La sombra de Mefistófeles
No quiero ni contarte del invierno maldito del noventaiuno. Tres maridos en todo febrero, todos de hit-and-run. Total: doscientos dólares. Más los mil novecientos que le birlé al tercero antes de irme. Which means.- un hotel menos en la lista. No podía enterarme si me había denunciado, aunque nadie supiera nada de mí. Bye-bye, Park Athenee. Marzo también estuvo pésimo: seis mariditos, novecientos bucks. Violetta abaratándose a velocidades supersónicas, lista para volver al robadero para poder pagarse sus polvitos mágicos. Como decía un maridito madrileño: Un polvo paga otro polvo.
Uno de los defectos de la vida entre polvos es que no deja huella. Todos los días son distintos pero iguales. Por más que te hayas empeñado en recordarlos no puedes distinguirlos, parece como si estuvieran pintados en una barda lejos. Como si tu memoria fuera no sé, astigmática. Miras colores, pero nunca detalles. Recuerdas las canciones, no las palabras. Porque todo iba rápido, mi vida se volvió un poquito ruleta: siempre estaba girando, y cuando se paraba lo único importante eran los números. Que por cierto empezaron a mejorar por ahí de mayo. En realidad yo no veía caras ni escuchaba palabras, sólo tenía tiempo para numeritos. Me había comprado una calculadora, todo el día sumaba y restaba cantidades. Pensaba, por ejemplo: Esta blusa la voy a usar en treinta enganches. Así decía: enganches. Los mariditos me pasaban por la vida como los ganchos por la ropa. Tú nunca dices: Éste es el gancho de estos pantalones. Agarras el que sea, es igual. Entonces yo pensaba: Si esta blusa me salió en ciento veinte dólares, la inversión es de cuatro por enganche. Le sumaba el vestuario completo, las comidas, el transporte, el perfume, el rimel, las sombras, y así me daba idea de lo que había que invertir en cada enganche. Sesenta, ochenta bucks. La idea era sacar diez veces la inversión. O sea, cuando menos. Pero el maldito vicio me forzaba a hacer ofertas, porque ni modo de volver a mi departamento sin las debidas provisiones, ¿ajá? Y así fue como me enseñé a reconocerlos. Me sentaba muy digna en un sillón del lobby, con el Vanity Fair abierto en cualquier parte, hasta que aparecía un tipo solo con los ojos vidriosos. ¿Te has fijado lo fácil que se entienden los borrachos? Pasa igual con los cocos: una los reconoce a treinta metros. Y no nada más eso, también puedo decirte si traen o si les falta. Yo traía casi siempre, pero me comportaba a la altura de las circunstancias. Si el tipo andaba bien surtido, lo más seguro era que la quisiera compartir. Si le veía la ansiedad en los ojos, había que echar a andar el Plan B, que al principio me funcionó como reloj. Entrábamos al cuarto del fulano, pedíamos unos drinks al room service y yo sacaba una probada de cois; el resto lo traía guardado en servilletas de Pizza Hut. Cuando el tipo pedía más, o sea inmediatamente, yo agarraba el teléfono y llamaba a Pizza Hut, dizque dando unas claves en secreto. Luego llegaba el monigote, y yo hacia como que le pagaba todo lo que me había dado aquel cabrón. Doscientos, cuatrocientos. Después ya entraba muy sonriente, con la lana en lugar seguro. Y claro, con la pizza y las servilletas en las manos, bien cargadas de cois. Ya luego al tipo le crecía lo espléndido. A un güey subido en coca no le gusta regatear. Es el rey, el patrón, el superboss. Yo compraba el gramito en setentaicinco dólares y cargaba tres, cuatro, por si se ofrecía. Ya ves que en los hoteles abunda la demanda. Todos andan buscando algo ilegal, sobre todo en New York. No importa