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¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! ¡Toma, cabrón! Le di tres cabezazos secos en la pared. Y estábamos tan pinche enganchaditos que nos fuimos al piso juntos, como bultos. Pensé: Me va a matar. ¿Tú sabes el calibre de súper madriza que Violetta acababa de comprarse? But he was gone, ¿ajá? 0 sea que hice a un lado el costal, me levanté del suelo y me puse a bolsearlo desesperadamente. Hasta pensé en clavarme a su departamento y atacar el buró, pero ya la cartera estaba razonablemente panzoncita, y yo dije: Violetta, si te engolosinas Dios te va a castigar. Dejé las llaves en el piso, a un lado de su mano, me subí bien los pantalones y recogí el brasier que ya estaba roto, pero igual no quería que se quedara ahí. ¿Por qué no quería que se quedara ahí? Hasta que me hice esa pregunta me di cuenta que no sabía si el pinche Henry estaba vivo. Podía haberlo matado, o podía él solito morirse después, o quedarse pendejo, o yo qué iba a saber. Me regresé, pegué la oreja y estaba resollando. Aunque igual era yo la que resollaba. Por si las moscas, agarré todas mis cosas y me bajé volando por la escalera. Llegué a la puerta de la calle y estaba cerrada. Puta madre. Regresé como loca por las llaves y de nuevo pensé: ¿Y si me infiltro al depto de este güey? Pero pensé también: ¿Y si me agarran? Me regresé otra vez a donde estaba Henry: antes de decidirme a entrar, tenía por lo menos que saber qué hora era. Porque claro, mi amado relojito seguía en el casillero. Le agarré la muñeca y toma: tres y veinticinco. Claro que la noticia no era ésa. La noticia era que Violetta ya no tenía que saquear ningún departamento. Me explico: Henry traía un Rolex todavía más pinche guapo que él.

POSTAL 14: Sonrisa de Caperuza

¿Me imaginas manejando una camioneta vieja por la Quinta? Y qué querías que hiciera, si me encontré al dominicano bien dormido en el volante. Cómo sería la histeria que pensé en aventarlo en la banqueta y largarme solita con mis cosas. Pero también: tenía que pararle. No podía seguir haciendo esas mamadas. O sea que move your tropical ass, guajirito: a gritos y empujones lo moví hasta el asiento de junto, le quité las llaves y como pude me fuí manejando. Claro que manejaba horriblemente, con trabajos había agarrado un par de coches en México, más los pocos que me dejaron manejar algunos mariditos motorizados. El caso es que me fui por la 92, di no sé cuántas vueltas y fui a salir a Central Park West. Me paré, conté el dinero y me bajó un poquito el entusiasmo: mil ochocientos, más un cheque de mil que no podía cobrar. De cualquier forma, yo quería celebrar. Por eso salgo en la postal con esa sonrisota de niña en su cumpleaños, preguntándome cuánto me va a dar Marcus por el Rolex, cuánto voy a pagar por llegar a la frontera, cómo le voy a hacer para comprar los boletos. Y hasta estoy calculando si ya con el Rolex vendido me alcanzaría para ir a conocer Disneylandia. No me va a alcanzar, claro. Voy a irme de New York y de Estados Unidos sin haber ni pisado un parque de diversiones. Ni el Astroworld, ni Coney Island, ni un carajo. Nefastófeles tenía razón: yo era una tramposita callejera. De esas que no son ni turistas ni locales. Te digo: población flotante, aunque sea sobre una cama de agua. Claro que lo de callejera no era cierto. Trabajaba en los lobbies, no en la calle. Cuando se lo reclamé, según yo muy indignada, lo único que conseguí fue que se carcajeara y me colgara un apodo espantoso. No vayas a ponerlo en la novela: El Lobby Feroz. Ahora estoy menos segura de que sonara en realidad tan mal, pero cuando me lo decía Nefastófeles se oía como pedo propio en casa ajena. ¿Creerás que todavía me pongo roja nomás de repetirlo? Y también eso vengo pensando en la camioneta: Adiós, Lobby Feroz. Son cerca de las cinco y media en el Rolex de Henry, aunque tal vez lo que tú quieres saber es si en esta postal estás viendo la cara de una asesina. Cuando ya me sentía tranquila para volver a manejar la camioneta, por ahí de las cinco, dije: Pinche Violetta, tienes que alivianarte. Estaba registrando de nuevo la cartera, y en eso que me encuentro una tarjeta de Henry. Me acuerdo que marqué su número diciendo: Diosito, por favor, que no esté muerto. Y si, tenía voz de muerto, pero igual contestó el teléfono. Le colgué, aliviadísima. Ratera de éxito y matona fracasada: era más, muchísimo más de lo que yo podía pedirle a la vida. Necesitaba llegar a México con mil dólares mínimo, pero si había escasez me quedaba el reloj. ¿Nunca has sentido la emoción de no saber ni cuánto vale lo que te robaste?

