Oye: ¿tú crees en los genes? Digo, ya sé que ahí están, pero no sé si piensas que esas cosas se heredan y entonces una sale del útero con un cóctel de puros genes ajenos. Te transmiten los mismos putos monstruos que te enseñan a odiar, ¿ajá? Llegas a aborrecerte por lo que tu familia hizo de ti. Y tal vez ni siquiera lo hizo. Si el problema comienza por la sangre, yo tendría que estarme cortando las venas. Y hoy en la noche ya estaría tendida en una plancha con mi nombre en una etiqueta amarrada en un dedo del pie. ¿Cómo la reconoció, doctor? La occisa tenía un esqueleto de genuino dúrala, el novedoso material plástico que incluye el número de serie en cada pieza. De venta en Sears Roebuck.
Si de verdad mis genes son tan corrientes como sospecho, mi problema está en que soy una mercancía de Sears empeñada en llegar a un aparador de Saks. ¿Cómo haces para que una blusa de diez dólares parezca de quinientos? Eso era exactamente lo que yo traía en la cabeza cuando iba caminando como loca por la Séptima. Me preguntaba cuánto podían ganar esas viejas siniestras que salían en las etiquetas de las películas, encueradas entre quién sabe cuántos hijos de vecino. Y yo, que me había especializado en hijos de jardinero, como que regresaba de repente a mis telarañas. Ya no era virgen, claro, pero la relación con Eric era spiderweb-free. Por disposición de la gerencia, no se admiten ideas pirujonas. Cuando esa noche el hambre y la sed me sacaron a la calle, afuera había otros amiguitos esperando. Morbo. Ambición. Calentura. No te digo que entonces todavía soñara con ser piruja. Tenía intereses muy afines, por supuesto, pero una cosa es preguntarte qué se sentirá que te filmen haciendo circo, y otra ponerte a hacerlo por una lana. No me prendía pensar que les pagaran mucho, sino lo contrario: me ponía caliente imaginarme que les pagaban una mierda. Ni siquiera cien dólares. Digamos que cuarenta, por abrirle las piernas a diecisiete puercos. Y que la cosa sea tan humillante que te filmen a la hora en que cobras. Ése sería el orgasmo de la película: ver el par de billetes arrugados que le dan a la Primera Actriz. Tome usted sus cuarenta dolarotes y llévese estos dos bolillos para que se quite el hambre en el camino. Igual entonces no me daba cuenta, o no quería dármela, o me la daba y me importaba poco, ya no sé, pero lo que quería era caerme.
0 sea, mediomorirme. Elevator going down! Y esas luces horribles, como de hospital, con las películas y las revistas y todas esas mierdas, parecían todavía más spooky que la oscuridad. Danger. Dungeons and Dragons Area. Beware of innerfires! Soy una naca, ya sé. Una chicuela de dieciséis años que se la pasa súper paseándose entre putas y calientes damas será una señorita decente. Siempre Sears, nunca Saks. Qué le vamos a hacer, Woolworth no cabe en Tiffany.
¿Sabes qué no soporto? Estar en medio. Me gustan los principios, los finales, los sótanos, el penthouse, las pirujas, las monjas, pero lo que hay en medio es apestoso. Yo tenía dinero suficiente para vivir dos años en New York como la más conforme de las pránganas. Y mientras encontrar algún trabajo, y así extender mi vergonzosa situación por un equis número de años. Equis, como mis tíos y mis primos. Hasta que me encontrara a otro prángana dispuesto a mantenerme en la misma situación por el resto de mi vida. Luego pensaba: Sí, pero en New York. Y me sentía entonces tan mediocre que me decía: Violetta, tienes que saltar. De chiquita veía a los otros niños saltar de la resbaladilla y me daba horror. Además el metal estaba muy caliente y yo traía falda cortita. Mi mamá me gritaba: Salta, Rosalba, y yo nada, a berrear. Pero un día se me acercó al oído y dijo: Salta, Violetta. Sabía que yo siempre decía que sí cuando me pedían las cosas por ese nombre, o sea el que mi papá no podía ni oír, y que después ella tampoco quiso seguir diciendo. Pero ese día lo dijo y me pidió que saltara, y ni modo: salté. Desde entonces, cada que estoy realmente a punto de hacerle un berrinche a la vida, cierro los ojos y digo: Salta, Violetta. Y todo se arregla, ¿ajá? Porque saltar es lo más fácil del mundo, y una termina por saber hacerlo de cualquier manera. No sé si me entendiste. Yo estaba harta de ser una jodida hija de familia jodida, y salté. Primero sobre los dólares, luego sobre la frontera, y de repente estaba en New York sintiendo como que otra vez tenía que saltar, y te juro que no sabía para dónde. ¿No sabía, dije? Puro cuento, claro que sabía. Una siempre sabe para dónde tiene que saltar. Es como si me regalaras ahorita mismo un millón de dólares. ¿Tú crees que no sabría quemármelos de aquí a mañana?
