En la foto de la postal acabo de salir de una chamba en el Plaza: le saqué cuatrocientos a un argentino y le robé tres mil en cheques de viajero, mismos que ya cambié con éxito rotundo. Digo, una se supera. O sea que estoy triste, pero contenta. De pronto el Santa Claus me da una idea revolucionaría: ¿qué tal un regalito para la niña Víoletta? Y zas.- que me emociono. ¿Qué podía comprar en Saks que fuera más o menos fácil de ocultar? No se me ocurrió nada, así que me seguí caminando por la Quinta, hasta que cuando menos lo esperaba: Bingo-bíngo-bingo. Puta madre, se me hizo agua la hormona. Ya sé que con tres mil pránganas dólares no haces el gran milagro en Tiffany, y en este caso me faltaban nada más dieciocho. 0 más bien trece, ya contando los cinco que tenía escondidos en el tubo del toallero. Un dineral, ¿ajá? Sobre todo si lo conviertes en salarios mínimos, que es lo que hacen los pránganas para poder imaginarse las fortunas. Por eso dije: Que se chinguen los jodidos, yo quiero ese reloj.
POSTAL 4: Una indiscreta comezón en la muñeca
Todos los días iba a Tiffany a verlo. Una vez hasta me sacaron porque a huevo quería tomarle una polaroid. Me acuerdo que el policía me empujó hasta la calle y me advirtió: No puedes traspasar la puerta de Tiffany. Cuatro días después ya estaba yo de vuelta, con la lana completa. Entré, pagué el reloj, me lo puse, salí y se lo embarré en la jeta al policía, para que le quedara claro que el único que nunca iba a pasar de esa puerta era él. Por eso en la postal me ves con la muñeca izquierda encimada en la ceja derecha: lo que quiero es que salga el reloj en la foto. Un Bulgari con brillantitos sueltos en la carátula, no apto para voluntarias de la Cruz Roja.
Más de un año lo tuve escondido dentro de un casillero, en un boliche cerca del Madison. Iba, jugaba sola media hora y muy discretamente guardaba el relojito en mis zapatos. Los metía con todo y bola en el casillero y me salía a la calle tan tranquila, como seguramente salía mi mamá del banco luego de haber cambiado sus pesos por dólares: sabiendo que era rica pero causando lástimas. Yo porque finalmente venía de putear, y mi mamá porque traía el dinero de la Cruz Roja escondido en ingenuas bolsas del mandado. Genes ladrones y mediocres, pero también: eran los que me estaban sacando del hoyo.
Antes de ese reloj yo no pensaba más que en pasonearme; gracias a él volví a pensar en mí o no sé, tuve ilusiones. Cada vez que iba a Tiffany decía: Diosito, ayúdame. ¿Te conté que lloraba como loca cuando me confesaba? Y eso que no decía ni la mitad de mis pecados. Más bien los iba confesando en abonitos. Which means. El del reloj lo confesé cuando ya lo tenía en mi muñequita. No es que fuera pecado comprarme un reloj, sólo que casi todo me lo había robado. Rateras’ time, ¿ajá?
En la foto me ves recostadita en una súper cama, con el velo de novia encima. El que la hace de novio es un maridito que me llamaba siempre que llegaba a New York. Tenía esposa, hijos, toda la función, pero viajaba solo, cargando con mi traje de novia. Todas las noches que él se quedara en la ciudad, yo tenía que estar vestida así. Velo, crinolina, ligas, zapatos, everything. Hasta que un día le dio por regalármelo. Tenía que seguir usándolo con él, pero también tenía otras ideas. ¿Tú crees que no iba a haber más cojos del mismo pie? A los hombres les puede enloquecer que una haga cosas de ésas, no hay ni que preguntarles. Es como si le dices a un niño: ¿Qué prefieres, helado de vainilla o sopa de verduras?
Luego venían las polaroids. Nos tomábamos unas indecentísimas, y entonces yo decía: Chin, tengo que recobrarlas. Ése era mi pretexto, ¿ajá? Me hacía la dormida en la mañana y esperaba a que se metiera a bañar el incauto. Un segundo después pegaba el brinco, me vestía y echaba a andar las uñas. Para cuando salía el ruco de la regadera, yo ya andaba en la calle con las fotos. Más el reloj, la cartera, a veces hasta la computadora. Y sí, era yo una traidora inmunda, pero mejor traidora que traicionada. ¿Cuántas esposas se divorcian y dejan al marido en la calle? Yo agarraba unos billetes, un reloj, cualquier cosa y me largaba.
