Nunca mandé postales. Ni una sola. Y me hubiera gustado. Había veces que salía de un hotel y me pasaba un rato en la tabaquería, mirando las postales. Eran tantos los días y tan pocas las cosas que realmente llegaban a pasarme, que sólo cuando me clavaba viendo postcards sentía completita la tristeza de no tener un solo hijo de perra en este mundo a quien mandarle una. Alguien para escribirle cualquiera de los chistes imbéciles con que mis mariditos me sacaban risas huecas y calenturas de cartón, que recibiera una postal con mi letra y mi nombre y por algún motivo no quisiera tirarla. Que la guardara en un cajón. Dentro de un libro. Debajo de un cristal, junto a mi foto. Pero no había nadie, ¿ajá? Y New York, mi New York, tampoco era como el de las postales. Seguía siendo intenso, me fascinaba de cualquier manera, ¿ajá?, pero estaba en mi contra. Era como si ese Manhattan que yo me había robado de un cuentito de hadas me estuviera haciendo pagar por ocupar un trono que no era mío. ¿Puedes imaginarte a una reina lloriqueando encuerada en el piso de la regadera, con la sangre escurriendo de las narices y el polvo envenenándole la sangre? ¿La crees capaz de hincarse y meter la cabeza en el water con tal de conseguir un gramo más? ¿Te imaginas una postal de Violetta berreando en un confesionario de San Patricio? Pues yo no. Me regreso a esos días y los veo como una película imposible: Nefastófeles encajado a huevo en mi destino, fisgando todos los detalles de mi vida, y yo como una rata, escondiendo los dólares debajo de la alfombra y media hora después con la nariz pegada encima de esa misma alfombra, desesperada por encontrar un restito de coca que me dejara volver a mi trono. Pero no te lo puedo contar del uno al diez. Ni siquiera del cinco al cinco y medio. No sé cómo pasó, no me lo explico. Voy a intentar contarte mis postales. Pon música, si quieres, pero que sea de Billie Holiday para abajo, con espinas y clavos al gusto del cliente. Tienes derecho a treintainueve azotes sin cargo extra.
POSTAL 1: Fugitiva con libro
Estoy en una mesa, sobre la banqueta. Es verano, las cuatro de la tarde, muy pocos coches. Si le piensas tantito deduces que es domingo. A media cuadra hay un semáforo, que es justo el cruce con Park Avenue. En primer plano sólo me ves a mí, el resto es más confuso. Calle medio vacía, café lleno, cine, taxis. No me veo tan mal. Traigo unos jeans de Saks, negros, superstretch, y una blusa de seda de Lord amp; Taylor, más el suéter de angora con piel que me robé de Bergdorf Goodman. Costaba como mil trescientos bucks, o sea que no mames: ni modo de pagarlos. Y si ves mis botitas, son Ferragamo. Jurarías que estoy esperando a alguien, que vamos a ir a alguna cena, un rollo así.
Encima de la mesa hay un café, una rebanada de pastel y un libro. No se ve la portada, es una de esas historias verdaderas de niñas que a los trece años se hacen putitas o borrachas o drogadictas o en fin, me gustaba leer esos libritos. Me hacían sentir que yo era un personaje interesante, al que le sucedían ondas todavía más interesantes.
O sea un personaje de verdad, no todas esas cosas que Nefastófeles decía que yo era. Estúpido de mierda. ¿Sabes para qué sirve el libro de la foto? De rato en rato lo abro sobre la mesa y me agacho a leerlo de cerquita, para que nadie vea que me estoy dando un pase. Pero en la foto el libro está cerrado, y eso puede significar dos cosas: que ya me metí el jalón, 0 que me lo voy a meter. Puedes adivinarlo por mis ojos: si estuviera mirando hacia la cámara, pensarías que me anda por ponerme, pero los tengo fijos en nada, en ningún lado. Inmóviles, más bien. ¿Sabes por qué no quiero mirar de frente a nadie? Porque estoy escondida, traigo la paranoia y no quiero pensar. Nefastófeles lleva desde ayer buscándome, tengo toda su coca, vacié el departamento. Pa que mejor me entiendas: no sé ni dónde voy a dormir en la noche. Estoy muy quietecita, me lo imagino parado en la puerta del depto vacío, con unas ganas locas de freírme a bofetadas. Nowyou see me, pendejo, nowyou dont.
Tendría que aceptarlo: Violetta no se puede mover porque está trabadita. Pero si no lo acepto es porque creo que lo que me tiene engarrotada no es la cois, sino una como catatonia que me agarró desde que me salí del depto: el viernes en la noche, sin avisarle a nadie. O sea que estoy sentada en la mesa del café con la vista perdida, la cabeza nublada y el pánico durmiendo porque ¿de qué me sirve estarme imaginando lo que puede pasar si Nefastófeles me pinche encuentra, ajá?
La pobre chica dejó sus pertenencias encargadas en un changarro inmundo de Grand Central Station, y por ahora todo su capital está dentro del libro: poco menos de veinte gramos nuevecitos. Lo acabé de leer desde el noventa, pero seguí cargándolo hasta el noventaitrés. Me sentía muy orgullosa de haberle hecho yo misma el agujero adentro: de la página quince a la ciento veinte. Dos noches de trabajo con navajita, cartón y pegamento. O sea que si lo abría muy al principio, era para sacar la cois, pero si lo tenía despatarrado de la mitad para adelante, seguro que me iba a polvear en cualquier momentito. Si me pusiera cursi te diría que ese libro era mi único amigo. Sólo que yo no tengo amigos, tengo cómplices.
