Mexicano en New York, veintinueve años, estudia un doctorado en Business Management, hijito de papá, rastrero, torpe, ñoño. Ambicioso, eso sí. No lo puede ocultar, el angelito. Muy vicioso, también. Coco y borracho, el unodos que yo siempre buscaba porque son los que más billete sueltan. Ni modo que dejara ir a semejante prospectazo. Además, yo no sé si ya te dije que mis mariditos andaban más bien por los cincuenta, sesenta años. A veces más, y mientras más mejor. Siempre he dicho que los negocios son para personas maduras. Pero eso no quitaba que en el fondo quisiera conocer a uno más de mi edad. Ya no como Eric, pero que por lo menos no llegara a treinta. 0 sea Nefastófeles, con todas las mentiras que yo le fui a creer porque traía unas inmensas ganas de escucharlas. Y él vino y me las dijo. Me tiró el cuento de que estaba solo porque era muy tímido, que en la universidad no tenía ni un amigo, que se había ido a meter al Hilton porque en el departamento se sentía muy controlado, que hacía unos días se había muerto su mamá y bueno, que se me puso tan abajo que yo dije: Perfecto, hasta que veo a uno más jodido que yo. Pero con lana, ¿ajá? Porque el muy comecaca se la pasó hablándome de lugares exóticos y caros. Luego supe que lo que hacía era comprar revistas para multimillonarios y aprenderse las pendejadas que leía, empezando por los anuncios. Lo veías salir del Plaza mirando para arriba, con el último número del Members en la mano, casi gritando: ¡Mírenme, yo no soy un muerto de hambre! Claro que si eres él lo gritas o lo gritas, si no nadie te cree. A excepción de las niñas palurditas que ya se sienten dueñas del trapecio y cualquier día se revientan el hocico por irse con la finta del naco adinerado. Adinerado, sí, tú, sobre todo iba a ser adinerado el farsante ese que me compró con pinches quinientos dólares, más no sé cuántos kilos de trompa. Los suficientes para hacerme creer que yo iba a ser la mala de la historia. La embaucadora sin escrúpulos que exprime sin piedad al muchacho decente de provincia. Porque aparte decía: Soy de Guadalajara, como si en realidad dijera: Soy inválido. No sé explicarlo bien, porque al mismo tiempo que hacía todo lo que podía para deslumbrarme, buscaba la manera de causarme lástima. Como si tener esa dizque lana fuera un pecado horrible, y sólo hubiera un modo de pedir perdón: cruzarse en el camino de tus escupitajos. Písame, ignórame, maltrátame, sobájame, que he pecado muchísimo.
Pero no, no era así. Me estoy equivocando. Nefastófeles no vendía pecados, vendía ingenuidad. Se ponía todito en mis manos, igual que un empleadillo inútil pero servicial. Mamuasel, mamuasel- hay que ser muy patético para maullar así, y encima pretender que crean que eres gente bien. Pero te digo, yo era más patética. Apenas escuché que el güey quería comprarme una falda nueva, me subí en el avión sin hacer más preguntas. Dejé que levantara mis cosas del piso, que me invitara un cafecito primero y una cena después, que me inventara todos sus cuentos chinos, que me dejara creer que era un súper junior. Total que a tres, cuatro horas del siniestro, ya tenía para una falda nueva. Además de un prospecto de maridito con madera de siervo y hasta ínfulas de novio. Lo escuchaba alelada cuando me contaba de la casa en Burdeos y el chaletito en Buenos Aires y en fin, impresionante el tipo. El tipo de canalla que cuando quiere es muy simpático, y con eso de que también era mexicano, ni por dónde escaparse. ¿Cómo iba a imaginarme que mientras yo hacía cuentas guajiras en el baño, pensando: ¡Bingo! ¡Bingo! ¡Bingo!, aquella cucaracha registraba mis cosas y checaba mi pasaporte de mentiras? Cuando le pregunté qué hacía su familia, tuvo el descaro de inventarme que era hijo de un cónsul, y después me ofreció tramitarme un pasaporte tuviera o no papeles. Eso lo repitió, y las dos veces se me quedó viendo, como si preguntara ya sabiendo la respuesta. Y yo tampoco quería hacerle creer que tenía los papeles en regla, porque ya había mordido el anzuelote y pensaba: Superman The Second is coming to town! Otro ángel de la guarda que venía a rescatarme, sólo que ahora con dinero suyo. Irresistible oferta, darling, o sea que dije: Voy a contarle mi vida. La versión expurgada, ¿ajá? Padres divorciados, niña que carga traumas, hermanos desalmados, niña que se escapa. Le conté de Eric, de Las Vegas, pero todo muy sano, versión Disney. De cualquier modo más que suficiente para que se enterara de los datos básicos. Mi nombre verdadero, mis datos en New York, más algunas mentiras, como que mi familia vivía en Bosques de las Lomas y yo había estudiado en puras escuelas del rumbo. Así dije: del rumbo, porque no me sabía ni los nombres. Cuando regresé a México me dediqué a quitarme lo naca día y noche, pero entonces me salía lo coatlicue por los poros. Sobre todo cuando tenía que hablar de México. De New York ya sabía muchísimas cosas, pero de la ciudad donde había vivido dieciséis años, nada. O sea nada que pudiera presumir. Más bien lo que sabía tenía que ocultarlo. Pura información furris, cultura de fraccionamiento suburbial, supersticiones pránganas sobre lo que supuestamente debe ser la gente bien. Cosas que hay que callarse, ¿ajá? Pero ya era muy tarde. Nefastófeles había averiguado lo suficiente para luego enseñarme lo mal que se lleva la libertad con la indiscreción.