qué tan bien se estén sintiendo, pagan para sentirse de otra forma. Entonces te decía que el Plan A era sencillo: si el tipo era vicioso y traía materia prima, me le pegaba hasta ponerlo generoso. Cuando un güey anda en coca no soporta que piensen que es un pichicato. Si le encuentras el modo, le sacas lo que quieras. Pero el Plan B era todavía mejor, porque yo hacía mi business como siempre y además le vendía de mi coca. ¿Has visto a los revendedores de boletos? Yo hacía algo muy parecido en los hoteles. Era una superscalper, vendía cada viaje a más del doble de lo que me costaba. Y como el proveedor era myfriend, todo se hacía más fácil. Nos veíamos en la Séptima, muy cerquita del Sheraton, afuera de una sex shop que siempre estaba abierta. ¿Te acuerdas de las dos películas que compré por ahí? Pues ahora ya era clienta, iba dos o tres veces por semana y esperaba al negrote de la boina: ése era mi amiguito. Al principio me despachaba sin mirarme. Sin hablarme, casi. Pero luego se fue aflojando, y a veces hasta me invitaba un cafecito. Las ventajas de ser cliente distinguido, ¿ajá? También me daba crédito, y lo bueno era que él no sabía mi nombre, ni yo el suyo. Era altísimo, delgadísimo, negrísimo y una de dos: estaba bizco o le faltaba un ojo. Nunca le pregunté, me intimidaba mucho. Pero te digo que éramos amigos, tanto que un día hasta fuimos juntos al cine. No traía mercancía, le iba a llegar más tarde, y entonces me invitó, para hacer tiempo. Luego me dijo que era su cumpleaños, y hasta me dieron ganas de abrazarlo. Supongo que ésos eran los únicos amigos que la pobre Violetta podía tener, con tantos mariditos en la agenda. No sabía su nombre pero sí la fecha de su cumpleaños. Y eso ya era una forma de ser su amiga. Veintinueve de julio. Cómo voy a olvidarlo, si dos días después se apareció en mi vida Nefastófeles.
Treintaiuno de julio del noventaiuno, miércoles, por ahí de las cuatro. Si esa tarde me hubiera quedado tranquilita polveándome en mi casa, Nefastófeles habría pasado como bala perdida y el mundo habría seguido en donde estaba. Pero me fui a chambear, y ahí la cagué. Por mediocre, aparte. Quién me mandaba ir a meterme al Hilton, que era un hotel de prangarias. Quién me decía que aquel marrano me iba a comprar un gramo, cuando menos. Nadie me dijo nada, no hubo un ángel ni un diablo que llegara a avisarme: Cuídate de este mierda, que te va a joder. Claro que yo tendría que haberme protegido. Ver sus labios de hipócrita, su nariz de traidor, sus cejas de libidinoso, sus manos regordetas de ladrón rastrero. Pero yo no buscaba más que ojos de viciosos. Una línea, por el amor de Dios, eso era lo que yo quería leer en su puerca mirada menesterosa. Hasta pensé: Con suerte y vendo tres o cuatro gramos. Más lo que levantara por concepto de maridaje, podía salir de ahí con más de setecientos. Y si a eso le sumaba lo que llevaba desde el lunes, igual llegaba al sábado con dos mil limpiecitos. Buenas noticias para Bloomingdale’s, ¿ajá? O sea que si te preguntas en qué andaba pensando la bruta de Violetta cuando cayó en las garras de Nefastófeles, la respuesta es la misma de toda la vida: en gastarse el dinero que no tenía. ¿Qué me hacía creer que un rejodido huésped del Hilton iba a tener toda esa lana lista para mí? Pregúntame la cantidad de cois que me metí al salir de mi casa. ¿Cómo atrapas a una mujer que anda en las nubes? ¿Saltas, vuelas, planeas, levitas? Nefastófeles se las arregló sin despegar un pie del piso, por eso me agarró desprevenida. Nunca confíes en nadie que se arrastre para llegar a ti.
