No podía ir más lejos, ni llegar más abajo. Tenía que regresarme. Pero primero había que encontrar a Richie Ranch, y sí era necesario ponerme de rodillas y rogarle por lo que más quisiera que me dejara estar en su casa de Cuernavaca. Iba en el taxi llore y llore, pensando: Juro que si me dice que sea su sirvienta, yo le digo que sí. Juro que no me vuelvo a meter cois. Juro que no me vuelvo a tirar a un judicial. Juro que no regreso nunca más con Tía Montse. Pero ni con el juradero dejaba de chillar. Hasta que ya pasado el mediodía dimos con Ríchie Ranch. ¿Sabes de qué venía? De jugar golf ¿Sabes dónde? En el Club de Golf México. Le empecé a preguntar como loca: ¿Viste alguna ambulancia? ¿No? ¿Patrullas tampoco? Porque la casa estaba cerca de la entrada, si él venía de ahí tenía que haber visto algo. Digo, él no había salido hecho bolita en el asiento de atrás. Pero cero, y aparte ya podrás imaginarte la paranoia que agarró este güey cuando me dio por preguntarle esas cosas. Total que por lo pronto pagó el taxi, que era una buena lana porque llevábamos cuatro horas de dar vueltas, luego de que me levantó hasta el fondo de la puta colonia, metida entre unos árboles y sin saber qué hacer. No sé si Richie Ranch no me invitó a pasar a su casita por la facha que traía, o por la gritadera que estaba pegando, pero al final lo más sensato era que me llevara volando a mi casa. No me importaba si teníamos que tirar la puerta, yo iba a sacar mis cosas y a desaparecerme de este mundo.
Richie Ranch tenía un nombre francés, o no sé si italiano, pero yo le decía Richie Ranch porque era como un aristócrata de pueblo. Tenía modalitos de niño nice y le gustaba criticarme así: con la palabra ranch. Cada vez que me ponía guarra, 0 que fumaba demasiada mois, se me quedaba viendo y me decía: Ranch. Mamón, ajá. Un bon vivant con más Pedigree que presupuesto. Otro que no sabía nada de mi vida. Aunque tampoco era tan complicado descubrir que yo no era lo que decía que era. No sabía comer unos ostiones, ¿tú crees que iba a creerme que era hija de un diplomático?
Nunca se tragó nada, por supuesto. Hasta que me agarró en la sala de mi departamento y dijo: Ok, te llevo, baby. Te escondo en mi casita un mes, sí quieres, nomás dime de qué te estás fugando. Y yo no le podía contestar, porque de un lado me moría del nervio, y del otro tenía que volver a contarle mi vida, porque todo lo que sabía era puro pinche cuento. O sea que le dije: ¿Sabes qué? Vámonos y te juro que te cuento en el camino.
Traíamos una Suburban de su tía. Richie Ranch para eso se pintaba, conseguía recursos anyway, anyplace, anytime. Rompió un vidrio de la cocina y se metió, llenó la camioneta con mi ropa y mis cosas en menos de una hora, inventó un plan buenísimo para recuperar el Intrepid y qué te cuento: esa noche ya estábamos en Cuernavaca, con mi coche. ¿Sabes cómo salvamos el Intrepid? Primero fuimos a dejar mis cosas en la camioneta. Volvimos al DF ya en la tarde y me dejó en un cafecito rascuachón, en el centro de Tlalpan. Se llevó la factura y un papel que le firmé donde decía que yo se lo había vendido. Pero ni falta. Llegó, se subió al coche, lo arrancó y adiós. Seguro nadie supo que era mío. No me había ni acabado el capuchino cuando ya había vuelto con el coche. Entonces que me dice: Te propongo un deal, yo te dejo mi casa y tú me dejas tu coche, por el tiempo que quieras. Yo estaba como estúpida, como que reaccionaba, pero a medias. Le decía si a todo, pero igual no podía pensar en nada. O más bien era que nomás pensaba: Por mi culpa mataron al Comandante Pito Corto. No te rías, pendejo, esto es horrible. Y ahí traía la cinta, pero era lo pinche último que yo iba a ver. No me importaba si se veía o no la cara del matón. Según mis cálculos tenía que salir, yo sentía su voz cerquita de nosotros, y el cuarto era muy grande. Pensaba eso, pero decía: Ni madres, no me da la gana verla. ¿Cómo iba a querer verla, carajo? Quería quemarla, antes de que la puta cinta me quemara a mí. Pero tenía que hacerlo bien, cuando estuviera sola, y no sé cuántos días pasaron que traía a Richie Ranch pegado como enfermero. Buen chico, a fin de cuentas. Supongo que pensaba que me iba a suicidar. O que le iba a vaciar la casa. Que igual era posible, ya ves cómo es una. Porque ya a esas alturas yo le había contado todo.