Quiero que te imagines mi cara de contenta en New York antes de que amanezca. Porque luego tendrías que dibujarme en tu cabeza con la paranoia: me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar me van a agarrar. ¿Cuánto iban a tardar Nefastófeles y el borracho de su amigo en llamarse y ponerse a buscarme? Aunque no me encontraran, nada más de pensar que me buscaban me ponía a temblar. Paré la camioneta, desperté a mi amiguito y le pedí que me llevara sana y salva a un aeropuerto, que no fuera La Guardia ni el JFK. Qué tal que el pinche boliviano elegante me había denunciado, o no sé, las arañas, las tarántulas: estaba que me hacía pipí del miedo. A las ocho llegamos al de Newark, y a las nueve ya habíamos mandado la tele, la VCR y otras cosas a México. A mi casa. Porque bueno, por mucho que me detestaran mis papás, tenía que empezar a aligerarles el berrinche. Yo sabía que a mí podían botarme, pero nunca a los regalitos. No lo tenía en mis planes, no me atrevía ni a llamarles por teléfono, pero a la larga íbamos a tener que mirarnos las jetas. O no sé si era que de tanto tiempo de vivir sin perro que me ladrara, necesitaba sentirme algo parecido a una hija de familia. No iba a vivir con ellos, entre otras cosas porque no sabía si seguían con la idea de ponerme la blusa de manga extralarge. Tampoco creía que me fueran a perdonar. Sólo que les llegara con sus ciento catorce mil seiscientos noventa dólares de mierda, y eso no había por dónde. Pero si a Nefastófeles se le ocurrió anunciarme en el Screiv Magazine, no era así muy descabellado creer que igual en México podía ser modelo. De segunda, de quinta, eso no importaba. Tenía que sentirme de otro modo, limpiar toda la soledad apestosa que traía como pegosteada en la piel. En México podía estudiar algo, decir que mal que mal tenía una familia, tal vez hacer amigos. Pero necesitaba rutinas decentes, algo diferentísimo al desmadre en que vivía. No quería pensar que en México tenía lo mismito que en New York: nada.

Pagué casi trescientos por el envío de las cosas a mi casa, más otros doscientos cincuenta por un boleto a Houston que salía a las dos de la tarde. Más doscientos de exceso de equipaje. Más veinte de gasolina para ir volando al casillero por mis cosas. Pensé: Me quedan mil con eso llego fácil hasta México, y allá seguro vendo más caro el Rolex. No es lo mismo un reloj robado que uno de importación, ¿ajá? No sabía un demonio, ni tenía maldita idea de cómo iba a hacerle, pero podía empezar por ser legal. Ya hasta me había acostumbrado a bajar la vista como puta mustia cada vez que veía venir a un policía. Además, de algo tenían que servirme los cuatro años de training en New York.

