Mírame bien: no soy Supermán. Óyeme mujer, yo soy tu Diablo Guardián. He venido hasta aquí para seguirte a ti, mi boleto de regreso hace rato lo perdí. Ya sé lo que dicen si me ven pasar: tengo cola que me pisen y no sé rezar.
Yo soy aquel que explora tu interior, soy Caín y soy Abel en tu retrovisor… ¡Mi Cielo!
Rap del Diablo Guardián, parte I (anexo a 12 tulipanes de procedencia no especificada).
Lo había citado lejos, en un bar solitario cuya mediocridad difícilmente justificaba el desplazamiento. Tres kilómetros. La explicación, pensó Pig tantas veces que a las dos horas tuvo que prohibirse el pensamiento, sólo podía estar en el sigilo autoritario con el que ella propuso el nombre del bar, de manera que sugerir una segunda opción habría parecido inconsecuente. De hecho, ni siquiera le dio el nombre. Tampoco le aclaró cómo lo supo todo: ¿tenía Pig cara de tulipán, O de Diablo Guardián? Rosalba sólo dijo que se fuera por Insurgentes, que diera vuelta en Álvaro Obregón, luego en Cuauhtémoc. Que a tres cuadras vería una puerta de madera con un letrero pequeñito, ahí era. Y a Pig le pareció que lo estaba invitando a asaltar un banco.
Rosalba solía llevar unas gafas amarillas lo suficientemente horribles para disimular el poder de sus ojos, y esa tarde se las había quitado. Tenía los ojos anchos y profundos, como esas madonas eslavas que acostumbran mirar desde un enigma en tal modo hermético que sólo previa defunción se puede entrar en él. Pig supo entonces que la sola desnudez de ese rostro asimétrico era más que bastante para convencerlo de cualquier cosa, literalmente. Ojos que viajan pronto de la humedad al fuego, montados sobre pómulos escarpados y casi desdeñosos, de modo que los labios, al extenderse, dibujaban la clase de sonrisa frente a la cual sólo un completo miserable podría decir que no. Pues sólo esa sonrisa mitigaba, hasta el extremo de borrarla por completo, la angustia provocada por los ojos hondos y voraces que parecían siempre esperar más. Ojos crepusculares, de emperatriz en el destierro, miraban dentro de los suyos con la misma fijeza que exige un telescopio. Y a veces más allá, en ese punto donde la mirada inmóvil pasa del alcance telescópico al recorrido quirúrgico, de tal forma que quien así contempla no hace sino exigir tributo y vasallaje: tienes que mirarme.
Pig recordó: le faltaban dos días para saber si se iba o se quedaba. Lo cual hasta ese día le preocupaba poco, y si bien no deseaba que lo despidieran, había sentido, mañana con mañana, una profunda, cosquilleante gana de ser rechazado ahí donde todo le parecía rechazable. Todo menos Rosalba, ahora lo descubría, y se daba a temer como cosa inminente el veredicto adverso.
.-No me conviene nada que te corran -reflexionó Rosalba en voz nunca tan baja para no ser oída por Pig que, de una pieza, permaneció mirándola y dudando si aquel «No me conviene nada…» llevaba dentro cualquier cosa además de conveniencia. Aunque, si lo pensaba, prefería convenirle a serle indiferente.
– ¿Y cómo se hace para con-ve-nir-te? -atacó Pig con sorna inofensiva.
.-No dejando que te corran-contrasonrió ella en completo control, sin molestarse en decorar la situación con la falsa sorpresa de haber sido escuchada.
.-¿Qué gano si me quedo? -resolvió provocarla, estirando su suerte más allá de lo estrictamente recomendable para quien ya sabía lo que podía ganar y a cada instante le fastidiaba un poco más la idea de perder.
.-¿Que qué ganas? Nada, claro, tú nada -bromeó Rosalba, en apariencia distraídamente, mientras miraba a un lado, atrás, arriba. Luego se levantó, cambió de silla y se plantó a su lado-; la que gano soy yo, pero a veces
.-calló, ronroneó, sonrió- me da por compartir.