O bueno, casi todo. Sabía de Tía Montse, de Hans y Fritz, de mi familia naca, de mis raterías y de mis mariditos en New York. En versión soft, ofcourse. O sea que del Nefas ni una puta palabra: yo hasta esa vez no había conocido a un hombre violento. Hasta la vez de los balazos, I mean. Si mi amiguito Richie Ranch iba a tener que verme como puta, mínimo que me viera como Súper Calt Girl. Que puede ser lo mismo, pero es muy diferente. Según creía Richie, yo en New York trabajé con una agencia súper nice. Y eso sólo porque venía huyendo de unos padres monstruosos que se robaban las limosnas de la Cruz Roja. Richie Ranch me llevó a su casa cuando yo ya le había contado que era una ratera. Que había estado en un asesinato. Que me dejaba que los judiciales me cogieran. Entonces yo pensaba: Que haga lo que quiera. Que vendiera mi coche y se gastara el dinero, si quería. Pero que me dejara estar ahí, encerrada. No sé cómo explicarlo, pero hasta en Cuernavaca, pacheca, en la alberquita, con un bloody en la mano, yo estaba segurísima que iban a intentar joderme.
No te hablo de tres noches. Fueron casi seis meses sin salir a la calle, sin ver coches, pensando el día entero que me iban a acusar de asesinato, imaginándome mi foto en los periódicos: Confesó la homicida de la vida galante. Fue por eso que luego no quemé la cinta. Un día agarré la cámara y la estrellé quién sabe cuántas veces en el piso, sólo que antes ya había guardado el cassette. No tenía dónde verlo, pero si me metían en el ajo, iba a poder probar que era inocente. Puta, pero inocente. Algo es algo, ¿verdad? Nomás que yo en el fondo me seguía sintiendo culpable. No me había propuesto matar a nadie, pero de todos modos la cárcel está llena de güeyes que tampoco se propusieron irse a vivir allí. Yo nunca dije: Me propongo ser putita. Fui emputeciendo así, sin darme cuenta. Y al mismo tiempo dándome pequeños chances. Perdonándome cosas, you know. Lo único que me tranquilizó fue saber que el muertito había aparecido en otra parte.
Un día Richie Ranch me dejó sola el día entero. Me hablaba cada media hora: ¿Estás bien, baby? ¿Qué necesitas, flaca? ¿Me extrañas, Violettilla? Más que flaca era un fiambre. Estaba como muerta, pesaba menos de cincuenta kilos. Y por supuesto me sentía mucho peor que eso. Pero en la noche me llegó con un recorte de periódico. Había ido a comprar los últimos de enero y los primeros de febrero, y en uno de ellos venía la foto del muerto. Afortunadamente Richie tuvo el buen gusto de recortar la pura foto, sin noticia. Y bueno, así, ya viendo la foto, sí, claro que era él. El pobrecito Comandante Pito Corto. Primero me solté chillando como escuincla pendeja, luego ya Richie Ranch me explicó que lo habían encontrado en el Ajusco, que según esto había sido cosa de narcotraficantes. Creo que la noticia siguió saliendo varios días, pero le pedí a Richie que no me contara. Quiso decirme el nombre del comandante que lo había encontrado, pero en ese momento me tapé las orejas. No quería saber su nombre, ni ver su foto. Prefería pensar que si, efectivamente: unos narcos de mierda se lo habían echado en lo más alto del Ajusco, mientras yo estaba buenamente dormidita en mi casa. Volví a pensar en la cinta, quemarla de una vez y olvidarme de todo, pero dije: No. Tenía que protegerme. Ni siquiera sabía qué rollo con Tía Montse.