¿Sabes qué es lo que si sabía que ya no iba a ser? Ratera. En México podía borrar el pizarrón, estrenar un cuaderno, cambiarme de escuelita. Tenía veinte años, carajo.

Estaba casi a punto de cumplirlos y parecía una puta vieja pidiendo a gritos: ¡Por lo que más quieran, bórrenme el wometraje! Por gringa que me hubiera hecho, muy poco en realidad, yo era una muñequita made in México, y allí era donde me iban a arreglar. Digo, tenía toda la pinta de gente bien. La ropa, el relojito, las pelucas, eso en New York podía no valer nada, pero en México se iba a cotizar cabrón. El arte del Hígh Bluffing (nociones y fundamentos), el nuevo libro de la doctora Violetta R. Schmidt.

Antes de irme había arrancado unas páginas del directorio, con todas las agencias de modelos de Manhattan. También había recortado tres anuncios del Vanity Fair, donde podías jurar que la fotografiada era yo. Ya sabrás, dos modelos de espaldas, y de frente otra muy parecida a mí. Porque una cosa es que ya no quisiera ser ladrona y otra que no tuviera que hacer trampas. ¿En México, sin trampas? No me chingues. Mis papás eran tramposos, el cura era tramposo, el hijo del jardinero era tramposo, Nefastófeles era tramposo. Y ladrones también, todos. Mis mariditos mexicanos eran divertidísimos, pero la mayoría andaban más chuecos que un Mercedes Benz con tres facturas. Yo misma era mexicanísima, que por supuesto no es igual que ser coatlicue. No es que yo tenga nada contra las coatlicues, pero tampoco tengo que admirarlas. Ni parecerme a ellas, qué horror. Pero igual me sentía un poco acoatlicuada por New York. Había vivido cuatro años en la ciudad sin nunca entrar de veras en ella. Y para colmo en México tenía una familia que moría por ser gringa. Ni modo de arrimármeles. Aunque me perdonaran, de todos modos tenía que pegar un cuento que ellos ni siquiera iban a entender. Menos a respaldar, ¿ajá? O sea que sólo yo sabía mi cuento: si había sobrevivido como mexicana en New York, tenía que brillar como newyorka en México.

Todo eso lo pensé ya en el avión a Houston. Venía con la cabeza en otra parte, sólo me conectaba en los momentos críticos. En Houston tomé un taxi a la Greyhound, y cuando la de la taquilla me preguntó para dónde iba no me atreví a decir: Laredo, will you pleassee? Tenía mucho miedo de encontrarme a Eric, y todavía más miedo de no encontrármelo. Dije: Brownsvílle, y ya. Y otra vez me dejé ir, como robot. ¿Ves la carita de felicidad con la que salgo en la postal, manejando la camioneta del dominicano? Allí también hay trampa: Henry cargaba un papelín de cois en la cartera. Con el Mr. Bajón que yo traía, me cayó como botiquín de primeros auxilios. Me sentí una chingona, byebye miedo. Estaba segurísima de que me iba a comer a México. Cuando me crucé el puente y leí: Tamaulipas, me entró un ataque fulminante de felicidad. Bajo el amable patrocinio del último jalón, crucé como si nada la frontera, entré a Reyriosa con la espalda bien derecha y el busto ya sabrás: apuntando hacia las nubes, y al final me senté a reírme en la banqueta. Decía: Violetta, vas a ser la reina de tlahuícas y coatlicues. ¿Sabes la cantidad de trampas y robos y hombres y dólares que hay detrás de esa sonrisota de Niña Comelobos? Me gustaría que vieras lo que yo vi ese día en el retrovisor. Haz a un lado la cois, quítale los efectos especiales: ¿no parece que acabo de matar al Donkey Kong? Nefastófeles saqueado. Henry descalabrado. Yo con su cois y su dinero y en otro país, con los ojitos remojados de contenta. Ding, dong, The WickedBitch is wet: Welkome to the next level!

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