Cuando cumplió los treinta se miró en una orilla, y por primera vez pensó en capitular. Detrás tenía el resto de la herencia de Mamita: una casa sin muebles, varias joyas y una cuenta bancaria volando apenas menos que en caída libre. ¿Había muerto Mamita en la tranquilidad, pensando que en nueve años más su hijo-nieto ya tendría una vida encaminada, o en la zozobra, segura de que pasaría todo lo que pasó? No pasó nada, dato, sólo el tiempo. Tras cuatro años decapitando nombres y prestigios del cine universal sin mayores repercusiones, Pig comenzó a entender la urgencia de cortarle la cabeza al verdugo; si bien tardó otro tanto en conseguirlo. Cuatro años más cuatro años: casi todos sus veintes yendo al cine solo, destazándolo a solas, ya con la indiferencia de quien desarrolló un proceso automatizado. Cada semana, el verdugo dejaba el hacha en casa, pues hacía tiempo que las ejecuciones se realizaban por intermedio de un sistema interior de poleas y engranajes, cuya rutina de funcionamiento lo tenía todo para hacer de un patíbulo un rastro, y del verdugo el matancero.
Desde los veinticinco trabajó de planta en el periódico: no duda que por eso, pero sólo por eso, El Patíbulo continuó publicándose. La columna no solamente había perdido su filo, sino que recurría con extenuante frecuencia a los mismos lugares comunes que años antes habíanle servido de fuegos de artificio. Mientras los otros críticos, cuyos estilos había parodiado y ridiculizado con frecuencia involuntariamente reverencial, se saludaban en funciones privadas y festivales europeos, Pig asistía a solas a las funciones comerciales nocturnas, cual si con su presencia fantasmal pretendiera emular la cauta soledad de los verdugos. Condenado a trabajar con la capucha puesta, cargando con sus méritos laborales como estigmas profesionales, Pig no sólo distaba de acumular prestigio, sino que como todo buen verdugo se obligaba a vivir por siempre enmascarado.
Igual que los burdeles, los periódicos duermen por las mañanas. Antes del mediodía, la redacción lucía inverosímil de limpia. No había más colillas, ni papeles, ni aire denso; en lugar de eso, Pig disfrutaba preparando los artículos del suplemento, generalmente sin reparar en su contenido, en mitad de un silencio con virtudes terapéuticas. Al principio el paisaje parecía desolado, pero más tarde se aliviaba con la presencia de las redactoras de sociales: mujeres cautamente pretenciosas cuya obvia vecindad con el salario mínimo difícilmente las recomendaba como gurús de trepadores sociales, y por ello vivían obsesionadas con el asunto urgente del barniz cultural. Y Pig, que igual que ellas ganaba una mierda de salario pero llegaba a trabajar en un carrazo, muy rara vez tenía objeción en barnizarlas, desde la asesoría en cuestiones ortográficas -sus jefes las amenazaban con la calle cada vez que les encontraban un «estuvo»- hasta las referencias a novelas y películas, que en las crónicas de sociales brillaban con extraña mas segura distinción: el cliente quedaba más contento cuando en la crónica de la boda de su hija relucía alguna cita de Scott Fítzgerald. O al menos eso les decía Pig, que en realidad estaba usando alguna línea de Sacher-Masoch, divertido en la siempre fundada sospecha de que de cualquier forma nadie se daría cuenta.
.-Como decía Kafka: eres una ingeniosa aliada de tus sepultureros -atacaba Pig a una nueva redactora, y por días la avasallaba con toda suerte de cápsulas inculturales, hasta que eventualmente la cacería daba frutos. Iba con ellas a inauguraciones, bodas, cócteles diplomáticos, cenas de beneficencia: espacios que él abría ante sus ojos con soltura sobreactuada, Juiciosamente irreverente. Más que un acompañante, Pig era un pasaporte, y lo sabía. Les hablaba de grandes nombres, grandes obras, grandísimos conceptos, todos perversamente equívocos. Pero jamás tocaba el tema de si mismo: demasiado pequeño, a sus ojos. Inoportuno, aparte. ¿Quién tenía tiempo y estómago para desperdiciar la vida hablando de cosas verdaderas?