Saltar es como apostar: nadie te obliga, pero lo haces como si no tuvieras otra opción. Lo que pasa es que cuando eres como yo nunca tienes más que una opción. No aceptas otra. Yo quería volver a Saks, era la única opción. No podía esperar, por más que me sacaran de onda los pendejos detectives. Sentía que si no lo hacía iba a acabar en Woolworth. Además, ya tenía pegada la costumbre de imaginarme la cara que pondría mi familia si un día me veía haciendo esto o aquello. Hasta la fecha lo hago, aunque no sé si todavía me divierte. Lo que me parecía muy poco divertido era tener que imaginármelos viéndome entrar a Woolworth. O viviendo en la calle. O jodida, ¿verdad? Buscando trabajillos para Coatlicues Only. Mojaditas gatonas, you know. Nadie se roba ciento quince mil dólares para ir a buscar chamba de lavaplatos. Si lo que me quedaba de esa lana iba a servirme de algo, tenía que devolverme el sabor a junior suite. Aunque fuera por pocos meses. Ese dinero estaba ahí para quitarme lo prángana. Si yo sabía disfrutarlo de verdad, seguro iba a encontrar el modo de conseguir más. No lo tenía tan claro, me imaginaba que la pinche necesidad iba a acabar por despertarme el ingenio. Que cuando me acabara el dinero iba a tener que echar un nuevo salto mágico. Si cuarenta mil dólares me daban para vivir como mediocre dos años, muy bien podían alcanzarme para una buena vida de seis meses. Sin demasiados lujos, nomás bien atendida. Si lo gastaba así, tenía para pasarla hasta mayo o junio. Mientras, se iba a ir el frío, y Violetta ya iba a tener la mente fresquecita.
Pero estábamos en las tiendas de la Séptima. Yo quería hacer algo indigno, cochino, como a la altura de todos esos mierdas que se pasan las horas encerrados en cabinas, calentándose todas las pinches noches con las mismas porquerías. Intenté cuatro o cinco tiendas y nada: era menor de edad. Había siempre un negrote en la puerta o en el mostrador que te sacaba a gritos de la tienda. Y yo sentía una vergüenza deliciosa cada vez que me gritoneaban. Pensaba: Soy lo peor, que me vieran mis papás. Hasta que me llegó un gordo en la calle a ofrecerme two pornos por fifty bucks. Le pagué y me solté corriendo, como loca. Tenía miedo de todo. De la gente en la Séptima, de los policías que me miraban, de las banquetas llenas, de las vacías. Chica de rancho descubre Manhattan. Bajé por la 47 hasta Las Américas y seguí sin parar. No quería ni voltear, tenía miedo de que atrás vinieran no sé cuántos policías, que apenas los mirara me dijeran: Ladrona, tramposa, pornógrafa, piruja. Puros insultos de lo más justificados. Según yo, mi radar fue el que me llevó al Waldorf. No me preguntes qué carajo estaba yo pensando hacer a medianoche a medio Waldorf Astoria, creo que me metí para sentirme más segura. Claro que sólo había estado cuatro días hospedada, pero igual podía esperar que alguien me reconociera. Un empleado, un botones, un gerente. No es que piense que tengo senos muy grandes. Nunca lo he pensado. Pero ya desde entonces eran ya sabes cómo, carnositos. Como que no les gusta pasar inadvertidos. Si yo quería arreglármelas en el Waldorf, no tenía más que tapar las películas y destaparme el pecho. Pero nadie se molestó en mirarme. Llegué, le di una vuelta al lobby, alcé otro poco el busto y me quedé parada junto a una columna. Pero nadie llegó. Y en ese instante dije: ¿Para qué quiero que me hablen? Lo único que realmente necesitaba era que alguien, cualquiera, me tratara otra vez como niña rica y decente. Todavía me estaba ardiendo la cara de la pena, sentía que por más que tapara las películas todos podían ver los títulos, las fotos, las escenas que yo pagué por ver, niña piruja. Entonces yo necesitaba que viniera un botones y me diera trato de huésped. Para eso me ponía la peluca, los kilos de pintura, el abrigo, para que no dijeran: Niña idiota.
