La moto, el campamento, el coche: cada uno de esos ingredientes podía por sí mismo darle la popularidad que le faltaba para sacarlo de una vez de su ensimismamiento: una especie de enfermedad no declarada de la que ningún mimo parecía sanarlo. Durante los campamentos vivía intensamente amores imposibles de raíz, pues de antemano se sabía incapaz de cuando menos pretenderlos: se fijaba en mujeres más grandes, a veces por diez años de diferencia. Instructoras de windsurf, empleadas de cocina, counselors, gringas al mismo tiempo próximas y distantes que sin duda se habrían carcajeado de sus intenciones. Gringas-musas, opuestas en sus pensamientos al modelo de gringa sobrada de cuerpo que solía privar entre los compañeros de la escuela. Mas no obstante su calidad etérea, las musas recibían de vez en vez los mensajes anónimos de quien prefería eludir todas las probables amistades para mejor centrar sus esfuerzos en seguirlas de cerca, siempre desde una sombra segura, aunque febril. Un método curiosamente similar al que desarrollaba para escribir: vigilar cada paso de la realidad desde la protección de la penumbra, resuelto a entretener y luego sepultar cada una de sus observaciones. En cuanto a los vehículos, que en otros casos colman de popularidad a sus dueños, Pig había usado la moto y el coche no para seducir a sus vecinas, sino para escapar de todo cuanto le pareciera vecino, y por tanto amenazadoramente próximo. Se escapaba hasta el Centro en la moto: compraba novelitas pornográficas, polvos de pica-pica, palomones con triple carga de pólvora, todo aquello que luego le serviría para esparcirse a solas, casi siempre a costillas de una realidad a la que había violentado en secreto, presa de cierta turbia excitación. Pero si con la moto sólo de cuando en cuando conseguía escapar de la colonia para hacer una de esas travesías -cuando sabía que Mamita no volvería en horas-, el coche le dio toda suerte de facilidades. Antes que transportar a los amigos que no tenía, Pig se lanzó a bucear allí donde Mamita era incapaz de imaginarlo dar un paso sin taparse la nariz. Una vez con el coche a su disposición, Pig confirmaba su estatura de niño mimado, al tiempo que afirmaba una honda tentación de pervertirse.
Hasta los dieciséis prescindió de los cómplices; después fue precisando de ciertas compañías. Le había prometido a Mamita que nunca fumaría mariguana, pero no dijo nada sobre los ácidos. En una de sus excursiones por el Centro, había ido a dar al tianguis de Tepito, entre cuyos retruécanos fluían la oferta y la demanda de un ancho y permisivo menú de mercancías subrepticias: música para los oídos de quien, como Pig, temblaba imperceptiblemente al caminar, Pleno de una ansiedad que le saltaba del pecho en ese delicioso bum-bum-bum, señal de que la verdadera vida estaba de regreso. Un miedo que se goza: eso era vida, y lo demás migajas. Cuando a pocos centímetros de su oreja izquierda resonó la palabra «ácido», Pig supo que era hora de probar un miedo nuevo.
Llegó al día siguiente a la escuela con diez ácidos guardados en la cartera. No quería viajar solo, ni sabía a quién proponérselo. Intentó un par de insinuaciones al vuelo -«Por cierto, ¿sabías que en el Centro venden ácidos?»-, pero ambas concitaron más susto que entusiasmo. No obstante, en el descanso de las nueve y media se le acercó uno de los asustados: quería saber más. Al diez para las diez, comenzando la clase de natación, Pig ya tenía un prospecto real de amigo: el Sapo, un argentino retraído, hijo de refugiados prestigiosos, que desde Buenos Aires traía la inquietud de probar un caramelo como los diez que Pig cargaba en la cartera.
Estas cosas si las pensás, no las haces, y si las hacés, ¿ya para qué pensás? -repetía el Sapo al salir de la alberca, y Pig se detenía a reírse por minutos. En el supuesto, poco verosímil, de que para ese entonces conservara la capacidad de distinguir instantes de minutos. Pig recuerda las grandes dificultades que pasó para calzarse pantalón, camisa, calcetines y zapatos. Pues cada prenda le exigía una cadena de movimientos coordinados, que de pronto desmenuzaba y encontraba excesivos. Había toda una coreografía de miembros y neuronas en el solo acto de ponerse un calcetín, y ello era causa más que suficiente para seguir desbaratándose a carcajadas. Lejos de prevenir las muy probables consecuencias que tan extremas y notorias alegrías podían acarrearle dentro de la escuela, Pig salió de los vestidores con la felicidad de un muñeco de ventrílocuo -las cejas levantadas, la sonrisa impertérrita, las pupilas ya fijas en cuarto creciente-, seguido de muy cerca por el Sapo, que iba bailando solo.