Con alguna excepción, jamás se fue a la cama con ninguna. Y la excepción no fue una joven redactora, sino una mujer grave, hosca, madura como habría estado Mamá, que murió de veinticuatro y ya habría cumplido los cincuenta. Era editora de la sección financiera, tenía ojos de gato, se llamaba Noemí. Llegaba ya pasado el mediodía, bajaba de un horrible Chevrolet negro, de la mano de un chofer con bombín y corbata de moño. Y Pig estaba tan perdido por ella que ni siquiera osaba criticar el ritual, del cual Mamita se habría reído hasta las lágrimas. Trepadora exitosa, la señora Noemí tenía el semblante frío, impenetrable, pero una vez que la lengua de Pig cruzaba las fronteras de sus labios, todo en ella invitaba a la invasión. Sus ojos se tornaban agridulces, su temblor perceptible, sus ansias cosquilleantes y a la postre tiránicas. ¿Qué podía desear más el verdugo, sino enfrentar las uñas de La Venus de las pieles, y solamente en ellas encontrar su merecido? ¿Cómo no capitalizar el privilegio de la pequeñez cuando uno se desplaza a ciegas de si mismo por el cuerpo escarpado y sabiondo de una materialista inconveniente?
Su merecido era: soñar el día entero con ella. Delirar con el solo recuerdo de sus imperfecciones: el mentón pronunciado, la nariz ganchuda, el talle disminuido, la papada incipiente. Nada que perturbara la imagen de esa zorra inconquistable, doblegada de súbito por los relámpagos de una entraña golosa, insospechablemente afecta a la ternura.
En otras circunstancias, las zorritas de la redacción habríanse bastado para monopolizar sus obsesiones, pero habida la cuenta de tamaño zorronón, Pig se dejó adoptar con entusiasmo de huérfano anhelante, y así bebió de aquellos pezones casi tan grandes como su boca -que nunca fue pequeña, y menos ante biberones semejantes- la miel de una experiencia rancia y ponedora. Porque Noemí ponía, como los hongos, y tripularla a ella era todavía más difícil. Uno puede comerse un plato entero de derrumbes y conservar los pies sobre la tierra, resistiendo al embate de la psilocibina mediante los poderes de un cerebro alerta, pero la cama de Noemí no tenía contacto con la tierra. Para quien, como Pig, el verdadero sexo ocurre no a partir del coito, sino del despegue, tripular a Noemí era montar a pelo una cabeza de misil, donde la hembra monopolizaba el derecho al rugido y el macho se entregaba a la misión sagrada de desgañitarla, con los solos oficios de su imaginación cochina. Pues mientras se batía con Noemí en inenarrables duelos de secreciones, ella jamás dejaba de insistir: Dime más cochinadas, hijito.
Se las decía en el oído, muy quedito al principio, y ya al final a gritos. Se pasaba mañanas inventando las frases, los personajes, las historias: un catálogo profusamente ilustrado de cochinadas a la medida de sus apetitos menos mencionables. ¿Desde cuándo te dicen Pig, depravadito?, le ronroneaba en el oído Noemí, que más que depravado lo encontraba depravable, y no bien escuchaba la respuesta contraatacaba: ¿Y qué les hacías a las niñas a los nueve años? ¿Te las copias, cochino? Sólo ella le decía así: Cochino. Aunque no sólo él era beneficiario de su sentido del humor: había un banquero, según sus cuentas el penúltimo de sus amantes -aunque las cuentas bien podían fallarle en cualquier momento, si es que no le fallaban de origen- que aún tenía nexos con ella. Pig sabía que el tipo la veía. Sabía que le pagaba un sueldo exorbitante como consejera, y que el orgullo más vigente de Noemí consistía en seguir cobrando todo ese dinero sin haber puesto nunca un pie en su pinche banco, pues el cheque lo recogía cada quince días el chofer, junto con su salario, más un obeso talonario de vales de gasolina. Sabía que cenaban, a veces, y que la mayoría de las veces se iban a la cama. Y que de todas esas veces ni una sola lograba penetrarla, y en lugar de eso le pedía que lo vistiera de niño. Pig no podía estar del todo seguro de esa historia -Noemí era mentirosa vocacional- pero le acomodaba creerla, tanto que ni siquiera se sentía afrentado cada vez que llenaba el tanque de gasolina y pagaba con vales. En un par de ocasiones, un empleado de la gasolinera le pidió identificarse, y Pig, que había quemado buena parte de su herencia estrenando automóviles soberbios y notorios, recurrió al truco elemental de dar el nombre del dueño del banco y añadir la palabra mágica: junior, sólo para después avergonzarse hasta los huesos y pensar: Yo soy otro entenado de ese pinche viejo.
