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Ella y yo, de tú a tú

We’ll see the city’s ripped backside, we’ll see the bright and hollow sky, we’ll see the stars that shine so bright:

Stars madefor us tonight.

IGGY Pop, The Passenger

No sería la primera vez que saqueara un panteón, pero nunca es lo mismo recoger un fémur perdido entre el cascajo que apalancar la losa de una cripta en condominio: la novena de izquierda a derecha, tercer piso. En un hotel, sería la número 307, o la 207, considerando que el primer piso es el lobby. O la 107, si el hotel tiene vuelos suficientes para albergar salones de fiestas. Pero no es un hotel, ni una pensión. Es un maldito condominio a perpetuidad, donde las puertas y ventanas que engalanan la cripta de la familia Macotela resultarían superfluas, impensables. ¿Quién querría meterse a perpetuidad en ese agujero? Antes de dar el primer paso hacia la cripta, Pig calcula: bien podría escribirse una historia de horror con el solo destino de aquel osito rosa. (Yo es la primera persona, seguramente porque importa más que las otras. Pero también porque es la primera en morirse, pues cuando ellos, los vivos, todavía rezan por él, por ella, o incluso por nosotros, hace tiempo que el yo no está presente, ni es concebible, ni parece deseable. Por más que quienes lloran apelen al tú, lo cierto es que no hay yo capaz de responder. Falta un yo: he ahí la gran noticia. Somos menos nosotros que ayer, nos hemos convertido en ellos para quien hasta ayer podía decir: yo.)

¿Un cassette? Por más que Pig intenta recobrar cuando menos la flaca serenidad que hace veinte minutos lo tenía haciendo cuentas de tumbas y difuntos, la idea del cassette ha puesto en marcha las turbinas de una paranoia que lo lleva a retroceder, cerrar la puerta de la cripta, volver a atorarla. No puede equivocarse: si va a intentar una profanación, tiene que estar seguro de que va a salir bien. Justo ahora, cuando ver el entierro de los supuestos restos de Rosalba le infundía una suerte de paz melancólica, atisbar esa cinta en manos de la madre le ha devuelto las dudas que lo persiguieron desde el día de la llegada del paquete, como diablos sardónicos y vengadores. No bien había dejado de sentirse un asesino, sus monstruos lo culpaban de ser un pobre imbécil. Y todavía peor: un pobre diablo, usurpando funciones de guardián.

¿Qué pensaba Violetta? ¿Quién se creía para usarlo así? Aunque lo que realmente le molestó no fue que ella asumiera todo lo que asumía, sino que le sobrara la razón. Por más que fuera un diablo de la guarda de tercera, seguía allí, en su puesto. Si antes había perdido el sueño creyéndose culpable de su muerte mentirosa, ahora lo eludía buscando la manera de matarla de mentiras. Extreme fiction, concluyó, con algún temeroso regocijo. Lo peor era ese orgullo de siervo comedido: desde que abrió el paquete y leyó las instrucciones -simples, frías, lacónicas- no hizo menos que envanecerse ante si mismo por esa diligencia entre entusiasta y fatalista con la que se entregó a obedecerlas. Escuchó los cassettes en el coche, dando vueltas a la ciudad hasta que amaneció, y entonces se encerró en su casa, presa de una impresión de irrealidad total. No podía reconocer a Violetta, ni a Rosalba, ni a nadie en esa voz rendida a la evidencia. Menos en esa historia, que a su modo dejaba cortas las habladurías de las secretarias en la agencia, si bien no las excluía del rango de probabilidades. Pues si algo estaba claro era que Violetta podía ser capaz de cualquier cosa. Y eso, de nuevo, lo colmaba de orgullo, y de envidia, y de rencor. Nunca le había creído un angelito, pero de pronto se sentía un diablo de pastorela.