Sin abogados, sin pensión alimenticia, sin luego andar contando de sus pinches miserias en la cama. ¿Ratera? ¿Cuál ratera? Yo estaba reclamando mis derechos de esposita, y con la polaroid me aseguraba de que el ex maridito no me iba a desconocer. La coartada está lista, señorita Schmidt. Queda usted para siempre fuera de esta historia. Además, los hacía hablar muchísimo. No sabes luego todo lo que me contaban: los defectos más íntimos de sus viejas, los trinquetes que hacían en el trabajo, los hijos que tenían no sé dónde. Por eso hasta sin fotos me iba tranquila. Aparte, si algo sobra en New York son los hoteles. Das un madrazo en uno, lo dejas descansar un tiempo y luego vuelves triunfalmente. El chiste es nunca desfalcar al hotel, sólo a los huéspedes. De hecho, sólo los huéspedes que ha visto una sin ropa. Por los demás Violetta no responde.
Ya era mayor de edad, pero si se ponían necios les decía: Ok, me falta un mes para cumplirlos. Y tú no te imaginas la jeta que planta un abuelito cuando su concubina le insinúa que es menor de edad. Concubina: qué asco de palabra. Puta es mucho más práctica y se oye menos fea. Según decía Nefastófeles, podían levantarme no sé cuántos cargos por andar concubineando. Y lo decía muy serio el pendejete, como si él no tuviera ni que ver. Si un día me llegaba a agarrar la policía, más iban a tardar en tomarme las huellas que en detenerlo a él: my motherfuckín’pimp. Además, yo podía probar que él había abusado de mí siendo menor de edad. A veces pienso que a propósito armaba mi película, pero luego me acuerdo de lo que hacía a diario y bueno: mi vida era una puta película. Cometía delitos todo el día, estatales, federales y domésticos. Por más que me tranquilizara pensando que lo mío era a nivel cucaracha, me quedaba clarísimo que en estos casos, y es más, en todos los casos, las cucarachas son a las primeras que aplastan.
POSTAL 6: Waitíngfor my man
Lexington y la 125, Violetta elegantísima en el taxi, con la cabeza casi afuera de la ventana. Lo reconozco: no se me da la discreción. La hipocresía, tal vez, pero no sé pasar inadvertida. Lo detesto, más bien. Sobre todo en este momento tan difícil: mi comprador no llega, traigo un par de trofeos de guerra en el taxi, necesito darme un jalón y no traigo ni los diez dólares que ya marcó el taxímetro. O sea que no me puedo bajar del taxi, necesito que llegue Marcus, que es el que va a sacarme del problema.
Las cuatro de la tarde y yo con las manitas temblando porque si el pinche Marcus no llega voy a acabar tirándome a un dealer de la Séptima para que me aliviane. My God, qué vieja tan adicta. O tan puta, ahí escógele. No tengo ni veinte años y parezco de treinta, por más que las gafitas me tapen los huecotes debajo de los ojos. Si te preguntas mientras tanto dónde anda Nefastófeles, yo pregunto lo mismo: hace tres días que no llega al departamento y ya no tengo nada de cois. Entonces te decía que estoy que me muero en la maldita esquina.
¿Nunca escuchaste Waitingfor My Man? Era la preferida de Marcus. De hecho por eso citaba a todos sus clientes ahí: Up to Lexington and one-two-five. No era ningún encanto, ese Marcus. Pelos tiesos de mugroso rasta, jeta de negro sin amigos, los ojos viendo siempre hacia otra parte, como si todo el tiempo te estuviera diciendo: No vales un carajo para mí. Nefastófeles era todo lo contrario: sonrisota, abrazote, palabras empalagosas. Luego la mierda, claro. Por eso prefería a Marcus. Vale más un ojete que te mira feo que otro que te hace fiestas para después joderte ya en confianza. Por mi, le habría propuesto a Marcus trabajar con él. Cómo estaría de harta que ya me parecía buena idea irme a vivir a Harlem. Tenía que escaparme, ¿ajá?, estaba lista para irme con quien fuera.
Marcus llegó dos horas tarde, cuando yo ya debía un dineral del puro taxi. No sabía por qué las cosas me salían mal, llevaba fácil cuatro meses de bajada. Marzo de 1993. ¿0 abril? Vivía con la sensación de que mi cochecito se iba a estrellar en la próxima esquina. Era una paranoia con cara de presentimiento, como que algo terrible se acercaba a mí. Una bala de plata con mi nombre. Una factura repleta de ceros que New York me tenía preparada. Soñaba que venía el alcalde y me decía: Tus impuestos, Violetta. Ya no sentía la confianza de antes, cuando abría mi libro a medio lobby. Y esto de andar cazando mariditos es cosa de paciencia. Puede que el próximo llegue en cinco minutos, puede que en cinco días no caiga ni uno solo.