Pero uno a todo se acostumbra, y así como gastaba de más en cambiar coche, Pig se fue acostumbrando a juntar las facturas de mecánicos, seguros, accesorios, comidas, cenas, desayunos, despensas, latería, vinos y, felizmente a menudo, viajes. Siempre que entre las páginas del periódico la firma de Noemí aparecía seguida de la palabra enviada, era cosa segura que Pig andaba también de vacaciones. Así, sin darse cuenta, Pig le fue devolviendo su apelativo al pinche viejo: Don Armando, asumiéndose al propio tiempo como una versión libre de Armandito. Todo lo cual difícilmente pasó de noche en el periódico, donde el sueldo de Pig era en tal modo ridículo, comparado con la cadena de prestaciones tramitadas por Noemí, que podían pasar diez semanas sin que se molestara en cobrarlo. Había un placer especial en saberse el único ser vivo en toda la redacción al que Noemí -ahijada de los dueños, confidente del subdirector- le dispensaba una sonrisa, inconcebiblemente plena de una alegría que desaparecía tan pronto se volvía hacia las redactoras de sociales con ojos de pistola y de sorpresa, como recién rememorando los alcances de su poder hacia dentro de la corporación. Para todos allí, Noemí era una bruja que miraba como diablo, y ello llenaba a Pig de la arrogancia propia de quien pacta con quien no debe.
.-Como dicen los gringos, hijito, tu culo me pertenece -le dijo un día, cuando supo de la llegada de una nueva redactora, y más tarde lo vio contemplarla con la boca a medio abrir. Y se sentía bien, luego de estar tres horas corrigiendo y escribiendo idioteces intolerablemente ajenas a ese viaje vestido de traje sastre: Noemí.
Viaje: puta palabra, pensaría después, ya en pleno declive, sentado ante la misma computadora, esperando su carta de despido. Noemí se fue de viaje para siempre dos días después que Don Armando, una vez que se supo del desfalco: diez millones de dólares, más otras cantidades que por alguna causa no podían contabilizarse en la versión oficial. Hasta que, según despepitaba en los pasillos la que fue secretaria de Noemí, la junta de accionistas del banco decidió que, por el bien de todos, tampoco habría versión oficial. Ni denuncia, ni delito que perseguir. Allí no había pasado nada, pero ello no evitó que pasada una semana del no-suceso lo detuviesen a la entrada del periódico: ya no podía pasar. Le recogieron el gafete, le entregaron sus cosas en una caja de cartón y le hicieron firmar su renuncia en la caseta de vigilancia. Todavía atolondrado por la aspereza del acontecimiento, Pig consiguió sonreír cuando se imaginó a una multitud aclamando la muerte del verdugo. Miró el cheque: tres meses de sueldo y una parte proporcional del aguinaldo, menos ciento cincuenta pesos de un teclado roto. Ni la mitad de lo que se gastaba en una sola quincena con Noemí. Tenía una acidez en la boca del estómago desde que, en la caseta, escuchó a alguna de las redactoras de sociales -de tiempo atrás sus enemigas, por cuenta de la amante recién fugada- murmurar algo parecido a pobrecito huerfanito.