Incestuous and Vain, and many other last names.
DAVID BOWIE, Time
Sería una injusticia decir que no pasé por high school. El colegio era inmenso, con canchas y jardines por todas partes. Llegué como si nada, las rodillas temblando pero la sonrisota muy bien puesta. Me decía: Soy gringa, soy gringa, soy gringa, soy gringa, soy gringa, y luego corregía: Im’ american. Porque antes de que pienses que de verdad estudié en una high school, tendría que decirte que más bien fue una, ¿cómo dices?, práctica de campo. Había parado un taxi ya muy cerca del puente y el chofer se compadeció de mi. Me aconsejó primero que pasara la frontera como cosa normal. O sea haciéndome la gringa, diciendo: U. S. Citizen, y ya. Pero yo no tenía la sangre fría. 0 igual sí la tenía pero me daba miedo que me detuvieran y vieran el dinero. Y eso no iba a decírselo al taxista. Pero andaba de suerte. Me había tocado otro abuelito, aunque ya ni eso me tranquilizaba. Porque era la frontera, ¿ajá? Yo ni me imaginaba cómo estaban los trámites, las oficinas, todo. Y lo único que tenía era carita de niña buena. Podía conmover a los taxistas, pero no a un immigration officer. Claro que igual tampoco me iba a servir la miradita de no rompo un plato para quitarle a un asaltante las ganas de joderme, pero de menos él no iba a llamar al consulado, o no sé. No sabía, era eso, no sabía ni dónde estaba parada, y entonces el taxista se me queda mirando y dice: Si tuviera usted dólares, hasta yo la pasaba. Media hora después, ya estaba yo en la high school.
Me pasó por el río, como cualquier jodida. Con más de cien mil dólares en la maleta, trepada en un colchón inflable, el pollero jalándome y yo como pendeja allí, flotando. Me decía: Si quiere déjeme aquí la maleta, luego yo se la entrego del otro lado. Algo así me ofreció, y yo ni contestaba porque iba nerviosísima, imagínate. Total que me cruzo y yo me bajé abrazada a la maleta. Era de esos velices viejos horrorosos, que cualquiera los ve y jura que la dueña es una palurda. Pero con cien mil dólares, ¿ajá? Le había dado quinientos al taxista para que me ayudara. Me le solté llorando y le juré que no traía ni un centavo más. Total que la escuelita estaba cerca, hazte cuenta a dos cuadras, pero de pura tierra de nadie. Eran como las tres o cuatro de la tarde y yo con la maleta, solitita. Había un campo ancho, largo, con arbustitos en lugar de bardas. Me senté en la orillita sin saber qué hacer, diciendo: Soy un pinche ratón en tamaña ratonera. Y era cuando cerraba los ojos y pensaba: Soy gringa, ¿si?, I’m american. Pero el acento gringo nunca me ha salido. Mis erres son muy fuertes, pienso en español, tartamudeo. No es que no me divierta hablar inglés, pero me atoro. Y más cuando me siento como acosada, ¿ajá? Entonces como que entendí que no lo iba a lograr cargando la maleta, tenía que dejarla en algún lado. Pero ¿en cuál? Estaba en esa cancha, te digo, solitita. Veía a los alumnos lejos, al otro lado. De uno en uno pasaban. Y nunca me veían porque yo estaba casi casi tendida en el pasto, con la maleta todavía bien agarrada. Pensaba: ¿Por qué no me fui a Acapulco? ¿Qué carajos iba yo a hacer en una ciudad gringa, si ni siquiera me atrevía a cruzar una cancha? En eso llegó Eric y me salvó la vida.
Creo que nunca supe bien su edad, tendría dieciocho años, diecinueve. Traía un uniforme de béisbol, con todo y gorra. Salió no sé de dónde y se me plantó enfrente. Un ángel, hazte cuenta. Y yo tenía tanto miedo que le dije: Im american. Y él no me dijo nada, me siguió mirando, cómo si de repente quisiera sonreírme, pero luego sintiera el impulso de no sé, regañarme. Como si fuera mi papá, mi hermano, mi marido. Y a lo mejor por eso me dio tanta confianza. También porque sonrió, aunque fuera sin mirarme, y me dijo: Im’ Superman.
Claro que le pedí que me salvara. Estaba tan desesperada, tan miedosa, que dije: Si éste no me rescata, mañana mismo estoy de vuelta en México. O sea, con mi familia. Y al día siguiente no lo dudes: en el hospital. Sin un centavo y en el manicomio. Y encima con la fama de ladrona. Así que decidí confiar en Superman. Igual ya antes había confiado en el jardinerito, y luego en los taxistas. Porque hasta cuando sabes que no puedes confiar en nadie te topas con que tienes que confiar. Confías una, dos, diez veces, hasta que claro: llega uno y te acuchilla. Pero ese día no me traicionaron; me salvaron. Me salvó Supermán, que se llamaba Eric y tenía una moto.
Era una scooter vieja, no traía ni placas. Me pidió que esperara, juró que regresaba en un par de horas. Y yo no había visto ni la scooter. Sólo a él: alto, rubio, delgado, un gringazo bien hecho. O sea, me gustó. Y a mí me gusta un hombre y zas: se chinga todo. Claro que Eric tenía un gran defecto: era decente. O sea no decente que hablara con propiedad, o que fuera con toda su familia a misa. Decente de verdad, buen tipo, noble. Qué remedio, decía mi mamá cuando hablaba de mí. Qué remedio con esta niña, sabrá Dios lo que va a ser de ella con esa cabeza. Luego pasaron de pensar que tenía yo mala cabeza a, no sé, sospechar, o creer, o jurar que lo de verdad malo era mi espíritu. Se enojaban conmigo y me decían: Mal Alma. Pero de cualquier forma yo no tenía duda de que Eric estaba salvando a una chica buena. Pensaba: Los ladrones son ellos. O sea mis papás, que le robaban hasta a la Cruz Roja. Y la prueba era que me estaba encontrando pura gente buena. Pero Eric era tan bueno, el pobrecito, que ni siquiera me aceptó los cien dólares que quise darle para que me comprara una mochila. I got one, me decía, y se iba yendo, con unas ganas obvias de quedarse. Y volvía a decir: Im Superman!
¿Qué tiene de malo que las personas te convengan? Lo contrario es peor, ¿no? Pongamos tu caso: según tú viniste a caer en mis redes contra tu dizque sano juicio. Te llamé la atención porque creíste que yo era totalmente inconveniente. Y yo entonces todavía creía que mi amistad era perjudicial para los otros. Tampoco había tenido amigas en la escuela, excepto cuando se les ofrecía que yo hiciera algo que ellas no se atrevían a hacer. Escribir un anónimo, comprar unos marlboros, meterse hasta el salón de profesores y volver perdedizas las listas de asistencia. Para eso si era yo muy conveniente, para correr los riesgos y quedarme solita con la mala fama. ¿Sabes cómo me convencían? Me decían: Oyes, Violetta… Y a pesar de que yo pensaba: Estas coatlicues habían como sus chundas madres, igual me fascinaba que me llamaran por mi nombre. Cuando alguien te prohíbe llamarte de algún modo, lo que en realidad hace es endilgarte un fantasma. Un monstruito que se alimenta de puras prohibiciones. Por eso digo que igual yo si tuve infancia, pero Violetta no. Violetta nació linda, joven, atrevida, excesiva, millonaria, intensa. Violetta es la heroína de este cuento. Yo a Violetta la admiro tanto que estoy dispuesta a siempre ser y hacer lo que ella quiera. Y lo que siempre quiso ella y quise yo fue convertirme en ella y ser las dos nada más una. Sacarle el corazón a Rosalba y ofrendárselo a Violetta: de eso se trató el cuento. Transformar a la niña ñoña en mujer inconveniente. Aprender a buscar mi conveniencia en el mismo lugar donde los otros encontraban al amor. Ya sé que eso mismo hacen millones de hipócritas todos los días, pero no es de lo que te estoy habíando. Yo me acordaba de Iggy Pop cantando: I need some lovin’, Like a fast ball needs control y decía: Sí, eso me pasa a mí. Una niñita ñoña con no sé, vocación de mujer inconveniente, cruzando la frontera con más de cien mil dólares robados a la Cruz Roja: eso era para mí una bola rápida. Todavía a lo lejos podía ver a Eric trepándose a su scooter y pensaba: Im’ the ball, you‘re my control.
