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Rento par de metáforas con poco uso

¿Cuál es la diferencia entre «enorme» e «inmenso»? Los ojos de Violetta podían no ser enormes, y ello le parecía tan fácil de certificar, tan evidente incluso, como esa asimetría un poco divertida y un mucho incontrolable que gobernaba su manera de mirar. ¿O mirarle? ¿Miraría Violetta de ese modo a todo el mundo? ¿Y por qué habría de mirarlos de otra forma? O sería tal vez que todo el mundo no sabía encontrar esas pendientes, ni asomarse hasta el fondo sin fondo de esos ojos que suplicaban: Sálvame. Por eso Pig pensaba -con esa propensión que tienen los que dudan en guarecerse de la tempestad de pensamientos bajo las cálidas enaguas de una idea fija- que en los ojos de Violetta cabían todas las enormidades posibles. Por eso eran inmensos.

Pero Paul insistía: los ojos son enormes, nunca inmensos. Es preciso que los consumidores se imaginen los ojos de sorpresa, que vean en ellos el rictus del asombro ante el producto. Puesto que lo que importa es el producto, no los ojos. Si uno vendiera lentes de contacto ok, los ojos son inmensos, y hasta su dueña es inmensamente feliz. ¿Por qué? Porque con esos ojos puede contemplar la inmensidad, el infinito, el cosmos. Pero esto es un collar, no un telescopio. ¿Cómo vas a venderles un collar hablándoles de un par de ojos inmensos?

CABEZA: No lo hice por ella…

BALAZO:… sólo por sus ojos.

TEXTO: Esa noche, ella me esperaba con la cena. Era un día cualquiera, entre semana. Cuando me vio llegar, se acercó a darme un beso, pero se lo prohibí. Antes tenía que cerrar los ojos. Cuando al fin los abrió, el regalo resplandecía en su cuello de cisne, y en sus ojos inmensos refulgía la sorpresa cosquilleante del deseo.

.-Perdón, tengo una duda. ¿El producto que estamos anunciando es un collar o un libro de poemas? -Ferreiro era taimado como hiena: saltaba de lo oscuro, con la sonrisa fija como una carcajada contenida y la seguridad de que se abalanzaba sobre un muerto. Con la vista en el techo, Pig reprimía el cosquilleante deseo de rajarle la madre al vicepresidente ejecutivo, ya ni siquiera por echarle abajo el texto, sino por prolongar la junta nuevamente y sentenciar a todos -a él, a él- a no salir de ahí antes de las ocho, cuando ya no podría perseguir a Violetta. ¿Qué mierdas le importaba, en esas circunstancias, si los ojos de aquella materialista que recibía collares con avidez vestida de cariño eran enormes, inmensos o inconmensurables? ¿Habría pelado la muy golfa esos ojotes si en lugar de collar le hubieran regalado un tulipán? ¿Para qué entonces responderle al palurdo de Rodolfo Ferreiro y defender cualquiera de esas líneas imbéciles, al precio de quedarse sin verla hasta mañana?

.-La poesía es prima hermana de las joyas -respondió Pig, de pronto decidido a no dejarse devorar como carroña por Ferreiro. No era que le importara el anuncio, ni el producto, ni el cliente. Pero esas líneas falsas e impostadas él las había escrito con Violetta en mente: su mirada asimétrica saltando, como el héroe de un videojuego, entre sus palabras. Y así ya no era el texto del anuncio, sino los ojos de Violetta quienes le exigían una defensa firme, arrogante, pedante, de modo que Ferreiro al final retrocediese, y con ello le diera de regreso el gobierno total del infinito.

.- ¿La prima pobre o la prima jipi? -se ensañó Ferreiro, y Pig vio en ese súbito sarcasmo la capitulación implícita de quien pierde el sosiego y rompe con las reglas de la cortesía ejecutiva.

La prima de la puta de tu madre, pensó Pig que sería lo mejor responder, pero se decidió por lo más conveniente:

.-La prima que te trae lo suficientemente de nalgas para que le escribas versos y le compres collares y cometas incesto, aunque tu pinche tío te ahorque.

