La postal está un poco borrosa: no me puedo acordar si estaba lloviendo. Y sería vomitablemente cursi decirte que por el cristal del taxi resbalaban mis lagrimones como gotas de lluvia, ¿ajá? Venía con mi burbuja intacta, la había rescatado, no estaba tan abajo, ni asustaba a las ratas. ¿Has escuchado una canción muchas veces seguidas sólo para poder seguir llorando? Era un llanto bonito, como brisa. Me salía a borbotones sólo de imaginarme la pluma cayendo desde el cielo. Yo tenía que encontrar esa pluma. O mejor todavía: ser esa pluma. Sentirme ligerita, como el taxi que iba cargado de cosas y a mí me parecía que flotaba en el aire. ¿Qué sospechas? ¿Que estaba enamorada del Kapitan Scheissekopfen? Puede ser. En todo caso nunca lo asumí. Y él tampoco me dio las grandes oportunidades. No tenía dos semanas de conocerme, ni siquiera una y media, y me llevó a bailar con tres mil b” luego de ir a chismearle a mis papás. Me estafó, me dejó y me echó a andar.
Después de la llamada de mi encabronadisimo padre, yo no podía contar con que no decidiera ir personalmente a sacarme a cuerazos de New Jersey. No tenía tiempo para pensar en amores traicionados, o me movía o me iban a agarrar. Porque hasta ese momento el Chivo Viejo y Nefastófeles eran dos teléfonos que yo no quería contestar. Podía darme el lujito de nunca contestarlos, pero si no empezaba por moverme de ahí, o si volvía a hacer mi vida normal en New York, lo más seguro era que me encontrara a uno de los dos. Nefastófeles era muy capaz de pasarse un mes zopiloteando lobbies. Según él tenía amigos muy pinches influyentes. Hijos de La Chingada profesionales, güeyes malos en serio, aunque yo nada más conocí a Henry. Un boliviano elegantísimo, con pinta como de agente secreto. Sabía pocas cosas de él. Que había estado en el ejército gringo, en Columbia University, en mi cama… 0 más bien yo en la suya, sólo que el Nefas nunca se enteró. Entonces yo decía: Sí a alguien voy a tener que encontrarme, mínimo que me encuentre a Henry.
Me salí del motel a media tarde, con mis cosas, en una camioneta que conseguí por ciento y tantos burks, con todo y un chofer dominicano. Pensaba en instalarme en algún otro motel, armar de cualquier forma dos, tres mil dólares y largarme de ahí. ¿Sabes cuántos pendejos andan ahorita mismo caminando por New York desesperados por cien pinches dólares? No me atrevía a poner un pie en un lobby, y eso significaba que estaba desempleada. Los mariditos no se pescan en museos. Ni en cines, ni en tugurios, ni en la calle. El plan en el que yo chambeaba sólo me funcionaba en los hoteles. Y tenía que cargar con toda mi mudanza: solamente en los Redneck Irins; te permiten meter tanta mierda en el cuarto. Me quedaban como quinientos dólares y estaba decidida a no vender ni la televisión. Ya no digamos el reloj, ¿ajá? Tuve que andar trepada en una camioneta recorriendo moteles en los que no podía quedarme para que me cupiera en el cerebro lo más obvio: yo un pariente en New York, ni siquiera recuerdos que valieran la pena. Yo era lo que se dice población flotante. Una puta libélula menesterosa que va de lobby en lobby, y cuando le va bien de tienda en tienda. O de dealer en dealer, pero nunca en conciertos, ni en el teatro, ni en nada. Siempre hasta arriba de cois, con una hueva inmensa de salir a la calle. Con los ojos cerrados y las piernas abiertas: Episodios secretos en la vida de la doctora Schmid. ¿Te gustaría escribirlo? Tendrías que inventarlo. Te digo que yo estuve ahí sin estar. Viví como los caballitos que recorren New York todos los días, amarrados a una carroza y con los ojos hablar con alguien de mi vida sin tener que decir puras mentiras. Aunque tampoco estaba preparada para que de la nada me llamaran Rosalba.