No sé si esté muy mal, pero yo soy de las que van haciendo la cuenta de lo que les gastan. No recuerdo muy bien las cantidades, la suma eran quinientos casi exactos, contando la coquita que le puse en cien dólares. Por tratarse de tí, le decía, y pa acabarla de joder le expliqué mi truquito de la pizza. Y él soltaba unas risotadas bien desagradables, de esa risita sucia que da náuseas. Pero ya andaba tan arriba, tan contenta, que hasta sus risotadas me parecían simpáticas. Me acuerdo que pensaba: Sonríele a tu público, Violetta, que te está festeando. Qué iba yo a imaginarme de qué se estaba riendo el pocos huevos. Según esto los dos estábamos en el relax. Cero sexo, ¿me entiendes? Relax-relax. Pero el hijo de mala madre tenía la computadora funcionando. Una cosa increíble, memorizaba nombres, fechas, frases, números. Y yo sin enterarme de un demonio, despepitando mis secretos en la jeta de un desconocido para el que yo iba siendo más y más y más conocida. Ya con esa confianza le conté de cada uno de mis lugares de trabajo. Lobby por lobby, mentira por mentira, y él todo me lo celebraba a carcajadas. Con la encía de fuera y los mocos a medio atorar, que es como siempre se ha reído Nefastófeles.
No supe si salí a las doce, a las dos o a las cinco. Me acompañó a la calle, muy galante. Paró un taxi, me abrió la puerta, me besó en la mano. Y ahí fue donde me olí algo turbio, una incomodidad que me entró de repente. Tal vez porque la mano me la dejó babeada, o por la miradita puerca que me echó al despedirse, pero con todo y el estado que yo traía luego de darnos juntos los últimos jalones, supe que algo espantoso iba a pasar. No podía explicármelo, pero si ya no me fijé en la hora y me bajé en mi casa como zombie fue porque no podía dejar de pensar en su nombre. No sabía su apellido, ni sus mañas, y hasta se me hacía raro pensar en él así, con nombre. En la chamba que yo me había conseguido los nombres no servían para nada. Se confunden, se olvidan, se tergiversan solos. Es mejor inventarlos una misma: nombrecitos, apodos, varios de preferencia, pero siempre los mismos.
Honey, Cutsie, Tiger, Baby, Macho, Teddy, Bandsome, Tough One, Mr. Goodbar, My Saviour, My Hero. Que era el mejor, porque yo sólo le decía Mi Héroe al que invertía de mil para arriba. Y la idea era llamar al mismo tipo, o sea a todos, de diez, quince maneras diferentes. Así no había malentendidos, podía verlos al día siguiente o seis meses después y demostrarles la mismita familiaridad. A los hombres les gusta que una los recuerde, que los reciba de regreso en el mismo nidito, que los haga sentir at home. Ya saben que es mentira, pero igual lo disfrutan. Si a él lo hubiera tratado como a todos, nunca se habría convertido en Nefastófeles- No para mí, de menos. Pero se me ocurrió tratarlo como gente, contarle cosas ciertas, llamarlo por su nombre. Abrirles las ventanas y las puertas a los buitres. Nefastófeles era menos gente que el más patán de todos mis mariditos, y creo que te miento si te digo que nunca me di cuenta. Puede que lo haya descubierto desde el instante en que se disculpó por romperme la falda, pero ya ves que a mí los cerdos se me dan. No sé que les encuentro de atractivo, cómo me las arreglo para ponerme un filtro en el olfato, y otro en la mirada, y otro en los oídos. Como que me entra a huevo la creencia de que el cabrón ojete va a ser así con todos, pero no conmigo. Me seduce el cinismo, me atraen las canalladas, me río de las víctimas ajenas como si fueran mías. Nefastófeles no había dicho casi nada, pero sus risotadas eran como palabrotas, de pronto me hacía sentir que no era nomás yo sino también él quien engañaba a los turistas y les vendía coca de tercera y hasta de cuando en cuando los bolseaba. Era una risa lambiscona, ajá, pero igual podía confundirse con los aplausos de un niño que se entusiasma de ver a los payasos y pide que le pongan zapatotes, peluca y nariz de pelota. Nefastófeles quería estar en mi club, hacía comentarios tipo ¡Qué maravilla!, ¡Eres sensacional! ¡Deberías invitarme un día de éstos para verte en acción! Claro que son las típicas frases del mexican small talk.