Le llamé mucho rato después, cuando ya me empezaba a aburrir de pasarme los días a un lado de la alberca. O sea dos semanas, tampoco creas que tanto. Richie Ranch me prestó un celular no sé de quién, y zas: que me contesta. No lo podía creer: estaba encantadora. Un dulce, la gordita. Hijita, cómo estás, ¿estás bien?, dime, Violetta, Dios bendito, dónde te habías metido, hija. Vieja cabrona. Sabía perfectamente en qué asquerosas manos me había puesto. Según ella hasta me mandó decir una misa. Negra, sólo que fuera. Pero se portó bien, te digo. Le inventé que me había ido a Monterrey, que me pensaba regresar a Estados Unidos. Y ella bien, muy de acuerdo. Al día siguiente me depositó el dinero que me debía y en fin: Dios te bendiga, hijita. Según Richie fue porque le pegó la cosa en la conciencia. Creyó que ya me habían matado y yo le aliviané toda esa culpa. Para mí que más bien se portó como mujer de negocios. No dudo que haya dicho: Ésta va a regresar en dos semanas. Porque yo nunca le conté del muerto, solamente le dije que habían pasado unas cosas horribles y me tiré a chillar en el teléfono. Y ella que casi no era paranoica con las líneas telefónicas, más tardé yo en hablarle de cosas horribles que la vieja en callarme la bocota. Y callármela bien, porque con esa lana sobreviví al noventaicinco entero.
De pronto me pregunto por qué volví esa vez con Tía Montse, luego de haberme divertido tanto con Hans y Fritz. Pues claro: por la lana. La vieja me debía tres meses de chamba, tú dirás si pensaba regalárselos. No sé qué le dijeron, me imagino que sus finísimos clientes la habrán amenazado, un rollo así. Después del último Dios te bendiga, le dije rapidísimo: Tía, te juro que no me acuerdo de nada y ahí mero me colgó. Cuando, dos días después, se me ocurrió checar el saldo de mi cuenta, bingo: the bitch was rich. No riquísima, pues, pero de menos ya no tan jodida. Con casa, coche y novio. Porque en eso sí Richie Ranch era de lo más formal. Conmigo sólo viven mis putas y mis novias, decía. Así que nos hicimos novios, porque como él también decía: De putita me arruinas, baby.
No es que tuviera putas, cómo crees. Pero así les llamaba a las putitas que se lo ligaban sólo para que las llevara a Cuernavaca. ¿O sea como Yo? No way. Yo estaba ahí escondida sólo para evitar que me mataran. Además, una cosa es que mi familia sea no sé, nacona, y otra sería que me hubieran educado como a esas putitas de balneario público, que para conocer una casa en Cuernavaca tienen que hacer o deshacer las camas. Y aunque creas que me muerdo media lengua, lo mío no era así. O por lo menos yo no lo veía así. Hasta que me pasó lo del muertito y dije: Puta madre, esto sí es de verdad En Cuernavaca igual nadaba y me reía y las arañas, lo único que no hacía era verme en el espejo. Sentía que la cara me había cambiado, que aunque estuviera igual la iba a ver diferente. Cara de puta y narca y estafadora y asesina, disfrazada de novia del joven de la casa. ¿Checas cómo el lenguaje doméstico me sale solito? Veía a la micifuza tendiendo mi cama y decía: Shit, Yo soy la que tendría que estar de miau, sólo que en una cárcel de mujeres. ¿Qué me quedaba? Ni modo, tenía que portarme mamoncísima. Me llevaban el desayuno a la cama y yo no daba ni las putas gracias, pero supongo que se desquitaban cada vez que me veían chillando en el jardín. En todo caso habrán pensado: Pinche vieja loca. Seguro me soñaban: daba vueltas como alma en pena el día entero, no salía ni para ir a la tiendita. Traía todo el tiempo la paranoia galopando, veía judiciales colgando de los árboles, entre los tabachines. Luego también lloraba pensando: