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Descartar a Violetta, sacarla del tablero, regalarle precisamente la coartada que no lo dejaría volver a verla: ¿quién, que no fuera un ingenioso aliado de sus sepultureros, trabajaría tanto en contra de sus intereses? ¿Pueden ser ingeniosos los peleles, los incondicionales, los serviles? ¿Quién lo escribió, por cierto? ¿Kafka, Kundera, Kennedy? ¿Tiene alguna importancia, cuando se está asistiendo al propio sepelio, con tal de no dejar morir sola a…? Pig siente un estremecimiento eléctrico luego de pronunciar las dos palabras: morir sola. A diferencia de Papá y Mamá, que se habían acompañado hasta la orilla negra, Mamita había muerto sola, seguramente cierta de que su hijo-nieto no se atrevía a ver ni a un perro atropellado. Cuando cruza las puertas del panteón hacia la calle -sólo verlas abiertas le ha devuelto el aliento, cual si recién huyera del Hombre Lobo- piensa que, más que indefinible, el amor es, como la vida y la ficción, estúpido. Puesto que avanza en contra de sus intereses, camino de un final tras el cual está siempre la oscuridad, la nada, el pensamiento que es el fin de todos los pensamientos. Y detrás la traición, la mentira, la impostura de un hijo de vecino metido a Diablo de la Guarda. Un fantasma con cuernos que solloza frente al semáforo en rojo porque se ha enamorado como un imbécil y ahora asiste a la muerte del amor, con un osito rosa entre las manos de cuyo cuello cuelga una etiqueta inoportuna: $59,50. (Una vez que desaparece la primera persona del singular, nadie entre los demás entes gramaticales se preocupa por cosas tan fundamentales como quitarle el precio a su regalo. Menos aún si piensan enterrarlo, junto con todos los recuerdos que habrán de irse torciendo, emborronando, contradiciendo, hasta que ya nadie recuerde ni el color del pelo de la muerta: un castaño cenizo, medio sucio de sangre, polvoriento, hallado una mañana camino del Ajusco, impregnado en secretos que nadie sino él y ella compartían -un nosotros fugaz, vertiginoso, del que Pig no ha olvidado los besos voraces, las mordidas, los gritos, la Violetta que nunca decía Yo, acaso porque entonces era toda nosotros- aún si nunca más volvían a verse. Compartir abstracciones: he ahí el orgullo idiota del amor. Orgullo idiota: qué imbécil redundancia.)

Mis amores son breves, pero fulminantes, leyó un día en un cuento de Fonseca. Cuando, llegando ya a San Ángel, Pig finalmente se considera listo para dejarse fulminar por el cassette, invadido de un desconsuelo anticipado, el estéreo le devuelve la voz de Siouxsie Sloux: The Passenger. Adelanta la cinta, la voltea: Siouxsie. Y es entonces que dice, repite, mastica, paladeando un alivio entristecido: Violetta, o el amor. Un chiste malo, tanto que no se ríe sino que carraspea, tose, maldice, escupe porque sabe que de este lado están sólo él y su novela, y del otro no quedan sino Violetta y sus dólares. Y saberlo le duele, le aflige, le abochorna.

Violetta o el amor: Manual para peleles y otras bestias se dice, una vez más sin ganas de reírse. Y recuerda de nuevo las cintas: ni una sola vez lo había llamado Bestia, la muy utilitaria. Y The Passenger truena en las bocinas, con el poder de un cañonazo en un panteón. Y el osito sale volando por la ventanilla, rueda en el pavimento, se deshace bajo las ruedas de un camión de redilas. Y Pig lo sabe, puta madre, lo sabe: si un día quería llegar a escribir su novela, antes tenía que hacer justamente lo que hizo: matarla, desaparecerla, moverla de la escena, condenarla al olvido de los vivos. Le pesa en la conciencia saber tanto. Saberla lejos, saberse usado, saber que nadie supo lo que él sabe. (Saber: qué verbo amargo.) Y lo sabe tan bien que apenas si repara en el retrovisor, donde desde hace un rato se encienden y se apagan los fanales de un Corvette amarillo.

Tetelpan, San Ángel, diciembre de 2002

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