- ¡Qué genial! ¡Qué increíble! ¡Seguimos en contacto! ¡Te cuidas! ¡No te pierdas!, sobre todo si adentro estás pensando: Ay, qué hueva me da este pinche naco. Cosas que en el momento caen simpáticas, y parte de su gracia es que no tienen peso. No significan nada, son como golosinas pequeñitas, chamois, chochos, pasitas, de esos dulces que nunca comes de uno en uno. ¿Cómo iba a imaginarme que mientras yo flotaba en coca y me echaba sus carcajadas al oído como puños de chochos directo a la garganta, Nefastófeles invertía cada segundito en armar el contrato con el que iba a chingarme? Igual que esas historias en las que el diablo llega y dice: ¿Me llamaste? No sé si lo llamé, pero él vino corriendo contrato en mano. Y yo no tuve ya ni que firmar. Aterrizó en mi vida, eso fue todo. Un maldito demonio, o vampiro, o sanguijuela. Una lombriz intestinal que cualquier día te despierta pidiendo el desayuno. Claro que Nefastófeles nunca pide nada. No pide, espera. Tiene la paciencia de un escusado: ni habla, ni se mueve, ni reclama. Entiende que más tarde o más temprano le va a caer su mojón. Eso es lo que parece, claro, porque atrás del telón está armando maniobras asquerosas. No es un tipo paciente, al contrario. La coca te da todo, menos paciencia. Una le ve la piedra, pero no la mano. Y para entonces ya la piedra la tienes en la cara y él se te queda viendo así, como asombrado: ¿Qué te hiciste, hija mía? No sé si me entendiste: lo peor de Nefastófeles no es el tiempo que pasa fregándote el destino, sino el que tú te tardas en darte cuenta. Cuando te digo que algo en él de repente me olió mal, te estoy hablando de una pestilencia larga. Casi un año en la baba, creyendo que el maldito me estaba ayudando pero qué le iba a hacer, yo tenía una puta suerte de Mujer Serpiente. ¿Por qué está usted así, Mujer Serpiente? Por haber desobedecido y desfalcado a mis padres. Trata de no reírte, me cagaría que te hicieran gracia los chistes de ese imbécil. Me acuerdo de la cara que ponía, como de santo ecuánime. Porque ni modo que la equivocada no fuera yo, si estaba pinche loca. Él era tan correcto, tan decente, tan cool que había que ser una auténtica puta de poca fe para poner en duda su honorabilidad. Puta de poca fe.- ¿cómo ves el piropo? Nunca supe gran cosa de su puerco pasado, pero un día me contó que estudió no sé cuántos meses en el Seminario. Ahí aprendió a callarse y a insultar, seguramente. Cuando me sermoneaba para echarme la culpa de todas mis desgracias, me decía Mujer Serpiente. O sea monstruo de circo, ¿ajá? Pero cuando sacaba las uñas porque no lo obedecía, como que se ponía creativo. Puta depocafe. Bastarda malaentraña. Huérfana suburbial Mata Hari en huaraches. Raterilla sin alma. Viciosa pestilente. Busconcita silvestre. Mexicanjungle bunny. Cualquier cosa que me pusiera por debajo del piso, ¿ajá? Así como yo usaba no sé cuántas decenas de nombres para mis mariditos, él se las arreglaba para ofenderme de chingo mil maneras con una puntería de diablo cocainómano. Luego a veces pensaba: ¿Con qué cara me insulta este cabrón, si es igual de vicioso que yo? Pero igual me ganaba el arrepentimiento, porque acababa dándole la razón. Siempre que pintan a los ogros en los cuentos, los describen malísimos, geniudos, antipáticos. Pero ésos no son ogros, son pendejos. Los verdaderos ogros te quitan y te dan: un día son encantadores, generosos, hasta paternales, y otro se vuelven duros, crueles, unos hijos de La Chingada hechos a mano. Y al final te hacen falta, sientes que no la vas a armar sin ellos. Cualquier semejanza con un kilo de cois debajo de la cama es todo menos mera coincidencia.