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A lo mejor por eso siempre pierdo más, porque me niego a competir de acuerdo al reglamento. No le hago caso, pues. Cierro los ojos cada vez que se me aparece una verdad, y no los vuelvo a abrir más que para torcerla. O bueno, maquillarla. Para qué sirve el maquillaje, si no para hacer trampas. La ropa, los cosméticos, las palabras, los gestos, los abrazos, los besos: puras herramientas para engañar, a la gente le gusta que la engañen. Cómo será la cosa que hasta a ti y a mí, que nos hemos pasado la vida haciendo trampas, las mentiras nos sirven de pinche alimento. Sólo con que juntaras las que tú me has contado y las que yo te inventé, habría el mentiraje suficiente para que no tuviera yo que estar como enferma mental contándole a una grabadora lo que nunca diría en tu cara. Soy orgullosa, claro, por más que haya vivido tantos años de doblegar mi orgullo. Doblegar, qué chistosa palabra. Podría decir humillar, o arrodillar, o ridiculizar, pero uso la palabra que más me favorece, la única que deja viva mi dignidad. Y claro, así podríamos decir que en Las Vegas mis nuevos vicios me iban doblegando sin que yo me enterara, porque al final no eran más que mis vacaciones. Supuestamente yo volvía a New York en pocos días y ya: todo olvidado. Podía regresar a mis hoteles y a mi depto y a mis mariditos, y hasta me había propuesto ahorrar. ¿Sabes qué es lo realmente malo de la coca? Te pinche desactiva las alarmas. Juras que todo está perfectamente bien y jamás se te ocurre que es una película. ¿Tú crees que luego de estar tres semanas en esa superproducción iba a querer volver a hacer documentales? En Las Vegas el mundo era en color. La música de las monedas te acompaña a todas partes, el dinero es el héroe de la movie. New York es blanco y negro, monaural. Y si quieres colores y sonido estéreo, más te vale que pagues. En New York sale caro ser rico, en Las Vegas hasta los camareros viven como blancos. No sé cuántos clientes tendría Supermario, pero lo que es en un lugar como New York habría terminado ofreciendo coke-and-smoke en los encueraderos de la Séptima. O en el subway, ¿ajá? Ya sé qué estás pensando: ¿Por qué esta estúpida no se quedó en Las Vegas? Por la misma razón que tuve para seguir coqueándome en Manhattan. Ms calledaddiction, honey. Si la coca te trepa hasta el trono del mundo, New York es ese mundo en el que tú quieres reinar. No te puedes creer que Vegas es verdad, sería como enamorarte de Minnie Mouse.

¿Sabes lo que es sacarle tres mil dólares a un desconocido en diez minutos, darle un par de besitos más o menos majaderos frente a todo el mundo y largarte al mall del Caesar’s por un traje de baño de quinientos y un vestido escotado de dos mil y largarte a tu hotel y echarte en un camastro y beberte un bloodymary y meterte a una alberca con cascada y debajo del chorro acordarte que tienes cuatro gramos nuevecitos detrás del buró? No es posible vivir la vida entera así, se te rostiza el alma, ¿ajá? Bye-bye, Violetta, your ass belongs to Vegas. ¿Te acuerdas de la historia del Infierno donde nunca parabas de bailar y beber y drogarte? Las Vegas es así, los que llegan son siempre el alma de la fiesta, pero los que ya llevan rato allí sufren muchísimo, están cada día más hechos mierda. No sé, a mi me dio miedo. Las Vegas y la coca son demasiado cool, no pueden ser verdad.

Salía de mi cuarto trepada en el avión, ya el puro elevador era un tobogán mágico, y yo llegaba al lobby como si estuviera saltando del tobogán, o de la nave, o de la luna. Que es donde en realidad estaba. Nunca se me va a olvidar cuando me dijiste que en mis dominios no se ocultaba la luna. Tenías todos mis passwords, Diablo Guardián. Entonces yo me desprendía como del fuselaje y decía: Jerónimooo! Te juro que lo decía, casi que lo gritaba cada vez que salía del elevador y oía las monedas y las voces y la música y bingo-bingo-bingo, el mundo era una lotería donde una chica buena como yo no podía perder. Aterrizaba en la ruleta con un ondón adentro, pensando que la vida era perrísima y yo más. La vida era un Nintendo inagotable, un pinball sin agujero, una puta ruleta con el imán debajo de mi número. Y yo acá, invulnerable, tras mis gafas, como mujer de gángster a los diecisiete años, pero sin soportar a ningún gángster. A excepción del demonio, claro, pero ni modo de pelearte con los inquilinos. Me metía cuatro jalones en el cuarto y hacía cuentas de lo que me rendían. Mente de clase media pichicata, pero no había de otra porque estaba jugando. Tirando dados full time. A veces en el cuarto jugábamos Monopoly. Creo que Supermario se dejaba ganar, o a lo mejor era que yo entrenaba todo el día. Cada nuevo vestido, jeans, zapatos, era como ir comprando propiedades que después producían dinerales, porque ni modo que a una princesita que trae cinco mil bucks de ropa encima le des una fichita de diez dólares. Había unos coquetos que te pasaban tres o cuatro de veinte, pero los buenos se ponían guapos hasta con quinientos de un solo golpe. Qué barata me vi cuando te dije que era yo tu amuleto: creo que ya lo había dicho como trescientas veces.

