No sabían a quién habían corrido, aunque quizás comenzarían a sospecharlo en unas pocas semanas, no bien dejaran de suceder los múltiples desaguisados, todos inexplicables, que durante cuatro años habían azotado a toda el área de redacción del periódico, y a veces más allá. Puesto que los primeros días de Pig transcurrieron únicamente al frente del monitor, y en esa situación algunas mentes tienden a incubar ideas tan peligrosas como la de asumirse francotirador. Sus jefes directos -dos periodistas viejos, manosos y borrachos que todo lo arreglaban desde la cantina- llegaban ya entrada la tarde, y él casi siempre se iba antes de las cuatro. Una vez que entendió las instrucciones básicas para manejar la computadora, y así acceder a toda la red del periódico, no tardó en aprender a hurgar en archivos ajenos, hasta hallar la manera de modificarlos sin dejar huella. (El día que la acompañó al panteón a dejarle unas flores a Papá y Mamá, exactamente cuatro años después de muertos, Mamita le contó del accidente. Se habían ido rápido, sin sufrir, y hasta contentos porque él no se iba a quedar desamparado; pero eso no debía de ser tan cierto, si de sólo contarlo se le salían las lágrimas. En lugar de llorar, Pig regresó a la casa y corrió a su recámara. Poco rato después subió a la azotea, con el rifle de diábolos que recién le había comprado Mamita, decidido no tanto a hacer justicia como a sólo extender el infortunio. Quince minutos más tarde, ya le había metido al vecino un diábolo en la nuca. Amaba las maldades, odiaba la orfandad, le cagaba la madre que no tenía que viniera una tía a preguntar: ¿Y no te habría gustado tener un hermanito? ¿Cómo iban a saber, los inocentes, que acababan de despedir al francotirador, cuando el solo favor de Noemí lo había librado de sospechas aledañas? A los ojos de los demás, Pig era un arrogante más al servicio de la Bruja Mayor -que al parecer tenía un historial de seducciones-, y de seguro no tendría tiempo, ni menos interés, para martirizar a los jefes de sección con la publicación constante de extraños errores, como la inclusión de la palabra coprofagia en la crónica de una fiesta diplomática, la sustitución de Karol Woityla por «Karol Wurnett» en plena visita papal o la misteriosa aparición de un párrafo de aliento nazi-estalinista en el editorial de cierto articulista prestigiado, para más señas ex amante de Noemí. Y se sentía bien, aún mejor que cuando los primeros episodios de El Patíbulo, que habían sido un lujo de crueldad innecesaria. Sobre todo después, entre las sábanas de su amante y protectora, cuando la hacía confidente y a veces también cómplice de las maldades. Se volvía una bravucona insolente, una niña malcriada semejante a Lucy, que mientras viva nunca dejará de joder a Charlie Brown, y eso a Pig lo ponía filoso, venenoso, francotirador. Lo hacía sentir niño, y mirar a Noemí como una niña, y entonces traspasar las barreras morales como verjas sagradas, unirse a ella para joder a cada uno de sus enemigos, sin meter las manitas porque las verdaderas brujas de este mundo no se ensucian ni para lavar el perol. Y más tarde reírse juntos en la cama, mirándose a los ojos tímidos y triunfantes, como dos niños que recién ahogaron al bebé de la sirvienta.
¿De manera que la muy puta lo había convertido en sapo, sólo para después largarse con su cerdo ratero y achacoso? Pig pasó varios meses mascando las raíces ácidas de un rencor sentimentalista a su pesar. Habría preferido no detestarla así, no añorar sus abrazos incomparablemente más que los patrocinios bancarios, no tirarse en el pasto a lloriquear por ella justo el día que cumplió treinta años.
No sentirse en la orilla de ese estúpido abismo, con más fuerzas para rendirse que para concebir cualquier tipo de salto. Pues si saltaba, ¿dónde iba a caer? ¿En El Amor, en La Novela, en El Futuro? Ninguno de esos tres tenía cara de existir sobre la Tierra cuando Pig resolvió que tampoco quedaba una historia por contar. Si el diablo finalmente se había llevado su alma, en la apostólica persona de Noemí, también se habría llevado a La Novela, como quien roba un Cadillac con la cajuela llena de carroña.