Lo que vino después apenas lo recuerda. Con excepción del brinco que dio sobre la silla cuando sintió esa mano invadir su entrepierna y apergollar al miembro sorprendido y hasta resucitado porque al tiempo que comenzó a apretarlo propinole un beso lascivo resbaloso que llegó y se fue rápido de entre sus labios, sin que él pudiese al menos rozarle una rodilla, o rodearla del cuello, o mínimo insinuarle que estaba preparado para darle respuesta. Pero nunca lo estuvo, y ella debió preverlo, porque en un nunca que no dura más de cinco segundos difícilmente cabe otra respuesta que el asombro.
.-¿Entonces qué? -sonrió otra vez Rosalba, suntuosamente cínica-. ¿Te convengo también? ¿Verdad que te conviene convenirme?
Había en esos ojos un ansia contagiosa. De sólo contemplarlos, intermitentemente porque hay desasosiegos que no dejan mirar, ni hablar, ni respirar de fijo, Pig se sentía obligado -más aún, destinado- a compartir su prisa. O era probablemente que, después de haberlos habitado, el más pequeño atisbo de destierro de esos iris ansiosos le ocasionaba una inquietud picante como el par de bloodymaries sobrecargados de pimienta que se iban terminando solamente para dar a sus ansias compartidas el sabor de un sarcasmo con tomate, sal, chile piquín, limón, salsa inglesa y de nuevo esa luz, flagrantemente roja, saltando entre los dos como un SOS. Mas ¿no es así, buscando entre la nada banderines de alerta y naufragios crepitantes, como nos resignamos a volvernos salvavidas y volar al rescate de quien no lo ha pedido con palabras pero demanda terminantemente todo el concurso de nuestros cuidados? ¿Y no es verdad, entonces, que al hacerlo y salirnos de nosotros encontramos o armamos la ficción suficiente para asumir que tan obvia cacería espiritual es resultado de la innata nobleza de nuestros sentimientos? No es de dudar que Pig haya arribado a tan sinuosas consideraciones a fuerza de buscar, sin conseguir, construirse la dureza indispensable para enfrentar esa coraza de cinismo y dolor -tenía que haber dolor, o entonces el rescate perdería propósito que subyacía a la sonrisa de Rosalba.
.-Rosalba… -titubeó, reculó, miró hacia abajo Pig, como buscando entre sus piernas aún inquietas las palabras exactas de una, dos, tres frases que, de estar bien armadas, pudieran ser capaces de arrancarle de los labios la pura conveniencia para ceder el paso a cualquier cosa parecida a un sentimiento.
.-No me llames Rosalba -lo frenó de inmediato y sus ojos saltaron del contento al espanto, cual si su puro nombre contuviera conjuros trágicos insondables.
.- ¿Cómo te llamo, entonces? ¿Mi Cielo? -jugó Pig, defensivo.
.-No me llames y ya -sonrió casi enigmática, de nuevo dueña de la situación-. No tengo nombre. Y es más, para que entiendas lo que quiero, o para que de menos sepas lo que no quiero, en la oficina no me puedes hablar, ni llamar, y si se puede tampoco mirarme, ¿ok?
(Los ojos de Rosalba resplandecían al otro lado de la mesa con algo que no sólo era simpatía, ni nada más interés, voracidad, eso es lo que brillaba, cual si aquellas palabras en cadena fuesen exactamente las piezas requeridas para la solución de un acertijo. Mejor aún: para el completo ensamblaje de un mecanismo en apariencia infalible.)
.-No -respondió Pig, entrampado en la sorpresa-, no te entiendo nada.
.-Entiéndeme dos cosas: no quiero que te corran, no quiero que me llames. Tú y yo vamos a vernos siempre afuera. Y siempre lejos. En lugares así, como este que es tan feo que seguro no vamos a encontrarnos a nadie.
.-Tienes novio en la agencia -se arrepintió de nuevo, tarde porque la vio otra vez reírse, pero ya no como antes, largamente, sino de un modo turbio, entrecortado, sardónico.