Cuando menos pensaron, ya estaban rodeados: cuatro alumnos de tercero de prepa los devolvían gentilmente al área de la alberca, invadidos de un súbito celo paternal. Ciertamente, no debían volver al edificio en tamaño estadazo. Pig, además, se había calzado la camisa al revés. Pero claro, no estaban entre extraños. Por lo menos al Sapo lo conocían bien, y a Pig sin duda ya lo estaban conociendo. Por eso su mejor tarjeta de presentación estuvo en su cartera: poco rato después, los seis se hallaban lejos, al final de la cancha de fútbol, tras un gran tanque de agua en forma de pirámide donde, sin darse cuenta, Pig se las arregló para hacerse de cinco amigos invaluables, por inconvenientes. Ninguno, sin embargo, había probado unos ácidos como ésos. ¿De verdad había ido al Centro a comprarlos? Por supuesto que no: aun presa del estado de gracia colectivo, Pig tuvo la sagacidad elemental para no develar la ubicación del proveedor.
Un primo los consigue -resolvió, triunfante, ya calculando que no sólo tenía nuevos amigos; también iba a tener con qué comprarlos.
¿A cuánto? --disparó uno de ellos, al que pronto conocería como Muecas.
Dos mil por cada uno -devolvió Pig, sin titubear. justo el doble de lo que le cobraban en Tepito.
¿Nos comprarías unos? -le sonrió el Muecas, como queriendo abrir las alas de esa complicidad tan promisoria. Pig ha olvidado casi todo lo que dijo y oyó en el curso de aquella mañana forzadamente mágica, embustera, y aun así celestial. Pig rememora, más que sus palabras, el placer de soltarlas sin pensar, como sólo se sueltan risas y sollozos. Recuerda la cosquilla satisfecha, la comezón con uñas integradas, la exacta y absoluta correspondencia entre el deseo y su satisfacción. Y afuera, en esos cables ciegos que iban y venían con el grandilocuente nombre de conversación, afuera de su cuerpo que por algunas horas daba infinitamente más de lo que pedía, flotaban resonancias impresas en sonrisas hechizadas, cada una postrada ante su propio resplandor, estúpida y preciosamente incondicional. Porque la estupidez, descubrió Pig en medio de una revelación química, podía ser también un estado de gracia compartido. La estupidez era una carcajada múltiple irrefrenable; un pretexto a la mano para comprarse amigos y salir de una vez por todas de la ostra. Había, por supuesto, una vibrante falsedad en todo aquel ritual de iniciación, pero ciertas mentiras dejan de serlo apenas son creídas por quien las concibió. Y Pig quería creer, estaba listo para firmar lo que fuera con tal de no perder ciudadanía en esa realidad gozosamente sacada de la manga. Puesto que aquel montaje de los amigos era una mascarada con apenas algún sustento químico-biológico. Nada que no pudiera ganar genuina solidez pasado el ¿quinto, séptimo ácidos juntos? ¿Cuántas veces tendría que viajar hasta Tepito antes de ser reconocido como miembro del gang? En cualquier caso, parecía ya obvio que nadie de esos cinco se iba a bajar del tren antes de entonces. Si las metáforas lisérgicas no le estaban mintiendo, y aun si lo hubieran hecho, la amistad, como tal, no era sino la ansiosa prolongación de un mismo entonces.