Yo diría que salió de abajo de la mesa, como una puta jerga inoportuna. Y ni modo que con el nivelazo que traía fuera a ponerme en guardia la honorable presencia de un pinche trapeador. Como que luego se le fue mejorando el disfraz, pero en noventaiuno era una porquería y apenas lo disimulaba. Los lambiscones se esmeran como putas menopaúsicas para hacerte creer que son muy útiles. Se vuelven herramientas, aparatos, utensilios, lo que sea con tal de que los acomodes en cualquier cajón. Cuando ya están ahí, se las van arreglando para ganar posiciones. ¿Sabes como llegó? Con las pezuñas por delante. Se tropezó, aparentemente por error, y no sé cómo me rasgó la falda. Casi diría que ya estaba pidiéndome perdón desde antes de cortármela. I willbuyyouanotherouffit right away mademoiselle. I am terribly, terribly, terribly sorry. But money’s no problem, believe me, I wil pay. No me había ni agachado cuando ya estaba ese reptil en el suelo. Please, mademoiselle, decía, letmejustmakeit up to you, I can handle, mademoiselle. Mamuasel, mamuasel, pinche naco. Y yo instalada en Hollywood, sonriéndole pesado, apostando mi resto cada vez que me agachaba y le ponía el escote a media jeta. Según yo, lo llevaba a una emboscada; según él, me iba a poner su marca, como vaca. ¿Te acuerdas quién te dije que iba hasta la madre? Entonces ya podrás ir suponiendo cuál de los dos vino a tener razón. O sea que ni él cayó- en mi emboscada, ni yo pude zafarme de ir a dar a su establo. Hay tipos que son poderosos por su personalidad dominante, por su carácter fuerte. O por su simpatía, o por su lana. El único poder de Nefastófeles viene de su mediocridad: el cabrón es capaz de prescindir de cualquier cosa, con tal de que al final se haga su voluntad. Él no pensaba: Esos senos podrían alguna vez ser míos, sino: Un día esas tetas van a mantenerme. Pensaba en ordeñarme, nada más. Yo quería enseñarle mis puntos fuertes, pero él había decidido encontrarme los débiles. Y tú ya sabes que eso es facilísimo, sobre todo si tienes con qué impresionarme. Nefastófeles podía ser naquísimo, pero yo andaba lejos de ser una Milady. Parecía una mocosa caprichuda, ése era mi papel. Ya había visto dólares correr, pero igual todavía no los suficientes. Me dejaba llevar por la bisutería, era la clásica palurda que se traga los cuentos de los otros palurdos. Y además no miraba para abajo, me había vuelto como un tanque de guerra. Veía el mundo todo en un marco negro: aparte de los kilos de rubor y bilé, me embarraba las puras plastas de rimel sobre los pestañones que traía. Era como esconderte detrás de una monita de historieta. Cómo pasar de Luisa Lane a Superniña, por la doctora Violetta R. Schmidt. Lección número uno: Cuidado con los palurdos. Lección número dos: Si las pendejas volaran, no veríamos la luz del sol. Lección número tres: Chances are, you‘re one ofthem. Y claro, claro, claro, claro que yo era las dos cosas. Naca y bruta: la combinación nuclear. Además de pobre y viciosa. Oportunista urgía de darse una shineada solicita papel de hija de familia nice. Me acomodo a cualquier presupuesto. Y eso venía a ser lo peor del caso, que Violetta podía pasarse de abusiva, pero sus honorarios terminaban ajustándose a las posibilidades del cliente. Trabajo transilvano, You know. Chupas toda la sangre que puedes y te dejas chupar toda la que te piden. Nefastófeles nunca me ofreció un penny por encamarme, pero tranquilamente se botó quinientos bucks en mí. ¿Nunca has tenido esa cosquilla horrible con los lambiscones, que al mismo tiempo los desprecias y te sientes en deuda con ellos? Nefastófeles pertenece a esa pútrida categoría de bicho. Su arma es la compasión ajena. Quiere causarte lástima y pues sí: lo logra con la mano en la cintura. A Nefastófeles le das el corazón y te agarra del culo, pero al principio finge lo contrario. Y tú no te imaginas la necesidad que yo tenía de que alguien me pidiera cualquier otra cosa. De entrada, cuando menos. Mis sonrisas forzadas, mi lástima vestida de simpatía, cualquier cosa era buena luego de tantos meses de vivir persiguiendo pendejos entrampables. Y como Nefastófeles te vendía la idea del lambisconcito inofensivo, no tardé mucho en verlo como uno de esos desconocidos tan pinches perfectos que les puedes contar tu vida entera. Al fin que no vas ni a volver a verlos.