Las carcajadas generales le anunciaron de pronto una victoria insospechada, pues a Ferreiro ya no le quedó otra que reírse. Por alguna razón, oscura y aun así luminosa, no hay como un par de nalgas -así sean las propias- para concitar la risa y la complicidad de quienes un minuto antes eran o parecían adversarios frontales. Cual si el efecto narcoléptico de las nalgas por todos inhaladas fuese más que bastante para apagar incendios, prohibir beligerancias y sumergirles en la calma opiácea que unos ojos inmensos jamás producirán. No para ellos, se decía Pig y, todavía entre risas, transigía en cambiar «inmensos» por «enormes», «se lo prohibí» por «la detuve», el primer «ojos» por «párpados», «refulgía» por «brillaba», «cisne» por «reina», «sorpresa cosquilleante» por «joya preciosa» y «deseo» por «amor».

Otro probablemente habría defendido tres o cuatro entre las palabras desplazadas, pero antes de intentarlo Pig recordó a Violetta: ¿Y si aún estaba ahí? Por otra parte, no dejaba de ser un cierto honor que los ejecutivos se empeñaran en disentir de sus ideas: ello era prueba más que suficiente de que no eran iguales, y de hecho aparecían lo bastante distintos para pelear por causas incapaces de tocarse entre si. Por más que hubiesen sido los ojos de Violetta, no el producto, el origen exacto de aquel texto, sólo una mente de verdad torcida -la suya, por ejemplo podía cometer el sacrilegio de asociarlos. ¿Y no era el sacrilegio, con el gozo pringoso de saberse terrorista de los sacramentos, el único recurso rico en dignidad ante la vejación de estar ahí, escribiendo idioteces y vendiendo collares, en lugar de ir con ella en un coche robado, con un collar robado, robándole minutos y horas y eternidades a una vida que cede, concede, alza las manos? ¿Cómo vivir así, con la vergüenza de aguantarse las ganas de encajarle a la vida una pistola en el ombligo?

Si lo pensaba bien, los ojos de la vieja buscona del anuncio no podían ser más que solamente enormes. Como los monumentos y los edificios y las cuentas bancarias: enormes, nunca inmensos. Enormes son las cacas que uno pisa y procede a maldecir; inmensa solamente la maldición de vivir entre la mierda. Y eso era exactamente lo que Pig trataba de evitar cuando salía de su solo pensamiento para entrar en aquellos que gobernaban la junta. ¿Cómo podían esos hombres circunspectos distraerse en tal forma de sus secretas obsesiones? ¿Quién podía perder la tarde, la mañana, el sueño, la cordura por dar con un slogan? En todo caso él no. Él no andaría huyendo con Violetta por la carretera, pero si estaba allí, fijo en la junta, era exclusivamente para estafarlos. Lo cual no era un orgullo, ni tampoco un triunfo, pero aun con el hedor de la derrota trepando hasta los sesos -un esclavo que finge no es menos esclavo, y a lo mejor lo es más- Pig hallaba consuelo en esa estafa. Guardar sus pensamientos, solapar su naturaleza disolvente detrás de esa careta de colaboracionista bien dispuesto, era un triunfo pequeño pero suficiente para tener claro que seguía y seguiría distinguiendo lo enorme de lo inmenso.

Seguro ya de que ojos como los de Violetta no podían caber en un anuncio, Pig terminó aceptando que él tampoco cabía en esa junta, por más que el conformista de su cuerpo persistiera en tenerlo allí atrapado, y así tomó la decisión de jamás defender su trabajo ante Ferreiro. Puesto que si de si sólo daba lo enorme -unas cuantas ideas huecas y deslumbrantes, como todos los pedos de este mundo- el verdadero sacrilegio, ése si imperdonable, habría consistido en compartir lo inmenso con semejante hiena. Un bicho comemierda que le daba palmadas en el hombro y aprovechaba para, ya en la confianza de las carcajadas, endilgarle un apodo que, entre publicistas, tenía los efectos de un estigma: Poeta.

.-El Poeta del Copy -hundía el puñal Ferreiro, ampliando la sonrisa hasta mostrar enteras las encías, con la lengua escarbando entre los dientes: en busca del fríjol perdido. Un gesto tan odioso que hasta los otros jefes, en su ausencia, en voz baja, comentaban, entre medias sonrisas y cabezas que giraban hacia uno y otro lado, como quien dice «no» al tiempo que transige. Pues por más que sus jefes compartieran con él los ascos primigenios que inspiraba o transpiraba Ferreiro, y llegado el momento dieran un paso atrás ante el golpe tenaz de su halitosis, había entre ellos y el reptil pestilente ciertas hondas y decisivas coincidencias. Mismas que no ocurrían entre Pig y sus jefes, como esa propensión a no creer que las palabras pudieran servir para mejores cosas que vender collares. (No era fácil hacer una Gran Campaña. Por más que se empeñaba en menospreciar su entorno, Pig se sentía humillado cada vez que Paul le aconsejaba o ya de plano le pedía que se fusilara un anuncio. Tenía cientos de revistas europeas, todas repletas de Grandes Campañas y listas para ser saqueadas. Le humillaba la perspectiva de tener que robarse una idea, pero las suyas tenían un defecto indeleble: demasiadas palabras. El problema de los novelistas malogrados, dijo una vez Ferreiro en una junta, es que quieren hacer su novela en cada anuncio, están enamorados de la puta equivocada.)