Lejos estaba el Sapo del rigor crítico suicida del Detector de Faulkner, pero el rock le había dado, como a tantos, la sensación de ser un tipo culto y mundano: requisitos que los maestros de literatura muy rara vez cumplían, encorsetados por programas burocráticos y a diario desafiados por adolescentes siempre más modernos que ellos. Crecido en un ambiente pleno de libertades personales, hijo de dos psicólogos que hasta a media merienda citaban a Lacan, o a Fromm, o a Jung, el Sapo había encontrado en Bowie, Bauhaus y los Cocteau Twins las fuentes de sabiduría necesarias para mirarse en el espejo como alguien especial. Alguien que no tenía por qué pasar problemas para estar a la altura de las conversaciones de los grandes, fueran éstos sus padres o sus inverosímiles aliados de tercero de prepa, camaradas de vicios tan sociables como el vodka, la música y las finas yerbas. Sobra decir que aquello, para Pig, valía más que todos sus ácidos juntos: los que aún conservaba, los que había regalado, los que pronto tendría que comprar, y eventualmente revender, hasta tornarse presa de una productiva confusión entre amigos, clientes y lectores.
No habían compartido aún el tercer ácido cuando ya el Sapo, el Muecas, el Kilos, el Mister y la Sopa escuchaban, más o menos atentos, la voz de Pig leyendo esas historias, generalmente escritas en la noche anterior, con la prisa bastante para eludir a tiempo al Detector de Faulkner y llegar a la escuela con ellas bajo el brazo, desvelado por una exaltación que también a Mamita le robaba el sueño: por más que su hijo-nieto le decía que estudiaba, sus calificaciones, comúnmente mediocres, por decir lo menos, delataban el muy dudoso origen de aquellas trasnochadas febriles y estridentes, con la música a tope en su recámara. ¿Era acaso que Pig había reemplazado el Detector de Faulkner por el juicio amigable del Sapo y los demás? Tal vez no exactamente. Por más que el Sapo, el Muecas, el Kilos y el Míster apreciaran sonoramente la huella escrita de sus desvaríos, Pig concentraba todos sus esfuerzos en atrapar los ojos, los oídos, el alma de la Sopa: la primera mujer que descompuso el Detector de Faulkner.
Había, según Pig, alguna predestinación en el hecho de que los dos apodos-el de su nuevo amigo, el de su nueva musa- resultasen poquito más que anagramas: el Sapo y la Sopa. Con los labios pulposos y los ojos saltones, el apodo del Sapo se explicaba solo. En cambio, el de la Sopa era un secreto por el que Pig no se atrevía a preguntar. Tenía esbeltas las pantorrillas y carnosos los muslos, las caderas más anchas que los hombros, la boca un poco demasiado grande, la mirada discretamente estrábica, el porte cabizbajo, la melena castaña casi lacia, la piel blanca, blanquísima. El conjunto, no obstante, atraía como un conjuro la atención de Pig, hasta arrancarle a trozos el sosiego. Tenía un carácter pleno de altibajos, y un gusto desmedido por uno y otro estado de inconsciencia. Depresiva, explosiva, retraída, de risa impredecible y desconcierto pronto, la Sopa se llamaba como nadie parecía recordarlo: Nieves. Acurrucado en una timidez todavía inexpugnable, Pig hubiera querido llamarla por su nombre, pero ello habría sido tanto como enseñar sus cartas en un juego donde tenía todas las de perder. Con dos años de menos y una tendencia infame al titubeo, la sola idea de enfrentarla como a una mujer, y no sólo como a una cómplice amigable, le parecía de por si ridícula. Albergaba, de cualquier forma, una esperanza: la de un día atraparla a medio viaje de ácido y quizás explotar alguna de sus debilidades, que sin duda eran muchas. Había un desafío, un regusto de voluntaria indiferencia por el mundo en el rictus cotidiano de la Sopa, mismo que Pig interpretaba como un signo de subterránea aristocracia, y que sus compañeras de tercero veían como simple síntoma de drogadicción. La rehuían, la remedaban, la tenían por piruja viciosa e intratable, y era esa calidad de apestada social la que Pig apreciaba sobre todas las cosas. Por eso, en sus escritos, las heroínas eran siempre reprobables: cada una, copia de la Sopa. 0 de la que, según creía Pig, podía ser la Sopa. Reveladoramente, la interfecta nunca se dio por aludida; lejos de enamorarse de ella, Pig se estaba prendando de su propia creación. Cuando terminó el curso y la Sopa dejó la escuela para estudiar Historia del Arte, sin jamás enterarse de su estatura de musa, Pig debió consolarse perfeccionándola sobre el papel, con el auxilio de un Detector de Faulkner artificiosamente reconstruido para ajustarse a los antojos de su dueño.