.- ¿Novio yo? No seas bestia -y Pig quiso pensar que ese bestia traslucía un dejo de ternura inconfesa-, pero si te interesa que seamos amiguitos tienes que hacerme caso. Allá ni me conoces. Ahora que si prefieres ser mi compañero de trabajo, te olvidas de una vez de lo que hemos hablado hasta ahorita y nos vemos mañana en la oficina…
.-Pero en ese caso tendrían que acabarse las citas por aquí…
En ese caso ni tú ni yo recordaríamos que una vez nos citamos aquí.
.- ¿No hay otra opción? -Claro que sí. Que te corran y nunca más volvamos a vernos -Rosalba iba muy rápido, pero Pig aún seguía sin saber hacia dónde- y entonces ya tampoco podamos convenirnos.
.-Y eso resultaría de lo más inconveniente -se hizo el gracioso Pig, pero antes de obtener una respuesta le acarició la mano y no pudo evitar preguntarse si estaba penetrando los territorios de la cursilería.
.-No te he dicho -respingó Rosalba, retiró la mano, rebuscó en su bolsa- que nada sea conveniente, ¿ajá? Dije que en una de éstas a lo mejor podíamos convenirnos, y hasta te di una pequeñísima demostración. Pero nunca pedí que me demuestres nada.
Como querer cargar a un gato callejero…, pensó Pig protegiéndose de otros pensamientos. Por eso decidió que frente a él no había más que miedo. Un inmenso pavor a si misma, se dijo mientras la miraba sacar la cajetilla de Virginia Slims, un encendedor caro y masculino -¿Dunhill, Dupont, alguna imitación aproximada?- y al final el teléfono. La escuchó, no sin una molestia que resultó doble porque por qué tenía que molestarle, responder la llamada con un Aló! en tal modo impostado y musical que quiso levantarse, como quien aprovecha la llamada para salir en busca del lavabo.
.-What do you want? -preguntó en tono brusco, descarnado, poco a poco sensual, y al hacerlo extendió una de sus manos para atraparlo allí, en la silla de la que no lo dejaría levantarse. Hablaba un inglés seco, marcado, diríase turístico. Sin contracciones, aunque con un cuidado en la gramática que a cada frase develaba la presencia de un esfuerzo consciente: el de quien piensa en un idioma para hablar en otro.
.-Voy al baño, no tardo -persistió Pig, al tiempo que hacía señas y hasta movía los labios más despacio, pero ella se prendió de su antebrazo, lo miró más ansiosa que nunca antes y cortó la llamada con las justas palabras que lo dejaron tieso en su lugar: I will be there in five minutes.
¿Adónde iba a llegar en cinco minutos? ¿Pensaba simplemente dejarlo con la cuenta y las bebidas mientras se largaba con sabría el carajo qué gringo oportunista? ¿Sería de veras gringo? ¿Y si el oportunista, a fin de cuentas, era él?
.-Me voy -sentenció la mujer sin nombre mientras apagaba el celular y se bebía los vasos de un tirón, el suyo y el de Pig, luego un adiós con beso en la mejilla, o más bien en el aire porque le entró la prisa, y un último mensaje-: Te veo aquí mañana, no se te olvide que en la agencia no existo.
Ni siquiera sonrió, sólo se fue. Pig levantó el cigarro, miró el color naranja del bilé y decidió chuparlo largamente. Luego tosió y tosió, y todavía así volvió a chupar el humo. Siguió tosiendo, se dobló, jaló aire, sintió los ojos empapados y sin poder hablar pensó, intermitente, fragmentariamente, mientras le hacía señas al mesero para que le trajera un vaso de agua, que no hay en este mundo situación más jodida que la de un hombre solo en una mesa con un cigarro de mujer a medio terminar. Peor todavía, a medio comenzar. Por eso prefería continuar ahogándose con su penoso rictus de no-fumador, antes que compartir la mesa con el cigarro solitario y todavía humeante. Prefería imaginarla riéndose a sus costillas, con mandíbulas, párpados y pupilas danzando juntos sólo para él. (Aquella risa cuyos solos brillos le hacían temer la soga, el paredón, la cruz, la guillotina, cualquier patíbulo habría sido precio pequeño con tal de continuar bebiendo de esos ojos cada vez que reían. Sin saber nada de ella, Pig creía ya entender lo único importante: Rosalba se reía con los ojos, y era ésa una morfina del todo irrenunciable.)