En las juntas, Paul opinaba poco y mal. Sus comentarios eran casi siempre derivados de otros, pero tenía una ventaja: detestaba tanto las juntas que solía llegar una hora después y salirse una hora antes. ¿Quién podía propiciar juntas de tres, cuatro horas? Ferreiro, casi siempre. Pues alargar la junta era la mejor forma de ejercer su poder sobre propios y extraños. En tres horas, Ferreiro podía arreglárselas para que un creativo saliera de ahí con diez o más órdenes de trabajo. Todas para mañana, por favor, no me digas que tu novela no te deja tiempo. ¿Me oíste bien, Poeta? No te enojes, manito, no seas acomplejado.

Lo de menos era escupirlas todas en hora y media, pero entonces Ferreiro las iba a rebotar y de seguro habría que soplarse otra junta. Pig veía los anuncios de las revistas y sentía tanta envidia como repulsión: quería inventar conceptos así de funcionales, al tiempo que execraba la idea de hacerse publicista. Una cosa es comerme la mierda que me dan, pensaba, y otra rogarles que me sirvan el segundo plato. Algo así le había dicho Violetta, y Pig lo había apuntado al instante. Decir, decirse, escucharse diciendo que le daba vergüenza hacer anuncios, cumplía una función confesional. Y luego una sonrisa de Violetta bastaría para sanar su alma.

Violetta. Solamente pensar en ese nombre podía alzar en vilo a Pig, sacarlo de la agencia, desvelarlo, desmarañarlo, librarlo del bochorno de hacer cosas tan útiles. Una campaña de publicidad: ¿había acaso trabajo más útil y más útil, más ligero y pesado, más hábil y pendejo, todo en un mismo producto? Pero tenía su encanto: Violetta. Era mucho más fácil parir cinco grandes campañas que descifrar los ojos de Violetta cuando agitaba la melena, se acariciaba despacito el hombro izquierdo y preguntaba: Wat do you want? Por qué se carcajeaba después, y por qué Pig optaba por ser tan lacayuno que, sin entender nada, se reía detrás de ella, eran cosas que no tenía tiempo para pensar. Concentrando el total de su atención en asuntos tan cosquilleantes como el cambio de Rosalba por Violetta, Pig prefería ceder a la tentación jacobina de cambiarle de nombre a todo lo visible y lo invisible. ¿Cómo podían noviembre, abril o junio seguir llamándose sólo noviembre, abril y junio cuando ya ni Rosalba era Rosalba? ¿No era cierto que después de la noche de la montaña rusa Pig sentía bochorno de sólo recordar el nombre viejo: aquel con el que todos en la agencia la llamaban, menos él? «Amar es desnudarse de los nombres», rezaba uno de sus poemas expropiados, pero aun así Pig se conformaba con cambiarlos. Uno le cambia el nombre a las personas y a las cosas porque así las convierte en sólo suyas. Alguien dentro de Pig, una minoría aplastable, habría deseado que Rosalba se llamara Rosalba y estuviera de acuerdo en hacerse su novia; el resto, esa jauría de monstruos entrañables y sedientos de abismo, no podía menos que aplaudir arreboladamente la opción. Y Violetta hablaba poco y confuso de si misma. Tenía además el hábito de echar abajo todo cuanto decía, de modo que al final no quedaba una sola frase en pie. Le lanzaba provocaciones tipo: Mañana tengo una cita de amor, pero un rato más tarde, de la nada, apostillaba: Creo que mañana preferiría verte a ti. Lo pensaba un instante, sonreía y encajaba el aguijón: ¿Tú qué preferirías? Las otras veces lo decía en el teléfono, en inglés. What would you choose?, y también, antes, al mero principio: What do you want?

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