De cualquier modo había que moverse rápido. No podías darte el lujo de que te ficharan en una mesa, ni en un salón, ni a la entrada de un hotel. Me pasaba dos horas en el MGM, dos en el Caesars, dos en el Mirage, dos en el Treasure Island. Ahora calcula cuánta coca me metía, si por cada dos horas me tenía que dar los cuatro jalones reglamentarios. Súmale que a la alberca me iba en ácido, y que luego en el cuarto me ponía trifásica. Burbujitas, pastillas, jalones, y unos besos tremendos, de repente. No podría contarte bien cómo era, creo que no alcanzaba ni a enterarme. Y además tú no quieres que te cuente, ya ves cómo los diablos de la guarda sufren de horribilísimos ataques de celos. Lo que quiero explicarte es que el carrito nunca se paraba. Dormía poco y se me olvidaba comer, pero igual el negocio me obligaba a hacer no se, vida social. También llegó a pasar que me llevaran a cenar tres veces en la misma noche. Si fuera dueña de un casino, lo primero que haría sería poner un letrero: Escote obligatorio. Supermario decía que en el hotel salía oxigeno por los tubos de aire frío; yo creo que los escotes son más efectivos que el oxigeno. Además de tener despierto a medio mundo, provocan que la gente apueste más.

De pronto me quitaba un ratito las gafas. Había que dejar que los ojos hicieran su trabajo. Pura actuación barata, pero productiva. Luego me las ponía otra vez y regresaba a mi jueguito. Supermario juraba que me ponía las gafotas para que no se dieran cuenta de la puta divertida que me estaba dando. Y a veces si tenía toda la razón. Mis Ojos iban volando por una carretera, recibiendo señales de un chingo de satélites. El patrocinador en turno, los otros jugadores, la ruleta, el tapete, las manos del crolípier, los mirones, las mesas, los que andan dando vueltas con el bote de plástico hasta el culo de fichas. Había que verlo todo y moverse rápido. Cada casino era como una Pista, veías aviones llegando y despegando todo el tiempo, y yo odiaba perderme de un buen vuelo. Cuando llegaba al cuarto me veía en el espejo y movía la boca: si tenía el labio tieso de algún lado, le paraba a la coca y me iba a la alberquita. Por eso te decía que no podía durar, era un suicidio. Y además para la tercera semana ya no sentía igual.

O sea que me metía cada vez más y subía cada día menos, a veces no quería ni salir del cuarto. Supermario se encargaba de pagar los ciento veinte dólares de cada noche en el Mirage. Con mi dinero, ofcourse, hasta que me di cuenta que me quedaban doscientos, y ya no iba a ir por más. ¿Sabes qué hice? Le pedí a Supermario quinientos prestados, le saqué tres gramitos para el postre, le dije que volviera en un par de horas y en poco más de media me largué al aeropuerto. ¿Me creerlas que a la noche ya estaba yo en New York? Nieve por todas partes, un frío francamente chingativo y mi casa cubierta de polvo, pero igual me sentía otra vez en la tierra. Tenía los tres gramos, más setecientos dólares y el refri vacío. Pobre, pobre, la señorita Schmidt. Y aparte sin saber que a los dos días iba a andar persiguiendo vendedores de coke-and-smoke. Digamos que era la otra cara del tobogán. Otra vez el maldito aperrizaje forzoso, pero ya con un chingo de turbulencias nuevas.

Welcome to the next level. Press red button to stangame. Game over Game over. Game over. Apenas me bajé de los últimos jalones y que empiezo a perder. Todo el tiempo en picada. No sabes lo espantoso que es andar por New York buscando patrocinador a medio enero. ¿Quieres que tus lectores se pongan a chillar? Pídeles que se acuerden de la última vez que se tiraron por veinticinco pinches dólares a un vejete apestoso. Twentyfive bucks, you got it? Todo con tal de no bajarme de la nube. Según yo no era adicta, o sea todavía, pero apenas me daban un jalón y ya quería quedarme a vivir en ese estado. State of Confusion, USA. Mierda, qué rico era.

No tenías que esperar ni un pinche momentito para treparte al trono del planeta.

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