Será inútil expulsar a este demonio de ti: soy inmune al exorcismo y no me iré de aquí. Te llevaré a bailar el tango del placer, verás que no es lo mismo delirar que proceder. Me sobran las alas para el cielo cruzar…
¿A qué nube quieres ir? ¡Yo te puedo llevar! Mis entrañas no son malas si las sabes cocinar, te toca decidir qué postre quieres probar… ¡Mi Cielo!
Rap del Diablo Guardián, parte II (anexo a 24 tulipanes de procedencia no especificada).
El empleado tiene las ideas, el equipo los conceptos. El equipo tiene los medios, la agencia los fines. La agencia tiene la ética, el cliente la filosofía. El cliente tiene la competencia, el producto las ventajas. Imaginó cada frase colgada y enmarcada en un flanco de la sala de juntas, con los anuncios de la agencia en torno. Pequeñas y sobrias, como sentencias bíblicas, con un motivo abstracto y a la vez concreto acompañándolas. La pluma y el tintero, cosa así. Lo que más de un cliente llamaría Estilo Clásico, aunque eso ya sería problema del dibujante. Se había pasado la noche entera rayoneando un cuaderno. Escribió frases lindas y un poquito tramposas sobre la poética de la productividad. Hizo listas inmensas de adjetivos, adverbios, metáforas y frases compatibles con sus textos diarios, de modo que los próximos salieran bien y rápido. Llegaría temprano, antes que Lerdo, y escogería los anuncios más difíciles de entre el altero de órdenes acumuladas en la tarde anterior. Cuando por fin sintió que el alud de frases y palabras bastaba para permitirle conservar su empleo, con todo y el aumento de sueldo prometido, escuchó pájaros, miró tras la cortina y recibió de golpe la claridad del día. Se tiró de clavado en la cama, sin cambiarse de ropa ni preocuparse más que por ajustar el despertador a las ¿ocho y media? Cuarto para las ocho, si pretendía llegar antes que Lerdo.
Despertó recordando, muy lejos en el sueño, el timbre del reloj, pero había olvidado el instante en que lo apagó. Debían ser las once, quizás el mediodía. Entró en la regadera tejiendo conjeturas sobre Rosalba. Sabría el demonio cuántos jefes habrían preguntado cuántas veces por él. ¿Por qué no habían llamado? Por supuesto tenían su teléfono, recordó Pig comido por la prisa de secarse la cabeza con el pundonor elemental para llegar a la oficina con el pelo perfectamente seco, y así a nadie le diera por pensar que venía directo de la regadera sin escala en la toalla. Pero ¿valía la pena fingir? ¿No era verdad que se pasó la noche trabajando? ¿No se parecía eso a lo que el jefe de los jefes había dicho que esperaba de todos: un compromiso al borde del insomnio?
.- ¿Qué tal, Paul? -fingió Pig familiaridad con quien, vista la situación, no podía tenerla. Y en tal sentido el ceño del jefe de su jefe difícilmente le mentía: su sola extrañeza, matizada innecesariamente de una vaga diplomacia forzosa, semejaba ya un reproche, pero igual podía ser el solo fastidio de haber sido distraído por algún asunto menor. ¿Tenía Paul por qué saber que acababa de llegar? No necesariamente, creyó Pig al tiempo que plantaba la expresión de una Gioconda súbitamente aburrida. Ese instante de timidez extrema cuando el dueño de la iniciativa duda entre creerse deudor del orgullo y sospecharse acreedor del ridículo. Cuando preferiría no haber hecho nada y escapar de allí y estar aún en su cama.
.-¿Te bañaste? -ironizó Paul, casi ácidamente. -Perdón, pero es que no dormí en toda la noche. Mira lo que te traigo.
Pig había desplegado una hilera de papeles sobre el escritorio. Y a Paul no le quedó más que caer en una honda, poco a poco sonriente estupefacción. Pig ni siquiera lo miraba, tampoco abría la boca. De pronto acomodaba algún papel, cada vez que el ventilador volvía sobre su izquierda y los hacía flotar por un instante. Los claxons de la calle, las aspas del ventilador, las respiraciones: ruidos que cobran forma en medio del silencio que se va haciendo largo y es como si sonara una fanfarria, pues cada tanto Pig alcanzaba a rechinar las muelas diciéndose que ahora ya el silencio -mejor: el tiempo silencioso- corría en su favor. Entre más fueran los segundos -¿los minutos? que Paul permaneciera sin hablar, mejor parado encontraría a quien había motivado ese silencio. Es decir Pig, cuyas ideas se iban escapando hacia otros escenarios: el privado, Rosalba, la tarde, las seis treinta.
.-No te duermas… -sonrió, ya abiertamente, Paul-. ¿Cuántas horas te pasaste haciendo esto?
.-No sé -dijo al instante Pig, con esa diligencia tan usual en quienes han sido atrapados en medio de una ensoñación-, no me di cuenta.
.- ¿Te gusta la publicidad? -Paul abrió todavía más la sonrisa sólo para cerrarla de inmediato y mirar hacia el fondo de los ojos de Pig--. La verdad…
.- ¿La verdad? -ganó tiempo Pig, se preparó para el silencio largo que debe preceder a toda confesión difícil.
.-La pura verdad -volvió a sonreír Paul, como quien salta de la gravedad del púlpito al relax del confesionario.
Pig clavó la mirada en el piso y supo una vez más que con sólo dejar correr unos segundos, su respuesta ganaría contundencia.
.-No hay bronca, te lo juro, ya tienes tu contrato -se quebró Paul.
.-Pues, igual que tú. Me gusta lo que se hace con la publicidad -y entonces Pig alzó la mano derecha entrecerrada, con la yema del pulgar sobando cadenciosamente el índice.