Yo cargando mis cosas en una camioneta jodidísima. Desempleada. Destronada. Descapitalizada. No podía permitir eso, tú me entiendes. De ninguna manera Violetta iba a aceptar un final tan rascuache. Y otra vez sólo había una manera de sentirme bien: tenía que darle fuego a todos esos dólares. Total, de cualquier modo no me iban a alcanzar. Le pregunté al dominicano cuánto me cobraría por pasearme en su camioneta hasta que amaneciera: quedamos en trescientos. Se los di, más por quemármelos que porque me quisiera pasear por New York. Con lo que me quedaba compré dos botellas de Cordon Rouge y decidí empinármelas con él. Ya había decidido largarme y había que celebrarlo, antes de que a New York le diera por cobrarme las que le debía. Cuando nos acabamos la segunda botella, dije: Ya estoy en ceros otra vez. 0 sea lista para echar a andar un nuevo trenecito, ¿aja? Pero no ahí, ni en Vegas. No sé si me pegó escuchar la voz de mi papá, o mi nombre, o serían las arañas pero me daba comezón la idea de irme a México. Nada con mis papás, ni con mi casa. Igual planeaba un día saltarme la barda y entrar a sacar mi acta de nacimiento. Quería ser legal, un poquito aunque fuera. Otros en mi lugar van a ver a la abuela, al tío, a los amigos. Yo no tenía abuelas, y mi único abuelo, el papá de mi mamá, tenía un pinche genio de jubilado malcogido y vivía en quién sabe qué andurrial, sin un peso en la bolsa. En resumen, Violetta no tenía amigos ni familia en México, Ni en ninguna otra parte. Violetta iba borracha y contentísima por el puente de Brooklyn cuando vio que no había de otra: tenía que jugarse la última carta. No había lana para comer al día siguiente, menos para viajar a México. Tampoco iba a poder andar un día más cargando cachivaches, ni tenía dónde guardarlos. Contra toda mi voluntad, volví a pensar en Nefastófeles, aunque no exactamente en él. ¿Qué me iba a decir Henry si me le aparecía en su casa?
Bien o mal, no tenía otra opción. Finalmente, si Henry se rajaba con el Nefas, yo también tenía cosas que contar. Vivía en la 92, cerca de donde estaba mi primer depto. El problema era que no sabía ni qué pedirle. ¿Su apoyo? ¿Cuál apoyo? Dinero, pero ¿cuánto? No me lo imaginaba prestándome mil dólares, ni ofreciéndome asilo por no sé cuánto tiempo. Pero andaba enchampañadísima, y en ese estado no te tienes que imaginar nada: la función se arma sola frente a tus ojos.
La cosa empezó tarde, como a las tres de la mañana. El dominicano se había bajado un par de veces a vomitar y yo empezaba como a sentir sueño. En eso que veo a Henry venir hacia nosotros. Hacia su casa, pues, pero entre el edificio y la esquina de West End estábamos nosotros, en la camioneta. Borracha, soñolienta, todo lo que tú quieras, pero hice exactamente lo que debía: salí corriendo de la camioneta, grité su nombre y me le abracé como una pobre y maltratada huerfanita. No hay hombre que resista esa terapia.
Nunca he sido muy buena para el ajedrez, odio las situaciones en las que hay que atacar y defenderse al mismo tiempo. Por ejemplo: podrías dar el mate con la reina, pero ni modo de moverla porque entonces su torre se tragaría tu rey. Cuando Henry empezó a ponerse cariñosito, o sea inmediatamente que me le abracé, me di cuenta que iba a tener que subir, y no estaba segura de que el dominicanucho aquel no fuera a irse con todo mi rascuache patrimonio. Además, mi ropita no era barata. La barata era yo, en todo caso, porque ya no tenía ni dos dólares y estaba lista para lo que fuera por conseguir la lana para no sé, moverme de la escena a la brevedad, ¿ajá? Ya no era un viaje, ni un regreso, era otra vez una maldita fuga desquiciada. Muerta de miedo, aparte, porque ya ves la clase de maleantes con los que se llevaba Nefastófeles, y Henry White no era de los que llegan a tu casa y te piden una manzana.
