Diablo de la Guarda: ¡qué rica compañía! Déjame morderte el alma para saber que sólo es mía.
Hazme sentir bien: pórtate mal, súbete a mi tren, sé mi pecado mortal. ¿Ves qué fácil es mi dulce amparo hallar? ¡Con permiso, Señor Juez, me la voy a robar! Rézame, querida, cómprame mi altar: En tus próximas cien vidas no te vas a zafar… ¡Mi Cielo!
Rap del Diablo Guardián, parte III (anexo a 36 tulipanes de procedencia no especificada).
Nunca supo mirar a un perro muerto. Nunca pisó las rayas en la banqueta. Un día en un examen de clasificación le preguntaron: ¿Pisa usted las líneas sobre el pavimento? y respondió que si, tal como otros responden automáticamente que no a la pregunta: ¿Se masturba usted? o ¿Tiene usted miedo a las tormentas? Quien miente en los exámenes psicológicos -¿todos mentimos? confiesa un cierto miedo de sí mismo, y acaso debería temer ser descubierto. Porque hay que calcular que los psicólogos tampoco son imbéciles. Si uno dice mentiras, ellos deben de saberlo. Tendría que haber alguna técnica para sacar a los pacientes toda la verdad. Pero si eso era cierto, Pig suponía entonces que igual habría una forma de burlar esa técnica y hacer triunfar gloriosamente a la mentira. Aunque igual la mentira triunfa de cualquier forma. ¿Qué es lo que califican los psicólogos? ¿La verdad que se esconde tras nuestras mentiras o el puro empeño con que las decimos? Sintió un escalofrío al descubrir, sin siquiera decírselo porque cosas como ésa no se dicen, que con tal de seguir apareciendo conveniente a los ojos de Rosalba podía hacer verdad cualquier mentira, hasta el punto de él mismo creería y defendería cual sólo se defienden las intensas certezas.
«La intensidad de una pasión se mide por la soledad que la precede», había escrito en una de las hojas donde iba anotando los minutos que le faltaban para salir. A veces las mentiras más obscenas resultan preferibles a una verdad del todo detestable. Algo que no se acepta porque es inminente, y lo inminente casi nunca se puede aceptar. La soledad, la muerte, la ruina, el desafecto, el asco: todos inaceptables como el amor equívoco, todos rondando la ventana por la noche, como aquel Hombre Lobo que jamás llegó y por eso jamás estuvo ausente. A los cinco, a los siete, a los once años: nunca se iba el Hombre Lobo. Siempre podría entrar, como en esa película donde los padres sólo veían salir la pelota del cuarto, y no bien se asomaban descubrían la cama vacía, la ventana abierta, el viento tétrico soplando en la cortina quizá de muñequitos. Eso nunca lo supo, pero bastó con que Mamita le cambiara la cortina lisa por una del Pato Donald para que Pig soñara, recordara, jurara que era la misma. Aunque sólo pudiera jurarlo ante si mismo porque como las tías habían dicho: Mamita estaba enferma, no debía disgustarla, ni angustiarla. Pero quizás no era por eso que prefería callarse lo del Hombre Lobo. Si él confesaba que tenía pesadillas, Mamita iría a su cuarto cuatro, seis, sabría el Hombre Lobo cuántas veces por noche, y entonces se le acabarían las funciones nocturnas, con la tele prendida tras la puerta cerrada y Mamita arrullada por su medio valium. Si él tenía el mal tino de angustiarla, no iba a ganar un gramo de tranquilidad -todo el mundo sabía que el Hombre Lobo era más ágil que Mamita- y en cambio iba a perder las películas viejas que durante el diario insomnio lo distraían al menos del terror al licántropo. Aunque bien es verdad que gracias precisamente a la función nocturna Pig había contraído aquella pesadilla recurrente. Pero Pig no pensaba ya en la pesadilla, como en la presencia. ¿Cómo iba él a soñar durante tantas noches con el mismo adefesio, si no era porque el monstruo estaba ahí presente, jugando con sus miedos mientras se decidía a venir por él? En un libro leyó que el Hombre Lobo aullaba a medianoche. Con la tele prendida y los oídos tapados, nunca escuchó el llamado. Había una conexión entre él y el Hombre Lobo, y eso era lo que más podía aterrarlo: saber en lo profundo que era el Hombre Lobo, no Mamita, su verdadero pariente. ¿Cómo explicar, si no, su carencia absoluta de amigos? O esos estados taciturnos en los que por costumbre se sumergía. 0 el insomnio tenaz. O la certeza de que a papá y mamá se los había llevado el Hombre Lobo en la noche del accidente.