Siempre creyó que un novelista debe estar a la altura de sus historias, y desde siempre lo aquejó el temor de nunca ser lo suficientemente bravo. ¿Qué le impedía ir en ese momento a reventarle el cráneo y la madre a Ferreiro, a Paul, a los clientes que se habían sabroseado a Violetta mientras él la buscaba disfrazado de mudo? ¿Qué clase de Diablo Guardián se tira a sollozar apenas ve un paquete de ropa con pelos y sangre? ¿Alcanzaban sus trampas de niño consentido para graduarlo en artes tan astutas como las referentes a la extorsión de asesinos? Escribió y destruyó las cartas más duras y sarcásticas que atinó a redactar. Se sintió Dashiell Hammett, Rubem Fonseca, Andreu Martin, James Eltroy, y de nuevo un imbécil: el mismo que escribía del amor sin conocerlo, de cine sin comprometer genuinas opiniones, de mentiras, mas nunca de ficción. Porque uno hace ficción cuando la necesita, y hasta hoy él se había empeñado en no necesitarla. Más que joder a Paul, o al tal Nefastófeles -hijo de su reputa, se repetía, como un raro conjuro, y a menudo temblaba de los solos deseos de abofetearlo, justo antes de cortarle los cojones-, Pig tenía que borrar el rastro de Violetta: un trabajo infinitamente más sofisticado que nada más ir a castrar a Ferreiro, o tal vez lo contrario: mucho más simple. La muerte es simple, como los entierros. (En términos gramaticales, el desplazamiento de la primera persona del singular significa el inevitable encogimiento de la primera del plural. En cuanto a la segunda del singular, la mistificación es evidente: sólo conjuga así quien intenta el consuelo de tutear al difunto, o al menos a la parte de ese yo que permanece en él. Los funerales están llenos de nosotros; los entierros, de ellos: los que están sin estar, porque no tienen más un yo que pruebe su presencia.)

Había descartado, por ingenua, la posibilidad de chantajear al comandante. No quería repetir la historia del mudo, ni terminar siguiendo el camino del Ajusco. Pero tampoco podía dejarla en manos de Ferreiro: mierda infeliz, no en balde siempre lo había vomitado. Literalmente, la última vez. ¿Se merecía Violetta a Ferreiro, Ferreiro a Violetta, él a los dos? ¿Qué carajo hacía él metido en esa historia de putas, padrotes y asesinos? Lo pensó y de inmediato respondió, ya con vergüenza: En el fondo, yo soy más puta que ella, y más padrote que él. Porque en el fondo no dejaba de pensar en si mismo como el héroe de una historia que se estaba robando con descaro de pájaro carroñero, armado de un disfraz de Diablo de la Guarda que le quedaba guango por todas partes. Harto de especular, decidido a ponerse a la altura de sus cuernos, una noche Pig salió de la casa de San Ángel -sigiloso, excitado- con la ropa y los pelos en la cajuela. Sin preguntarse más, enfiló hacia Paseo del Pedregal, siguiendo la que, en su experiencia, tenía que ser la ruta de los clásicos. Media hora más tarde, los pelos y la ropa ensangrentada yacían a unos metros del borde, de la carretera al Ajusco, junto a varios billetes de quinientos pesos: una coartada con antifaz de azar, pensó, un poco disculpándose por haber conservado el collar y la pulsera. Luego volvió a la casa, llamó desde la calle a los Rosas Valdivia y con el solo aliento murmuró la noticia: el cadáver de su hija estaba en el camino del Ajusco.

La mañana siguiente despertó con miedo: algo tenía que haberle salido mal. Si se ponían realmente a investigar, iban a terminar jodiéndolos. Iban a visitarlo, seguramente, por más que no tuvieran pruebas de su relación con ella. Qué tal si las tenían, además. Y qué si, tal como hablaban de ella a sus espaldas, los empleados habían cuchicheado también sobre ellos, en su ausencia. Forzado por la falta de noticias a realizar un obsesivo trabajo de ficcionante, Pig compraba periódicos, veía los noticieros, iba y venía hasta el fraccionamiento de los Rosas Valdivia, pero nada: era como si nunca hubiera llamado. Hasta que apareció el moño negro en la puerta de la casa, como un legítimo trofeo a la mentira, y Pig se alegró tanto que tardó en advertir la presencia de Ferreiro: bajaba de su coche, vestido de negro, demasiado metido en su papel para notar la fantasmal presencia del Diablo de la Guarda. No bien aceleró y se movió de la escena, Pig experimentó un alivio incómodo. No podía saber si la muerte oficial de Rosalba -Ferreiro, en todo caso, la creía, y eso la hacía mucho más que oficial- se debía a su trabajo de asesino ficticio, a alguna oscura urgencia de discreción, o a la pura desidia de los detectives.

