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Las horas moribundas

CABEZA: ¡Mande usted! BALAZO: Hágala suya y hágase obedecer TEXTO: A usted que es un caballero de buen gusto, le ofrecemos un genuino símbolo de elegancia: la esclava en baño de oro de doce kilates, que le proporcionará la prestancia natural del hombre moderno. Ahora a precio especial, para el hombre que siempre controla la situación.

De acuerdo con su bitácora -una suerte de diario del exilio, saturado de cálculos y porcentajes ociosos-, la redacción del texto le había tomado un total de 12 minutos con 47 segundos. Es decir, 767 segundos. 53 palabras. Algo más de 14 segundos por palabra. Si se sumaba el tiempo total que exigían la inclusión de los precios, las modificaciones del cliente y la joda de transcribirlo a máquina mientras le conseguían una computadora, el resultado no pasaba de la media hora. Si redactaba un promedio de tres anuncios diarios, su tiempo de trabajo neto ascendía a 90 minutos: el 18,75% del tiempo que le estaban pagando. Claro que de repente lo llamaban a junta, y entonces había que realizar el verdadero sacrificio: ceder al cautiverio total de carne y seso. Pues no tenían bastante con que uno estuviese allí sentado frente a ellos, escuchando sandeces a las que no concedía la mínima importancia; era preciso, también, opinar. Dar ideas. Permanecer alerta. Esquivar los golpes. Transpirar entusiasmo. Apasionarse. Lanzar los disparates al aire como gotas de esperma impenitentes. Pero ni eso, porque quién eyacula calculando ulteriores conveniencias, quién diablos tiene tiempo en plena plenitud para, como Lerdo, robarse al vuelo las ideas ajenas (las cachaba en el aire, las escupía sin siquiera pensarlas, sonreía en espera del aplauso). Más bien aquellas brainstornís le parecían batallas sin cuartel al interior de un mismo pelotón de pedorros. Se trataba de establecer no sólo quién había lanzado el pedo más sonoro, sino cuál de ellos se internaba con más vigor en los pulmones. Cuando tal cosa sucedía pronto, la junta terminaba felizmente, y Pig podía volver a su privado a gastarse en silencio sus cientos de minutos restantes. Cuando no, más valía resignarse a soportar aquella peste densa y redundante donde las grandes ideas nunca aterrizarían, acaso porque el aguda no suele cazar moscas.

Aunque, para ser franco, la humillación iba un poco más lejos: se sentía un desecho del azar entre tantos profesionales de objetivos delineados. Había un engañoso requisito de ductilidad que Pig no conseguía cubrir, de modo que entre más se miraba forzado a negociar, menos quería enterarse de lo que estaba haciendo. Negociar: virtud de creativo, pecado de creador. Por eso ni chistaba cuando Lerdo le robaba las frases; la sola idea de recibir un crédito por aquellos rebuznos lo avergonzaba hasta la náusea. De pudor a pudor y de fastidio en fastidio, Pig descubría sus incompatibilidades orgánicas con la vida de copy, al tiempo que advertía las carencias de los jefes: casi nadie sabía lo que estaba haciendo. El mismo Jefe Máximo tenía siempre el coco en otra parte, sus opiniones eran, más que excéntricas, estólidas; sus frases, inconexas, rengas quién sabe si de puro apresuradas. Había una irrealidad guiñolesca en cada una de esas reuniones ejecutivas, donde Pig expresaba su opinión a través de bostezos largos, insobornables. Había, también, espacio para entretenerse haciendo otras cosas. Anuncios, por ejemplo, como ése de la esclava, que era puro humor negro involuntario. ¿Quién era tan ingenuo para creer que una esclava de bronce le llevaría más allá del departamento de intendencia? ¿Quién tan cerdo para cobrar por prometerlo? Había que poner la cara dura al promover una estigmata como símbolo de prestigio social, y por supuesto había que reírse al releer: el texto de la esclava pertenecía a esa categoría de escritos abyectos cuya sola factura le reserva a su autor un sitio en el Infierno.

Posiblemente lo infernal no fuese en si la junta, como esa crónica incapacidad para concentrar un mínimo de su atención en los asuntos ajenos. A veces, al principio de la reunión, escribía una lista de ideas rápidas, que luego iba dosificando, mientras se concentraba a placer en otros temas. Y si bien ello no promovía su imagen a nivel corporativo, ciertamente le daba el halo retraído del creativo: atleta de la imaginación sometido a exigencias de alto rendimiento. Alcahuete verboso de las registradoras. Fantasma sobornado por la máquina. Y eso era lo que más odiaba de las juntas, pues durante esas horas se entregaba a incubar ideas egocéntricas y destructivas, como la de jugar a verse cautivo del Planeta de los Simios: truco viejo, ensayado y perfeccionado desde la primaria, útil siempre que el mundo se negaba a cumplir su voluntad: los changos son los otros. Las juntas parecían infernales porque durante su transcurso se presentaban, alternativamente, ángeles y demonios a increparlo. ¿Debía menospreciar el medio ambiente y entregarse sin culpas a la divagación fecunda? ¿No era más práctico aprender a usar el idioma reinante, con lo fácil que parecía? Si se metía de lleno al juego, ¿los estaba comprando, o se estaba vendiendo? Pensó: Me vendo para así poder comprarlos, y concibió una larga espiral de compraventa, que con alguna suerte desembocaría en la seguridad de un retiro confortable. Escribió: Bienaventurados los pigs de hoy, porque ellos serán los lerdos del mañana. Rimó «cerdo» con «lerdo», «anuncio» con «renuncio», «idioma» con «sarcoma», se entretuvo apilando versos contra Lerdo que al cabo le dolieron más a él. Al terminar la junta, descubrió que lo detestaba no exactamente por mediocre, hipócrita y servil, sino por el mediocre hipócrita servil en que él mismo se estaba convirtiendo. Además, el muy mierda acababa de adornarse con dos de sus ideas, sin tantito pudor. Tal vez por eso no acabó de sentirse satisfecho cuando poco después, tras una leve distracción del enemigo, depositó un discreto escupitajo en su taza de café.

