a la tarea con el celo propio de un sepulturero de la propia vergüenza. O mejor todavía, de sí mismo.

No quería hacerse una carrera de escritor, ni algún día dictar conferencias. No quería otra cosa que acelerar en un contrasentido furioso y estridente, mientras iba a la escuela como cualquiera y planeaba estudiar una carrera útil. Pero había algo adentro. Un virus, un circuito interrumpido, una rara incompatibilidad con todo lo evidentemente útil, que le llevaba a boicotear cualquier iniciativa en esa dirección, aún con mayor energía y eficiencia de las que empleaba en demoler sus escritos.

A los dieciséis descubrió el Detector de Faulkner, y a partir de ese punto se empleó a fondo en desarrollar su mecanismo, hasta un día privilegiarlo por sobre el raciocinio y la imaginación. El talento y el genio, si existían, tenían que gobernar las agujas brinconas del Detector de FauIkner, fuente de toda inspiración legitima. Lo había dicho el mismo William Faulkner durante una entrevista: para escribir, es preciso poseer un detector de mierda, innato y aprueba de golpes. Pig no sabía si su detector era innato, pero se había encargado de endurecerlo hasta alcanzar con él un éxito dudoso: el de no estar jamás dentro de esas historias que seguía despedazando sin piedad ni propósito. 0 tal vez con el solo propósito de llegar a ser lo suficientemente duro para escribir alguna cosa de la que luego no se avergonzara hasta los huesos. Ya no una historia larga, ni corta, ni en episodios, sino cualquier escrito que le permitiera el lujo de medirse en una cancha reglamentaria -periódicos, revistas, lo que fuera--. Una reseña, una opinión, una idea preferentemente demoledora, de esas que se conciben para ahorrarse el engorro de tomar prisioneros. Todavía no había publicado una palabra -tenía dieciocho años, representaba quince, quién iba a tomarlo en serio- cuando ya sabía lo importante: no iba a dejar un solo títere con cabeza. Pasaría a cuchillo todo aquello que reseñara, desde el principio se haría fama de implacable.

No es difícil ser implacable cuando se ha crecido entre toda suerte de mimos y licencias. Pues con frecuencia el gusto del mimado consiste en rechazar sus privilegios: tirar cuanto recibe por la borda. Entre mejor le parecía alguna línea, más le satisfacía tachonarla. Pig no se daba cuenta, pero estaba avanzando hacia el extremo equivocado del lápiz, al punto de encontrar mayor placer borrando que escribiendo. Más que un método de trabajo -escribir no era todavía propiamente un trabajo- tres años de perder el tiempo en la Universidad le dieron todas las facilidades para demoler, barrer, borrar la historia entera de la literatura, Faulkner incluido. Una vez atascado su mecanismo, el Detector de Faulkner se convertía en un patíbulo portátil. Pig no subía a los hombros de los gigantes para ver más lejos, sino para intentar dinamitarlos: la clase de actitud pedante y pendenciera que distingue a los implacables de los obedientes. Sólo que Pig, a diferencia de tantos y tantos implacables, no quería ser notorio. Había un contrasentido sarcástico entre su vocación de anacoreta y el nombre de su carrera: Licenciado en Comunicación. ¿Qué comunica quien disfruta escribiendo con la goma, como no sea una oscura vocación de incomunicador? ¿No era cierto que en el origen mismo de su misión demoledora se agazapaba, dormida aunque triunfante, la vergüenza? Si el Detector amp; Faulkner funcionara como debe, razonó Pig un día, tendría que llevarse a la vergüenza: esa mierda mayúscula.

No puede recordar en qué momento se hizo alérgico al ridículo. En todo caso a la vergüenza la recuerda desde siempre. Antes, mucho antes de tener que inventar que sus padres vivían en Europa. Años antes, incluso, de convertirse en huérfano, cuando Mamita no era más que su abuela y no había ni escuela y el mundo era Mamá y Papá y las muchachas. Recuerda a la vergüenza como una picazón en el semblante, un calor desmedido que con toda seguridad le deformaba por completo la simpatía cada vez que una vieja gorda y halitosa venía a preguntarle: «¿Me regalas tus ojos?». O las mañanas largas con Mamá o con Mamita en el salón de belleza: se escondía en un rincón, debajo de una mesa, donde nadie lo viera. Especialmente si traía pantalones cortos, que eran los preferidos de Mamita, cuyos hermanos, decía, los habían llevado hasta los quince. ¿Nueve años más de pantalones cortos? Esa sola vergüenza colmaba la tragedia de ser huérfano.

Lo que Pig no sabía a los seis años -recién muertos Papá y Mamá, con Mamita elevada al rango de madre, pero aún investida como abuela- era que en adelante la manipularía a placer, y que aquella orfandad le daría privilegios que ni como hijo único había concebido. Excepto uno: la vergüenza de ser huérfano. Estúpida, tal vez. Irracional, también. Pero Pig no podía evitar considerarla una mutilación. ¿Cómo podía ser que a él, que lo tenía todo, le faltaran dos padres en su sitio? No podía pasar, no lo aceptaba, ni siquiera sabiendo que tenía casa grande y chofer uniformado y varias cordilleras de juguetes a los que casi siempre desdeñaba para jugar a solas con cuatro canicas.

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