No podía saber nada, a menos que volviera a la agencia, o llamara a las oficinas del servicio forense, pero al día siguiente la noticia salió en un par de periódicos. Rosalba R, la llamaban. No hablaban del dinero, pero sí de la ropa y los cabellos. En uno la describían como señorita de familia acomodada, en el otro como joven y atractiva secretaria. Pero en los dos la daban por muerta, y eso dejaba en Pig sentimientos encontrados y cosquilleantes, y con ellos la sensación de ser, más que Diablo Guardián, sepulturero.

Cuando al fin se decide a salir de la cripta de la familia Macotela, bajo un atardecer ya opaco, Pig se pregunta si el panteón sigue abierto, escucha los ladridos de los perros y siente un miedo extraño: no deben andar lejos. Piensa en el Hombre Lobo, en Mamita, se imagina corriendo de su mano, seguidos por una manada de canes panteoneros. De nuevo le dan ganas de carcajearse, y se pregunta qué dirían los padres del Sapo si observaran ahora sus reacciones histéricas.

No ha olvidado los ojos de la madre del Sapo, ni el azoro porteño de las hermanas cuando vieron el fémur que traía como palanca de velocidades: se lo había robado de un cementerio como ése, aprovechando un poco la miseria de quienes no pagaron perpetuidad para su muerto.

Y se lo había tirado Mamita a la basura, semanas después. Pig cruza la avenida que separa al mausoleo de la cripta en condominio, con la llave de cruz a medias oculta y la mirada fija en la lápida. Le encantaría reírse, como tantas veces, del pavor que le tenían las tres hermanas del Sapo, pero desde que vio la cinta de Violetta no ha podido librarse de imaginarla caminando por las calles de Club de Golf México, vestida con la falda que bien podía haber pertenecido a cualquiera de ellas. Si el peronismo no da para vivir en un club de golf. Evita vivió en vano, alardeaba el papá, cuando estaba borracho. En cuclillas frente a la cripta en condominio, Pig inserta la llave de cruz entre el cemento fresco y va haciendo palanca, perseguido por las imágenes de Violetta desnuda con el comandante, luego con el cadáver del comandante, luego con la faldita gris, azul y sangre, hasta que una vez más sacude la cabeza, decidido a ya no proyectarse la escena que hasta hoy lo persigue, como si al prender fuego a la cinta del vídeo se hubiese desprendido su fantasma (la había incendiado lenta, ceremoniosamente, como cumpliendo un exorcismo ritual). Cuando la losa comienza a moverse, Pig aún se pregunta: ¿Por qué yo? (Frente a la muerte, el yo es siempre ridículo. Cuando él o ella mueren siguen siendo él y ella: el difunto, la muerta, pero el yo ya no vuelve. Ni siquiera podemos decir que se va al hoyo, porque al llegar allí el cortejo ya hay un yo de menos. Yo, que estaba en la panza de su madre. Yo, que nació pesando 4,4 kilos y midiendo setentaitrés centímetros. Yo, que fue a la escuela y estudió una carrera. Yo, que se casó y tuvo varios hijos y después muchos nietos, hasta el día en que yo se quedó tieso y ya no hubo más yo, sino él. A veces, pocas veces, tú: cuando alguien lo recuerda, lo invoca, o hasta va y pone algunas flores en su tumba. Y después, cuando además de yo se muere cada uno de ellos, ¿qué queda de aquel yo y de aquel nosotros, sino el etéreo y tenebroso ellos al que sólo un experto distinguiría de nadie?) ¿Qué hace ahí, finalmente? ¿Para qué presentarse en el maldito entierro, cuando nadie como él sabe que es una pura ficción? ¿Morbo, perfeccionismo, manta de narrador? Y ahora la inquietud, el peso de la losa, el miedo a que el cassette contenga montones de mentiras, o hasta lo más temible: que contenga verdades, y éstas desmientan todo lo que ella le contó. Con la losa en el suelo y el agujero abierto, Pig levanta la urna, la abre, la voltea: está vacía. Luego toma el cassette, se lo guarda en la bolsa y piensa en irse. No ha terminado aún de levantarse cuando escucha de nuevo los ladridos de los perros. Se agacha a recoger dos piedras, vuelve a meter la mano y toma el oso de peluche, como quien salva a un niño del Hombre Lobo. Se acuerda de volver la losa a su lugar, pero escucha más cerca los ladridos, agarra fuerte la llave de cruz y se suelta corriendo por la avenida. Cuando por fin abre la puerta del coche, salta sobre el asiento, cierra, se lleva las dos manos a la cara y descubre que está empapada en lágrimas.

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