Cualquiera podía verlo desde afuera, por más que disfrutara de una relativa segregación. Tanto como las secretarias, cuyo trabajo es un asunto más o menos público, Pig se pasaba el día enmarcado por el cristal de dos por dos, visible como un pez en su pecera: Estrictamente prohibido dar de comer al copy. Cada vez que escuchaba la palabra privado, pensaba: privación. Puesto que la privacidad era privilegio improbable allí donde cualquiera podía verificar, con sólo ver hacia el cristal, si en efecto se hallaba trabajando. Aunque de todos modos nadie supiera en qué.

A cambio de privarse de 480 minutos del día, percibía diabólicos $ 666,66. 0 sea que sus minutos valían $1,38. A menos que contara solamente los días hábiles: entre 21 y 22 al mes. Pongamos que 21. El resultado era ligeramente halagador: $ 952,38 por día. Casi dos pesos por minuto. Pero luego sumaba los minutos que tardaba en llegar por la mañana, en irse por la tarde, y al sueldo le restaba los costos de la gasolina, el desgaste del coche, los extras. Lo importante seguía siendo, en cualquier caso, estirar, bifurcar, desmenuzar, desglosar más allá de la lógica las especulaciones aritméticas cuyo puro transcurso hacía desaparecer esos minutos. De otra forma, tendría que haber llevado desde temprano las cuentas angustiantes que apuntaba en las hojas de la agenda de escritorio cuando habían pasado las cinco de la tarde: una detrás de la otra, se sucedían las hileras de cuatro rayas pequeñitas, paralelas, verticales, cruzadas finalmente por otra horizontal. Doce grupos de rayas en total: otra hora repleta de nada.

Paladeaba un deleite díscolo en la sola sospecha de tener, contra todo pronóstico, un proyecto. Pero era una sospecha, nada más. Un olfato quizás desesperado, harto de soledad, listo para treparse en cualquier tren. Era un escalofrío recurrente, cuya irrupción intempestiva le dejaba a merced de no menos chocarreras comezones: imposible saber si realmente sentía lo que sentía, o nada más lo que quería sentir cada vez que olisqueaba la presencia de esa mirada extraña, y por ello dos veces familiar. ¿Cómo hace una mujer para insertarte en su órbita sin ni siquiera verte?, se preguntaba a veces, a la salida, luego de vigilar durante horas al único ser vivo en esa empresa que a todas luces se aburría más que él: Rosalba Rosas Valdivia.

Llegó a pensar que era una mujer hueca, cuyo temperamento inhóspito delataría la lóbrega existencia de unos monstruos vulgares y acomplejados. Pero eran pensamientos defensivos. Incubados, por cierto, en equivalentes catacumbas. Porque no había que ser un especialista para colgarle a ella, tanto o más que a él, la etiqueta de antisocial, (se sentaba por horas a perder sistemáticamente el tiempo) y parecía empeñada en demostrarlo: Mírenme, no hago nada. Recortaba revistas, se maquillaba, se desmaquillaba, se cambiaba de anteojos, sin jamás devolverle la mirada ni el saludo a nadie. ¿Era una secretaria, una ejecutiva, una simple heredera berrinchuda? ¿Quién le patrocinaba el privilegio de vacacionar en la oficina, si es que alguien ya la había molestado para comunicarle que ésa era una oficina? Pig no estaba dispuesto a preguntarlo, menos aún tratándose de un pálpito con ruedas al que insistía en llamar sospecha de proyecto: «Creo que tramo porque tramo que creo», la clase de entusiasmo transformista que permite ceder el poder a los monstruos, para luego maravillarse por sus estropicios, con la misma esmerada estupefacción de siempre. (La empleada desdeñosa a quien, gafas mediante, conoció para sí como casi-bonita, parecía guardar detrás de los anteojos no sólo una hermosura terrible y asimétrica como el más glorioso de los casi-estrabismos; también malocultaba una dosis extrema de ese afán torcido al que suele llamarse mala voluntad. 0 mala condición, o mala leche. Mas se advertía, y en eso Pig es firme, que el solo intento de quitarle ese defecto -si tan torpe misión resultaba posible- tendría que echar por tierra su ¡lógica belleza.)

Pero he aquí sus monstruos, uno a uno atraídos por la obsesión secreta, perdían cada mañana un poco de su fuerza destructiva, tanto que ni la idea de un día joder a Lerdo le parecía ya realmente atractiva. Despreciaba la perspectiva de seguir entregando sus horas a la gestación de pensamientos tan ociosos con fines tan vulgares, y experimentaba, cuando alguien tenía a bien felicitarlo por la redacción de un texto, el bochornoso impulso de salir corriendo y ya nunca volver la vista atrás. Tenía unos deseos temblorosos de que cualquier mañana lo corrieran. (Total, que le pagaran la segunda quincena y lo dejaran ir.) Trataría de divertirse, mientras tanto. Sería puntillosamente ocioso y generosamente inútil. Soportaría la miseria de saberse extranjero en el reino cerrado de una casi-bonita que ya le parecía hermosa hasta la orilla del sacrilegio, pero ni su insultante indiferencia le quitaría el placer de escribirle unas líneas orgullosamente buenas-para-nada, y lanzarlas después hasta sus meros dominios. Lo pensó una vez más: no era una mala idea. Si a esa Rosalba le quedaba algún rastro de sangre en las venas, tenía que ser sensible a los tulipanes.

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