De todos modos hay que estar segura, no dudar ni un instante de lo que vas a hacer. Cuando te agarra el miedo no te mueves igual. Yo me ponía tensa, vigilaba de más a los empleados, enseñaba mi juego. Y así no salen bien las cosas. Hay que estar relajada, y al mismo tiempo con la cara bien dura. Saber que pase lo que pase no te vas a quebrar. Me acuerdo de ese taxi porque adentro de plano toqué fondo. Tenía que planear algún operativo, armar alguna trampa, escaparme de ahí, salir de lo más hondo. Lo peor era sufrir porque el Nefas no estaba, cuando tenía que estar celebrando. Necesitaba darme un pase, y me odiaba por eso. No podía pasarme los siguientes diez años pagándole los vicios a ese hijo de mala madre. No me podía quedar muerta en la calle, ni en la cárcel, ni en un cuarto de pinche motel. No me quería morir, eso era lo que yo pensaba dentro de ese taxi. Ayúdame, Diosito, soy un asco de vieja pero no quiero morirme. Y luego un Padre Nuestro con los ojos cerrados. Siempre apretaba fuerte los párpados cuando rezaba, para ver si se hacía mientras el milagrito. Digamos que en la foto los acabo de abrir, pero por más que busco no hay milagros. Y necesito uno bien grande, cualquiera lo nota. Sáquenme de este taxi. Sáquenme de esta foto. Sáquenme de New York, en caridad amp; La Chingada. No quería ir a ningún lado, no quería quedarme ahí. De regreso en el taxi me hice la primera pregunta sana del noventaitrés: ¿Adónde iría si tuviera lana?
POSTAL 7: Chica con platos rotos
No todo era tan malo. Había días en que me reía mucho, como el de la foto. Jurarías que estoy en medio de un desastre, pero fíjate dónde tengo las dos manos. Encima de la boca, ¿ajá? Estoy yo en una mesa vacía, tapándome los labios, la barba y la nariz; sólo me ves los ojos y parte de las mejillas. Traigo como dos mil, dos mil quinientos dólares encima, sin contar el reloj, y se me ocurre que nomás por eso puedo hacer lo que quiera. ¿Entiendes por qué el piso del restorán está todo sembrado de comida y tenedores y platos y copas rotas? Aja, yo los tiré. Hasta mi trago de más de cien dólares fue a dar al piso. Y el cuentón lo pagó mi maridito, que era un nacote mexicano de lo más chistoso. De esos a los que todo les vale madres, ¿ajá? Pedía copas de Luis Trece y las vaciaba en vasos de cocacola. El mesero se nos quedaba viendo yo no sé si con lástima o con asco, pero a mí me empezó a agarrar la risa, y de repente que me dice el mexicano: Te doy cinco mil Mares si me demuestras que no te importa el dinero. Claro que una idiotez como ésa nadie puede demostrarla, pero hacer algo así en un restorán donde el platillo más barato no baja de cien dólares tenía que probar alguna cosa. Y el güey muerto de la vergüenza, ya ves que luego al naco le sale el complejote y le da por pedir perdón de todo. Pero aunque no me creas le saqué los cinco mil. Estaba cargadísimo, tenía no sé qué negocio con camiones foráneos, cosa así. Un gordo prieto con cara de carnicero y miles de virtudes verdes por delante. Mi Rey, ¿ajá? Pero a los recesitos les gusta que hagas desfiguros, más todavía si son tlahuicas. Imagínate lo que no le sacas a un cabrón sirvienta, al primer cerdo que te acaba de ver en el Screw? Y al segundo, y al sexto, y al cuadragésimo segundo, ¿ajá? Tú no puedes imaginarte las porquerías que hacen esos güeyes. Aparte de que pujan y resoplan y dicen en tu oído las vulgaridades más fétidas del universo, puterías incluidas, lo que realmente andan buscando es desquitarse. No valen cinco nickeIs, son unos pendejazos, pero tú dime cómo se hace para pendejear a un marrano sudado que te está penetrando. Perdón por ser tan guarra, tú no tendrías que oírme hablar así, pero ya ves que al biógrafo le cuenta una más cosas que al sacerdote. Así tendría que ser, ¿ajá? Tú firmaste el contrato de Diablo Guardián. Apechuga y aguántate, que a ti de todos modos no te va a coger nadie.