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El mal juicio de Judas

Dos días antes de irse, Mamita se dejó tomar la mano. No hablaba ya, y apenas se movía. No podía escucharlo, según decían el doctor y la enfermera, pero no bien sintió la mano de su nieto-hijo, Mamita se entregó a temblar, y de pronto apretaba con la fuerza de un grito contenido, un alarido eléctrico que llevaba y traía noticias de ambos cuerpos: sus terrores antiguos, sus vísceras convulsas, sus desesperaciones innombrables, sus angustias calladas de entonces hasta siempre. Pig recuerda las sábanas, la textura del piso, el color del buró y hasta el nombre del suero: Intralipid. Recuerda cada letra danzando allá, a lo lejos, entre tubos de plástico y soportes de aluminio, mientras la mano de Mamita apretaba, empujaba, vibraba, le hablaba con los dedos, como tocando al piano una sonata ansiosa y todavía dulce. Y de pronto volvía a relajarse, agotada quizás por tanta despedida. Y él daba media vuelta y abandonaba el cuarto, en la certeza de que ya no volvería. Se lo había pedido tiempo atrás: No quiero que me veas cuando esté muerta. (¿En qué consiste exactamente una traición? ¿Por qué, una vez que hemos dado sentido al porvenir a través de la obligada lealtad a un principio inamovible, un cariño que se ha pensado eterno, una utopía común, incluso una opinión vertida en el calor de un momento fatalmente furtivo, no nos es dado el privilegio de virar en una nueva dirección, por contradictoria que a los ojos de otros, y quizás a los nuestros, parezca? Uno crece mirando a la traición como aquel acto sorpresivo y deleznable por el cual el traidor ataca o abandona por la espalda, con una alevosía sobrada de perfidia, a un amigo, un pariente, un convenio callado y clandestino. Entonces el traidor es un dos caras, un malasangre, un ruin, un enemigo camuflado por nuestra ingenuidad. ¿Podemos perdonar a judas Iscariote porque su fe, su lealtad y sus convicciones no se cotizan más allá de los treinta denarios? ¿Alguien siquiera ha dicho qué se podía hacer en aquel tiempo con semejante suma?)

Violetta desapareció un jueves por la noche. Salió de la oficina pasadas las siete, a decir del portero. Siete cuarentaicuatro, según Pig: dos minutos después de la llamada. Sentía rabia, entonces. La vio salir corriendo, cruzar el camellón buscando un taxi, encontrarlo en la esquina y desaparecer. Había decidido no seguirla, ni alcanzarla. Sabía adónde iba, y de antemano se consideraba traicionado. Era un resentimiento estúpido, pero al cabo fundado, tanto como esos celos de si mismo: sintéticos, prefabricados, mentirosos, y aun así legítimos. Celos inmencionables, además, pues su sola existencia revelaba que no era ella, sino él, quien había empezado con las traiciones. Dos semanas después de su desaparición, cuando los padres comenzaron a llamar a la agencia para preguntar por el último sueldo y las pagas de marcha de Rosalba Rosas Valdivia, Pig tenía bien claro que la culpa de todo no podía tenerla nadie más que el mudo: su estúpido rival. (¿Cuál es, en su opinión, la paridad actual de esos treinta denarios cuyo valor en pesos desconoce? ¿Cuál es, con un carajo, su precio en el mercado? Y si este precio existe -debe existir, de eso no duda nadie- ¿cómo disimular ante sí mismo la magnitud moral de tan inconfesable comercio? Responder a esta sola pregunta le habría redituado alguna paz de espíritu, como la que le dio olvidar la muerte de Mamita: sola en el hospital, con su Intralipid.

Pero dejarla al aire, como una nube gris que se va ennegreciendo y dilatando conforme los crepúsculos del alma extienden su gobierno sobre los días ya nunca más blancos, es afrontar el juicio de esos monstruos sin nombre que de noche preguntan: ¿Por qué maté a Violetta?