Te digo que me convenía enormidades. Y además me gustaba, y eso ya ves cómo es de conveniente. Si Eric no regresaba yo me iba a hacer chiquita y no sé, a regresarme. Como que ese truquito de habilitar al taxista como abuelo no me iba a funcionar igual del otro lado. Mientras Eric volvía yo decía: Me urge un novio. Y me lo repetía en voz bien alta: You need a búyfriend, sweetie. Nadie me lo había dicho, pero yo tenía claro que el mejor novio es el que una necesita urgentemente. Si me pusiera cínica te diría que los dólares de la Cruz Roja ya andaban por ahí buscando su ambulancia. Me moría de nervios y de repente me calmaba nomás de pensar: Superman comes back… soy Luisa Lane.
No traía reloj, ni había a quién preguntarle la hora. Pero iba a oscurecer, no debía faltar mucho, ¿ajá? Y yo no tenía idea de lo que iba a hacer si se me hacía de noche sola. Igual sin la maleta me las arreglaba, pero de cualquier forma no tenía dónde esconderla. Ni modo de enterrarla. ¿Me regresaba, me iba a la calle con todo y veliz, me ponía a buscar un taxi? Me decía: Ay, Violetta, tendrás mucho dinero pero estás bien jodida. Y ya estaba llorando, pero a moco tendido, cuando me llevé el primer susto en plan de Luisa Lane. Nunca supe de dónde me salió My Hero pero puedo decirte que llegó igual que Superman. O sea puntualísimo, cuando ya sollozaba yo como niñita pobre. Porque entonces yo pensaba que los pobres se pasaban el día, o mínimo la noche, sollozando. Por pobres, por qué más.
Checa el cuadro: la niña ñoña y chillona y muy pinche rica se topa con el caballero medieval disfrazado de gringo beisbolista. Supermans’ back, me dijo, y me abrazó, y entonces que le digo: I need some lovín’, Úke a fastball neetís control. Y que lo beso, ¿si? En la boca, sin más. Como te besé a ti ese día en la cantina. Sólo que a él no le puse la mano en ningún lado. Yo tan bestia que lo besaba así: smack, smack, smack. Supongo que así es como besaría Luisa Lane a Superman. Y no es que no estuviera yo dispuesta a hacer con Eric todo lo que el jardinerito había soñado hacer conmigo. Después de todo lo que ya había hecho, de lo único que me sentía incapaz era de regresar con mi familia. Además, para entonces mi única familia eran los internos del hospital psiquiátrico. Yo no los conocía, pero igual allá estaban esperándome. Nunca me pregunté si de verdad quería ser novia de Supermán; tenia que serlo, y que desearlo, y que lograrlo, ¿ajá?, porque no había ninguna otra salida. En los cuentos, Superman se enfrentaba a Lex Luthor para salvar a su novia, y ya de paso al mundo. Pero yo no tenía ni un chingao Lex Luthor. Yo tenía una barranca horrible detrás de mí, y adelante los labios de un caballero medieval con superpoderes. A otra su primer beso le sabe a miedo, a lujuria, a romance, a Soy la más feliz. A mi me supo como a sello en el pasaporte. Más que abrazar a Eric, me colgué de él. Pero eso no me hacía inconveniente, ni convenenciera. Yo no podía correr el riesgo de que Eric sospechara eso de mi, hasta crees. Todavía no había dejado de besarlo, smack, smack, smack, smack, y ya hasta había decidido mantenerlo.