A los cinco minutos de haber entrado al Waldorf ya me moría de ganas de ir a buscar un taxi, pero necesitaba probarme. Si una sola persona me trataba bien, yo podía regresarme al departamento con la tranquilidad de que todavía no era todo lo que me sentía. Y en esas paranoias andaba cuando se apareció el nuevo ángel de la historia. Era un señor bajito, decentísimo, vestido como rey. Llegó conmigo de lo más ceremonioso, diciéndome Young Lady para todo, rogándome que me sentara dos minutos a hablar con él. No acabé de entender el cuento, pero al final salió con que necesitaba setentaicuatro dólares. Si yo se los prestaba, él después me los iba a enviar a mi suite. Hablaba chistosísimo, no decía: Tengo un problema, sino algo así como: So víctima de un desafortunado contratiempo. Yo veía sus labios moverse, sin tratar de entender lo que me hablaba porque así ya me estaba sintiendo perfecto. Yo decía: Éste es el limosnero más elegante del mundo. Y si un menesteroso de esa categoría creía que yo era rica, decente, Young Lady, seguramente todos pensaban así. Por eso ni siquiera se acercaban a decir nada. Qué palurda, ¿verdad? Qué poyuela, más bien. Total que el Superlimosnero me hizo sentir tan bien que le di los setentaicuatro dólares. Y claro, me sentí riquísima. Otra vez millonaria, repartiendo billetes en el lobby del Waldorf ¿Sabes cómo me fui a dormir? Llamé a un botones y le pedí que me llamara una limo. Suena idiota, idiotísima, pero para que veas lo que hace la prosperidad, en esa limousine se arregló mi futuro.
El feliz poseedor de mis dólares se quedó en la banqueta, despidiéndose con las dos manitas. Igual de sorprendido que yo. Porque en esos momentos Violetta, estaba dando el salto: fue en aquel viajecito del hotel a mi casa que decidí quemarme mi dinero en seis meses. Y no creas que resolví el problema con la fuerza del puro caprichito; en realidad la bomba se desactivó sola. O sea, vino el ángel. Porque si ese señor superdecente me había sacado setentaicuatro dólares en dos minutos, seguro yo podía sacar más por menos. Sin tener que pedir limosna, ¿ajá? Una chicuela buena, rica, decente y momentáneamente desamparada nunca pide limosna; basta con que se sepa que es víctima de un desafortunado contratiempo. Sólo que para lograr eso yo necesitaba dos cosas: parecer decentísima y no tener ni un centavo. Y todo eso podía conseguirlo con la misma estrategia, que consistía en sobrevivir al crudo invierno quemándome doscientos dólares al día. O trescientos, o hasta más, de repente. Pero había que estirarlos de enero a junio. Y adiestrarme, ensayar, inventar lo que fuera. Tenía seis meses para enviciarme con la buena vida, y ese asunto sólo podía empezar como Dios manda en Saks. Ya en mi depto hice cuentas: me había gastado casi doscientos dólares en un taxi, dos películas, un mendigo y una limo, pero había regresado con un plan armado: Cómo saltar ahora mismo y no hundirse en los próximos seis meses. Salta, Violetta. Nunca, antes ni después, hice planes tan largos. Estoy acostumbrada a no saber ni madres de la semana que entra, pero al menos un día de mi vida me preparé para seis meses. Una noche, un ratito: lo que tomó llegar del Waldorf a West End y la 92: Residencia Invernal de la Dulce Violetta.