Un líder de mercado crea su propia competencia, explicaba al principio de una presentación ante el cliente, cuando sintió el impulso de vomitar ahí mismo. Un instante después, el cliente saltaba hacia atrás, con todo y silla, perdía el equilibrio y se iba al piso, sin poder evitar que el vómito caliente lo alcanzara. Había un consuelo raro, que no se molestó en disimular, en seguir vomitando ahí, sobre la mesa, entre gritos, disculpas y llamadas de auxilio. Pensó en fingir algún desmayo a la medida, pero ya el llanto incontrolable hacia lo suyo para disculparlo. Como le sucedió en los días que siguieron a la muerte de Mamita, no había derramado ni una lágrima desde la desaparición de Violetta. Sonreía, por sistema; esgrimía una indiferencia tan perfecta que ni el más suspicaz habría detectado la remota presencia del remordimiento. Era después, a solas en la casa de San Ángel, cuando se daba a repasar, sin lágrimas ni sueño, las llamadas del mudo: su propia competencia. (Hay, en la mente del traidor, un par de mecanismos antagónicos, si bien simétricos y equivalentes a los de todo juicio secular: la culpa y la inocencia. Pero no siempre son, como las matemáticas quisieran, sentimientos encontrados e inversamente proporcionales. A veces -¿a menudo?- crecen juntos, y al parejo se pertrechan ya no tanto para pelear el uno contra el otro, sino exclusivamente para romper los nervios del acusado, disolver sus certezas, como en esos Estados policíacos donde fiscal y defensor están comprometidos con la misma causa. O como en esos juicios que se prolongan por tan largo tiempo que al final nadie sabe dónde comenzaron, ni por qué, de modo que la condena o la absolución sobrevienen sin causa ni objetivo aparentes, como frutos podridos de un hastío anhelante de olvido.)

Nunca antes trabajó con semejante ahínco, por eso, cuando vieron que vomitaba hasta las lágrimas, no faltó quien lo atribuyera al exceso de trabajo: le adelantaron cinco días de vacaciones y lo mandaron a seguir vomitando en su casa. Pero no vomitó, ni consiguió llorar, ni paró de pensar en el tac-tac-tac que había cambiado la suerte de Violetta y la suya. No la había matado, por supuesto, pero bien que la había mandado al matadero, y hasta había probado algún deleite oscuro al comprobar que le mentía, que estaba lista para echarse a los brazos del primer retrasado mental dispuesto a seducirla con unos cuantos tacs, que su nosotros naufragaba ante los guiños del peor de los postores. (Cuando uno es sospechoso de traición, el consabido trámite de ser absuelto o condenado rara vez tiene algo que ver con los hechos -puesto que el acto de traicionar o traicionarse no está en la realidad, como en la conciencia, y a veces, peor aún, en la fugaz y subjetiva apreciación de una conciencia sólo a medias consciente-, de modo que a la postre no es la justicia, sino la voluntad: esa hija no confesa del capricho, quien interviene y fija la sentencia. ¿Cuánto vale, por fin, la voluntad? ¿Con qué argumentos se la compra, se la dobla, se la tuerce?)