O incluso la sospecha casi divertida de que Mamita era una institutriz a sueldo del Hombre Lobo.
Cuando las cortinas del Pato Donald fueron reemplazadas por una persiana púrpura, Pig ya sabía que el Hombre Lobo no acostumbra entrar por las ventanas. Salía a buscarlo a la azotea cada luna llena. Inventaba conjuros. Se desnudaba a un lado del tinaco. Y aun así creía que tener catorce años era la peor mierda que a cualquiera podía sucederle. Inventaba princesas, las personificaba con chalecos azul turquesa y falda a cuadros, las seguía de lejos por el patio de la escuela, se metía al salón cuando estaba vacío sólo para robarse algo de sus mochilas. Una goma, un cuaderno, alguna vez un peine. Fetiches prodigiosos para un ritual cuya misión Pig se encargaba de hacer buena en carne propia. Incapaz de medir la intensidad de un hechizo que él ponía toda la fuerza de sus ansias en multiplicar, Pig veía en esa magia la desembocadura natural de sus noches solitarias y, al fin lo descubría, premonitorias. Más que hallar cualquier forma de medida, Pig asignaba a la pasión un valor cuando menos idéntico al de sus carencias. Como si esa pasión llegase sólo para ayudarnos a cobrar las deudas que el destino contrajo con nosotros. Como si no supiéramos en lo que acaban todos los cobradores justicieros. ¿Qué iba a hacer una niña de faldita a cuadros y chaleco azul turquesa frente a un solitario de trece, catorce años que no tiene ni un amigo y se desnuda en la azotea frente a la luna? Reírse, si se enteraba de lo segundo. O quizás apiadarse al observar lo primero. O más bien nada que no fuera dejarse mirar en silencio, igual que las estampas de los santos a las que los desesperados suplican enterarse y acordarse. Uno prefiere hablar con las estampas porque ellas no se ríen, ni se apiadan. Porque aun así saben, tienen que saberlo, que vamos por la noche como las ambulancias, aullando para silenciar las carcajadas del Creador. Porque si había un Dios que lo miraba tenía que irse, porque cualquiera se habría carcajeado de mirar sus estúpidos rituales, que sin embargo eran lo único que tenía para defenderse de la nada: esa mustia perversa que primero se había transfigurado en Hombre Lobo y después en aquella urgencia convulsiva que le exigía a gritos llamarle por su nombre: amor.
No es que el amor fuese un recién llegado. Era que el sentimiento recóndito e inconfesable, guardado siempre bajo triple llave en la conciencia, de pronto lo infestaba de una comezón menos hermética. Y claro: más tiránica. Si antes podía conformarse con mirar cada tres o cuatro veces a la vecina que algún día sería su mujer -y a la que nunca vio más que de niña- la escuela mixta sorprendió su niñez retirante con una transfusión hirviente de inconformidad, premura y lo que ahora sí podría llamarse retraimiento: una ausencia perpetua de cotidianidad. Un zumbido de sueños pertinaces. Un ulular de qués vacíos de cómos. Un incómodo asombro ante el espejo. Los síntomas que dos, tres años antes lo habrían cerciorado de ser el Hombre Lobo. Por eso seguía fiel a los rituales, porque a los monstruos sólo se les calma alimentándolos. Aunque después, muy tarde, Pig terminase descubriendo que no eran tanto los monstruos quienes pedían comida, cuanto la soledad que por su cuenta los amamantaba. ¿O acaso el Hombre Lobo se iba sobre las familias? ¿Aparecía en las reuniones, en las fiestas, se materializaba frente a las multitudes en el cine, donde hay un proyector y una butaca y un piso y una enorme Coca-Cola protegiéndonos? ¿Cómo, si no en soledad, puede uno dar crédito y cuerpo al pavor por la nada? ¿No habían muerto papá y mamá completamente solos, cada uno en su asiento, llevados de la mano por la nada en mitad de un aullido interminable? Nos pasamos la vida alimentando nuestra soledad para que sea ella quien más tarde nos lleve al otro lado. Amamos de la única manera soportable: como si jamás fuésemos a morirnos.