.-Te gusta el dinero… -Paul lo miró de nuevo hondo y a los ojos, próximo a lo que igual podría ser un signo de condena que de complicidad.
.-Mucho -le sostuvo la mirada Pig. Si su lectura de los signos no le estaba engañando, Paul había escuchado lo que más quería oír. Por eso de repente le daba la espalda, se llevaba la mano hasta las cejas y se dejaba ir en un temblor que ya no tardaría en aceptarse como carcajada.
.- ¿Se nota mucho que me gusta el billete? -casi susurró Paul, más para sofocar la risa que en realidad haciendo una pregunta.
.-Pues cuando yo he tenido, me ha gustado muchísimo -declaró seriamente Pig, creyendo, con razón, que eso de compararse campechanamente con el jefe de su jefe le permitiría negociar desde un sitio distinto al de, digamos, Lerdo.
.-Pero ¿y la publicidad? ¿No te gusta? -atacó de regreso Paul, ya recompuesto.
.-Claro que me gusta: da mucho dinero -alardeó Pig, mientras con ambas manos señalaba todos sus papeles sobre el escritorio.
.- ¿Acabas de llegar? -Paul tampoco quería dar demasiado peso a los papeles: una sucesión de frases afortunadas, cuatro campañas para vender los servicios de la agencia, un paquete de ideas motivacionales y algunos mensajes para consumo interno.
.-Sí. Estaba haciendo la campaña de puntualidad -bromeó Pig, sin perder la compostura, y levantó la hoja donde aparecía una de las frases que más habían hecho sonreír a Paul:
Por llegar tarde, lo cortaron…¿captas la idea?
Aunque tal vez lo que le había provocado la sonrisa fue la directriz, escrita al pie del hueco para la ilustración: Aquí va una guillotina, con k cabeza de un empleado.
.- ¿Por qué la de un empleado? -inquirió Paul, de nuevo divertido.
.-Ni modo que la del director general… -arriesgó Pig, sonriendo abiertamente.
.-¿Y qué tal tu cabeza, cabrón? -fanfarroneó festivo Paul, en lo que Pig consideró, de nuevo con razón, apenas el principio de un negocio invaluable.
.- ¿Ya te vas? -titubeó Pig, de pronto sin piso. -Te veo aquí a las siete, no te vayas a ir -le palmeó el hombro Paul, como quien da una orden a alguien de la familia.
.-Es que… hoy tengo que ir al dentista -se defendió Pig, luego de que una alarma recóndita le gritara: Rosalba, seis y media donde ayer.
.-Y además no has dormido -subrayó Paul, quizás interesado en descubrir si lo de Pig era pereza o compromiso.
.-Eso no importa, ya no tengo sueño. Siempre se me quita cuando voy a ir al dentista -matizó Pig, con la satisfacción de quien ha armado una mentira impermeable.
.- ¡Auch! -teatralizó Paul-. Entonces te espero mañana a las nueve en punto. ¿Puedes o no te deja tu dentista?
.-Puedo -le tomó el hombro Pig, con un gesto que se empeñaba en ir de la camaradería innecesaria a la complicidad desfachatada-, mañana a las nueve.
.-Déjame aquí las hojas. Mañana las analizamos con más calma -Paul ya estaba en la puerta, todos podían oírlo. Más que eso: Rosalba lo escuchaba. O debía de escucharlo, pero no había forma de cerciorarse porque seguía de espaldas buscando alguna cosa entre los archiveros. Y tal vez, sonrió Pig, esperando que fueran las seis y media en el bar de Cuauhtémoc:
¿Me crees? ¿Me necesitas? ¿Me prefieres? ¿Me compras? Preguntas todas respondidas de antemano por una afirmación reglamentaria. Imposible dudar de lo que ya sabemos -estudios de mercado lo demuestran- que el consumidor quiere. A veces sin saberlo, por eso hay que decírselo. Claro que todos esos números, expresados por gráficas, encuestas, promedios y un alud decisivo de estadísticas, no tenían más sentido que venderle al cliente la campaña. Y ante ese Mardi-Gras de cifras, argumentos y análisis comparativos, todo debidamente salpicado de piropos a Su Alteza, El Producto, sólo un imbécil osaría decir no. Lo bueno del asunto, pensó Pig por ahí del diez para las siete, es que con ese método se vende cualquier cosa. Incluso yo, carraspeo luego de sorber del vaso de Rosalba que de pronto era suyo porque hacía una hora que debía haber llegado y no llegaba y los hielos del bloody se hacían pequeñitos y qué importa si llega, finalmente, porque hoy no es más que hoy y mañana me va a necesitar.
Prohibido pensar no. Prohibido sospechar que detrás de su ausencia pudiesen acechar los diablos del arrepentimiento. Prohibido recordar aquel wat do you want? Con todo y gringo tácito y five minutes y adiós. Tenía que concentrarse en la estrategia que le exigía no aceptar un no. Y aun si las negativas conseguían imponerse, había que descartarlas de inmediato, y si fuera preciso cerrar fuerte los párpados, sacudir la cabeza, recordar con sonrisa impresa y pies flotantes la convicción sin nombre ni palabras que lo colmó de urgencia de infinito. (¿Qué hacen los astros para evitar la colisión? Lo mismo que él: aferrarse a la inercia que los lleva a la catástrofe. Como los vagones de un tren, cuyo poder sobre la locomotora no es otro que la certeza de que al final, cuando el estruendo gane tiempo y forma, se destruirán con ella. Pero sus ojos eran en tal modo tóxicos que nada, ni siquiera el mirarse huérfano en su ausencia, pudo alertarlo a tiempo. Puesto que eso, estar a tiempo para su salvación, le habría parecido una cobardía tan abyecta que, de perpetrarla, el Infierno habría llegado antes.)