Veía un derrotismo mal vestido de ingenio en el truco del mudo. Un morbo, un desconsuelo, una fe cancerosa. Y aun así seguía, lamentando los éxitos del personaje que cada noche se entendía mejor con ella. Es decir: mejor que él. Un par de veces llegó a preguntarse si por casualidad Violetta lo habría descubierto, pero la posibilidad le pareció ridícula. ¿Cómo podía Violetta sospechar que Pig tenía su número? ¿No había ido solo hasta Tepito a comprar un celular robado, para mejor seguirla arrinconando desde la más perfecta impunidad? ¿No era el maldito mudo un perfeccionista? Lo había inventado para descubrirla: si él no podía rastrear en sus secretos, tal vez un mudo anónimo lo consiguiera. Pero no había descubierto nada, sino sus propios límites. Hasta el día en que Violetta le mintió para irse con la competencia: según ella, tenía que ir al dentista, justo el día y la hora en que, golpecitos mediante, se citó con el mudo: si, no, si, no, si, si, si, si. Ella lo había propuesto, con todo y el horario y los detalles. El mudo sólo había dicho tac y tac-tac: el lenguaje binario que, según comprobó al verla salir de la oficina, media hora después de recibir la llamada, lo estaba derrotando. Una vez que fue viernes, y lunes, y de nuevo viernes, y el rastro de Violetta se perdió sin remedio, Pig entendió que había procreado a un enemigo tan imbécil como invencible. Un asesino tácito: sin rostro, ni palabras, ni cojones. (Cada domingo, cuando Papá y Mamá lo llevaban a la iglesia, el sacerdote recordaba a los presentes que el Evangelio, del cual recién había leído algún fragmento, era y seguiría siendo Palabra de Dios, y por toda respuesta los fieles alababan a Cristo. Pero hubo uno, Judas, el traidor, que en lugar de alabar a su maestro prefirió poner precio a Sus Palabras. O en todo caso puso sus intereses en quienes pretendían negociarlas. ¿Era eso acaso lo que él había hecho con Violetta? No, sin duda. ¿O sí? Pero un momento: ¿quién es el traidor? ¿Son acaso Pilatos, Anás, Caifás, Herodes, los desleales? ¿Eran ellos amigos, parientes, discípulos del hombre que, a sabiendas, esperó a los captores a la vuelta de Getsemaní? No. Para ser un traidor es preciso haber sido persona de confianza. Y en este mundo Violetta sólo confiaba en Pig. De modo que si en esta historia existe lo que la gente entiende por traición, sólo hay un sospechoso a quien culpar. Un egoísta que en el fondo ni siquiera resentía su culpa de traidor, sino algo más mezquino, si bien insoportable cual llaga en la memoria: el saberse causante de no volver a verla. O incluso menos que eso: el no volver a verla, ni a tocarla, ni a sentirla. Nada más. Y así se revolvía de nuevo entre las sábanas, en la horrenda certeza de que no era una conciencia súbitamente lúcida, sino su siempre oscuro, infértil egoísmo, el demonio que nunca más lo dejaría dormir.)

No regresó a la agencia. No quería soportarlo, ni vivir con la idea de que desde la cada día más probable muerte de Violetta su prestigio en la agencia se había multiplicado, y hasta el mismo Ferreiro defendía sus campañas. Había, además, una estampida de clientes, y hasta las secretarias murmuraban que Paul quería vender la agencia. Tenía deudas, decían, y Pig se había pasado las semanas de crisis fabricando frases y párrafos habilidosos, de los que luego Paul tomaba el crédito, como quien toma un tylenol para olvidar la caries. Harto ya de encontrar consuelo en el trabajo, Pig se castigó a golpes de ocio, culpa y aislamiento. ¿Serviría de algo ir a buscar a su familia y decirles la verdad, o mejor: confesarles la mentira? ¿Y quién le iba a creer? ¿Quién podía asegurarle que no había sido todo una invención? ¿Quedaba cuando menos un testigo a la mano? ¿No era cierto que desde aquella hora de su desaparición los días eran parte de un solo descenso, cual si el carro de la montaña rusa hubiese por si mismo decidido seguir de frente y en picada hasta el Infierno? ¿En qué momento había comenzado la caída, luego de todos esos meses impredecibles y casi felices? ¿Y si ese solo casi, tan desagradecido, llevaba ya en si el germen de la traición? ¿Había sido en otra parte o en otra época más dichoso que ahí, en la cuerda floja tendida por Violetta? Habían transcurrido casi cuatro meses desde su desaparición, cuando Pig recibió una nota de aires intolerablemente póstumos: tenían un paquete para él en la oficina de correos, remitía una tal V R Schmídt.

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