POSTAL 2: Fugitiva esperando a que llueva
Estoy tendida sobre el pasto, mirando a los patinadores en el Central Park, con una cocacola en la mano y mi libro en la otra. No te engañes: me está llevando el diablo. Desde que conocí a Nefastófeles dejé de patinar. Y ahora tampoco lo hago porque pienso: Las pinches vagabundas no patinan. Esos ojos de ensoñación, ese relajamiento como de hueva exquisita, la sonrisita tiesa de retrasada mental… en mí esas cosas significan bancarrota. Quiebra total, ¿ajá?, futuro enmarañado, visión cero.
Debo haberme escapado por ahí de junio, julio del noventaidós. Faltaba poco más de una semana para que fuera agosto y yo me fui a tirar al parque, ya más jodida que desesperada. Triste, pues, pero a gusto. Vivía en un pinche hotelito de New Jersey. Veinte bucks a Manhattan y otros veinte de vuelta, sólo que sin tener que olerle el hocico a Nefastófeles. La bronca era que no podía trabajar en los mismos hoteles, tenía que irme a otros más rascuaches, o más pinche lejanos. Donde no me buscara el Nefas, ¿ajá? Y no ganaba igual, no era lo mismo. Pagaba ochenta diarios por el cuarto, más los taxis, más los cincuenta o cien que me metía por la nariz. Más comida, más ropa; ni con trescientos diarios la llegaba a armar. Y en mis mejores días armaba setecientos, pero en los malos no llegaba ni a cien.
En una de ésas miro a los patinadores y digo: Chin, tendría que aventarme a regresar a Vegas. Pero fíjate bien: no son los ojos de nadie que se vaya a atrever a nada. Una puede pasarse la vida esperando a que llueva. Deseando cosas de otros, mirando a los demás cómo patinan, corriendo tras la droga que acabe de matarte. Yo no sirvo para suicida, me gana la curiosidad. Siempre quiero vivir el día siguiente, si es posible desde hoy. Y se me nota a leguas, chécalo en la postal. Esa mirada dizque soñadora pertenece a una raza de ratón que sólo quiere queso cuando lo ve guardado en una ratonera. Y ni hablemos del pan envenenado, que es la parte más rica de mi dieta. Si la ves con cuidado, la postal no te engaña: me encanta envenenarme, aunque me esté muriendo.
POSTAL 3: ¿Estás ahí, Santa Claus?
No sé por qué, pero la Navidad y yo nunca salimos juntas en la misma foto. En ésta, por ejemplo, me ves parada enfrente de un aparador de Saks, pero lo que estoy viendo no sale en la fotografía. O sea el reflejo del Santa Claus que está detrás de mí. Exactamente donde me encontró Nefastófeles. Claro que ya pasaron tres meses desde entonces, ¿ajá?, o sea que solamente me estoy acordando, y el Santa Claus me da como tristeza. También me desespera, porque siento las ganas de trepármele en las piernas y suplicarle que me traiga por favor otra vida. Que me borre el pasado. Que me regrese a agosto y me diga: ¡Cuidado, princesita, ahí viene el Nefas!
Y en fin, que ahí me había encontrado, afuerita de Saks. Vio en el periódico que había una venta especial y fue a pararse a un lado de la entrada, como buitre, hasta que vio caer del cielo a La Predecible Violetta. Cuando escuché su voz me quise hacer pipi. Dije: Me va a medio matar a medía calle este carbón. Pero sonrió, ¿creerás? Te digo que ese güey sabe cómo manipularte con premios y castigos. Toma, perra, aunque no te lo merezcas. O sea que me salvé de gritos, madrazos y gargajos, pero igual me cobró cada gramo que le robé. Me los puso en mi cuenta, pues. Además, me tenía apañadísima: sabía cuánta ropa, cuántos zapatos, cuántas medias, cuántas malditas toallas sanitarias tenía, ¿ajá? Cualquier vestido, cualquier blusa, hasta unos pinches tenis me los iba a encontrar entre mis cosas. Ya una vez me había desgarrado un suéter y una falda sólo porque me los había comprado a escondidas. Era capaz de desarmar entera una televisión si le latía que yo estaba escondiéndole algo. ¿Qué tanto le estás mirando a ese refrigerador, limosnerita ladina? y se iba en chinga por las pinzas y el desarmador. ¿Cómo le haces para engañar a un güey que te quitó enterita tu vida privada?
Vivíamos en una mierda de departamento, por la 78 y Broadway. Estoy casi segura que se lo prestaban, pero de todos modos yo le daba lo de la renta: dos mil al mes, más todos nuestros gastos. Nuestros, qué asco. Nefastófeles se había metido en mi vida con el cuento de que iba a arreglar mis problemas, y al final arregló todos los suyos. Tenía depto, comida, mujer, dólares. Una ganga, te digo. De repente subía dizque muy preocupado: ¿Sabes qué? Ahí abajo te están buscando unos agentes de Immigration. ¿Qué les digo? Puta madre, yo sentía las piernas como de chicle. Según él, los tenía sobornados. Y claro, yo tenía que sobornarlo a él, ¿ajá? Toda la coca que nos metíamos se pagaba de sobra con la que yo vendía, y el resto de los gastos salía de mis habilidades maritales. ¿Sabes cómo le hacía para comprarme ropa y pinturas y perfumes? Tenía que sacar del dinero que me iba clavando, pero igual no podía comprar nada sin permiso del Nefas. Y él jamás me creía que eran regalos. Decía: A las pirujas se les compra con lana, no con pendejaditas. Era siempre la misma escena: le pedía el permiso, me preguntaba con qué dinero, le enseñaba el dinero, me llovían bofetadas, lo aguantaba gritándome de putita ratera para arriba y al final me decía: Ok, cómprate tus mierdas esas. Magnánimo, el cabrón.