Ese cabrón la agarra, la escupe y luego te la pide. Yo no podía esperar que me ayudara a nada, con un güey como Henry se negocia con los calzones bajados. A menos que te afiles y le comas el mandado. Que se los bajes antes, sin que se dé cuenta. A ver si me entendiste: yo no pensaba prostituirme con Henry. Qué chistosa palabra: prostituirme. Suena mucho más grande de lo que es. Mucho menos común, también. Pero Henry no me iba a dar ni un quarter por tirármelo. Con mucha suerte me iba a esconder ahí hasta el fin de semana. Haciendo fuerte uso de mis instalaciones, claro. Y ni así podía estar segura de que un día no iba a aparecerse Nefastófeles. Más bien mi idea era entrar a su departamento y pensar algo rápido. Un mate con el peón, ¿ajá? El día que estuvimos juntos en su cama, esperé a que se metiera al baño y le esculqué el cajón: tenía de jodida mil quinientos dólares. Además, cuando un hombre se quita los pantalones frente a una mujer, lo primero que olvida es la cartera. Claro que Henry no era exactamente de ésos. Tenía una mirada burlona, de apostador ladino. Como diciendo: Mi cabeza nunca se sale de su lugar. Además, yo no tenía tiempo para tanto. El chofer de la camioneta podía largarse con mis cosas en cualquier momento. Cada minuto que pasaba le daba una oportunidad para pensar en chingarme. ¿Checas lo delicado de la situación?
Igual tenía que tirar los dados, ¿ajá? O en fin, mover mis piezas. Una jugada veloz, algún mate sacado de la manga. Y te digo que a mí esto del ajedrez me pone de brincar. Supondrás que el efecto del Cordon Rouge acababa de irse por la coladera: yo estaba totalmente en mis cinco, armando un escenón en los brazos de Henry. Colgada de su cuello, chillando a puros gritos. A Single Unforgettable Performance. Pensé: Si éste no me lleva a su casa por caliente, va a tener que meterme para no estar haciendo el numerazo a media calle. Pero él también andaba servidísimo. No nada más por el aliento a whisky, también lo notas cuando al tipo le da por manosearte con una urgencia y una torpeza de lo más desagradables. No sólo Henry, todos. Hasta tú, aunque también hay casos en que a una eso le gusta. O le conviene, que viene siendo igual. En el fondo me gustan los tipos desagradables. Aunque no sé qué tiene de especial que te amarren a la cama o te eructen en la cara, que se porten como si no existieras: Mira, te uso y te tiro, merece más respeto un espejo que tú. Hay cosas que los tipos no harían nunca enfrente de un espejo, pero dan lo que sea por hacerlas en la carota de una mujer. Puta cara de palo, no existes para mí, no te pido permiso ni para picarme el culo. Y eso era lo que yo veía venir en la cama de Henry, si dejaba que me llevara hasta allá. Quiero decir que estábamos en el pasillo del segundo piso y Henry me tenía acorralada en la pared, con las dos manos dentro de mis pantalones, sin blusa, sin brasier, a punto de saltar del porno suave al hardrore sin haber ni llegado a su departamento. ¿Qué iba a hacer? No quería que me encerrara en su casa, ni tampoco que me acabara de encuerar en el, pasillo. Sabía que entre menos ropa tuviera puesta, más tiempo iba a tomarme regresar a la calle. Tiempo, ¿me entiendes? Y en casos como el que te estoy contando, el tiempo solamente se gana con besitos. Primero lo agarré del cuello, le levanté la cabeza, me lo quedé mirando y dije: Está perdido. No podía ni hablar, el querubín. 0 sea que contra todas las evidencias, yo no estaba en sus manos. Y si lo ves con calma, él estaba en las mías, porque además tenía una erección marca Mandril. En esas vergonzosas condiciones, un beso salivoso y con autoridad los pone suavecitos. Obedientes. Pero yo estaba ya desesperada. No me importaba no sacar ni un centavo, necesitaba irme de allí. Tampoco podía seguir besándolo en plan puerca. No servía de mucho, ni me hacía gracia. Fue por desesperada que de repente lo agarré de las orejas, abrí toda la boca como para besarlo cachondísimo, sentí que sus dos manos me apretaban más las nalgas y pensé: Jaque mate.