Decir: «La intensidad de una pasión se mide por la soledad que la precede», escribirlo, leerlo, subrayarlo, asumirlo, era asirse a la última cuerda que quedaba, ya no para salvarse de caer en un idilio irracional, por prematuro, sino siquiera para retardar esa caída. Pig pensaba: No puede ser, no es. Y omitía de paso la palabra «amor», pues de sólo nombrarlo podía conjurarlo. Pensar: «Estoy muy apasionado porque estuve muy solo», es dar a la soledad el rango de enfermedad, y a la pasión volverla medicina. Mamita había empezado con un cuarto de valium, y así llegó hasta tres por día. Uno sube la dosis de la droga porque no quiere de la nada ni el recuerdo. (Al final ya Mamita se dormía el día entero para no pasarlo esperando a la muerte.) Cada vez que subía a la azotea, armado de almohadones, música, mantras y fetiches varios, Pig aplicaba una suerte de ungüento lacerante y anestésico sobre la carne viva de la soledad, de manera que al día siguiente había menos dolor y más herida, y a medida que la enfermedad se conservaba en el secreto, Pig recurría a la pasión. Hará transfigurarla, sin pensar que tal método equivalía a cultivar los gérmenes en el lecho propicio de la herida. ¿Podía esa gangrena que le explotaba dentro llamarse propiamente amor?
Pero ¿cuándo el amor es propiamente amor? ¿Puede uno amar a quien le acompañó por una hora? ¿Por dos horas, dos meses, dos años, dos minutos? ¿Se ama a quien se conoce, justamente por eso, o es quizás al revés: conocemos para mejor desconocer, y así poder amar sin el estorbo de la realidad? ¿No es cierto que quienes más se aman son a veces quienes menos se conocen? Ni una sola de estas preguntas se plantea jamás para buscar respuesta verdadera. Ninguna la tiene, ni la tendrá, a menos que uno decida imponérsela, casi siempre de acuerdo con su más absoluta inconveniencia. Incluso sin respuesta, lanzadas al espacio estratosférico de los propios insomnios, las preguntas que apuntan hacia la probable existencia del amor suelen aparecer cuando no queda tiempo, ni voluntad, ni siquiera osadía para ponerlas en duda. Preguntarse si por casualidad se ama equivale a plantear una alternativa entre felicidad y desdicha, buena y mala fortuna, besos y bofetadas. Se elige ser feliz, besado, afortunado, aun en la certeza de que sucederá lo opuesto, igual que se le dice «que te vaya bien» a un enfermo terminal. Elegimos a veces a costillas de la conveniencia y el sosiego, por razones tan inaccesibles como irracionales, por eso las preguntas laten sin respuestas, y al final son capaces de aceptar cualquiera. El amor es lo más parecido a las mentiras. Justifica u opaca a la razón, por derecho o torcido que parezca, no requiere de justificaciones, se reproduce a la menor provocación y exige todo el crédito del mundo. Además de que nadie o casi nadie puede vivir tranquilo en su total ausencia. Por eso, cuando vienen las preguntas, lo hacen acompañadas de su correspondiente hilera de respuestas obvias. Si. Claro. Por supuesto. Para siempre. ¿Por qué no? Cualquier cosa con tal de no quedarse en esta orilla solitaria, qué más da si después del amor está la nada. ¿O es que alguien está aquí sin entender que al final de la vida no queda más que muerte?