POSTAL 12: Little Dot Does Violetta
¿Nunca leíste los cuentos de Little Dot? Era una muñequita supercursi pero así: dementemente fashion. Tan fashion que tenía su propia moda: toda la ropa que se ponía era de bolitas. O puntitos, dependía del tamaño. Igual su cuarto, su baño, sus cortinas, todo era de bolitas y puntitos. Lo único que le importaba en la vida era que el mundo fuera puras bolitas y puntitos. Qué linda, ¿no? De niña a veces me compraban cuentos gringos, con el pretexto de que tenía que practicar mi inglés. Me gustaban también los del diablito ese cabrón. Bot Stuff, ¿ajá? Pero ése siempre querían leerlo mis hermanos, y cuando yo buscaba el cuento ya lo habían pintarrajeado, o recortado, o equis. En cambio el de la niña de las bolitas ellos no lo leían, se sentían mariquitas. Claro que si te pones a analizar las cosas fríamente, ves la moda de Little Dot y dices: Pinche escuincia chunda. A la edad en que yo leía Little Dot no conocía siquiera esa palabra, pensaba que la vida tenía que mejorar si la llenabas de bolitas y puntitos de colores. En la postal tengo casi veinte años y estoy leyendo Little Dot.
Nefastófeles me había citado en un cafecito de Madison, más o menos por la 59, ya muy cerca de Bloomingdale’s. En la bolsa de plástico traigo unos pantalones para Manfred y pretendo que Nefastófeles no los descubra. No se me ocurre qué inventarle, pero tampoco quiero encargarle la bolsa al mesero, ni ponerla debajo del abrigo. Quiero que vea la bolsa, pero me da pavor que la abra. Se me ocurre que voy a acabar diciéndole que es un regalo para él, pero entonces tendría que ser tres tallas más grande. Y si le invento que es para un maridito, sólo me va a creer después de darme un entre de cachetadas a medio café. No iba a ser la primera vez, ¿ajá? A Nefastófeles le gusta que sepas a lo que te arriesgas. Entonces para no pensarle más digo: Ya se me ocurrirá algo en el momento, y me pongo a leer mi cuento. Acabo de comprarlo a la vuelta de Bloomingdale’s; ya voy a la mitad cuando miro el reloj y calculo que no voy a poder leerlo hasta el final, porque antes ya va a haber llegado el Nefas: puntual como la mierda. Faltaban seis minutos para las cinco de la tarde, llevaba más de una semana sin poner un pie en el depto y Nefastófeles me hablaba al celular a toda pinche hora. ¿Nunca te dije que me compró un teléfono? Con mi dinero, claro, como todo buen pastor. Se renta oveja negra con peluca. Veía en la pantalla los mensajes: ocho, diez, quince, todos del mismo número. Hasta que esa mañana quise llamar a Manfred para que me dijera su talla y clic: el puto Nefastófeles en la línea. Quise tranquilizarlo con el cuento de que ya había juntado tres mil dólares y funcionó al revés. O le llevaba yo esos dólares de inmediato, o él me aventaba al diablo sin calzones. Así era la amenaza: Te juro que te aviento al diablo sin calzones, pueblerina ofrecida muerta de hambre. Guacareando cagada del berrinche, You know. Total que lo tranquilicé, le dije que nos veíamos a la una y prometió que me iba a llevar unos gramos. Fui a sacar los tres mil del casillero, quinientos más para ir a Bloomingdale’s y ya sólo quedaban setecientos escondidos. Llevaba como cinco minutos en el café cuando vi en el espejo de una de las columnas y me encontré la imagen de la foto: Viloletta con su cuento de Little Dot. Y no quería nomás soltarme Dorando. Sentía coraje, angustia, miedo encima de todo. No podía soportar la idea de que a esa niña que leía Little Dot viniera cualquier cerdo a tratarla como puta. Me levanté, hice como que iba a lavarme las manos y me escurrí por un ladito de la entrada. Ya en la calle corrí como loca hasta Bloomingdale’s. ¿Qué iba a hacer? No tenía idea, pero esos tres mil bucks eran otra vez míos.
Claro que había un hijo que mantener: tenía al Kapitan Scheissekopfen esperándome en el motel de Hempstead. Me fui por toda la 59 hasta la Octava, regresé, me metí en el parque. Ya estaba muy oscuro y yo seguía sin poder pensar. No sabía qué quería, ni quería saber lo que sentía por Manfred. Era un tipazo, ajá, pero para un ratito. Manfred iba a acabar haciendo lo mismo que Eric, de qué me iba a servir mantenerlo quince días, si luego otra vez me iba a quedar en el aire. Y eso era exactamente lo que yo tenía: puro aire, ¿ajá?, más un poquito menos de cuatro mil dólares y un teléfono que no me daba la gana encender. Aunque igual lo encendí, esperé a que sonara y contesté: Hello, mamoncísima. Ya te imaginas la de caca que salió del aparatito en ese instante; por eso tuve que azotarlo en el pavimento. ¿Nunca has roto un teléfono en el piso? Te recomiendo la pared: se truenan más bonito. Imagínatelo saltando en pedacitos a media calle. Menos impresionante que la televisión, pero cómo te explico: más del alma. Y más satisfactorio, ofcourse. Imaginate a nueve o diez babosos que lo miran romperse como si vieran un pizzero atropellado. Y yo orgullosa, ¿ajá? Pero tampoco tanto. Finalmente no lo había hecho por mí, ni por Manfred, ni siquiera por Nefastófeles. Lo hice por Little Dot, en todo caso. Por su chundo vestido de bolitas.
POSTAL 13: Una pluma cayendo lentamente del cielo
¿Sabes qué sucedió con los dólares que salvé de las garras de Nefastófeles? Al día siguiente se los llevó el Kapitan Scheissekopfen. ¿Creerías que el muy pinche cínico se fue con mi dinero y me dejó unas rosas? Menos vas a creer que ni rencor le guardo. Al contrario. No sé qué hubiera hecho si no se me aparece, me seduce y me secuestra. Era el empujoncito que faltaba para hacerme dejar esa mierda de vida. No que luego haya así que digas mejorado, pero de menos nadie me iba a conectar por el Screw. Que por cierto no supe si salí anunciada. Ni modo de comprarlo, ¿ajá? Primero porque estaba con Manfred, y luego porque lo extrañaba. Cuando vi que el dinero faltaba en el buró, que en el clóset estaba nada más mi ropa, que tenía esas rosas y una amable tarjeta con la palabra sorry, lo primero que pensé fue: Me salió barato. Claro que todavía no me enteraba de toda la mierda. No era un gringo normal, tenía una moral torcida como la mía. Fíjate: se robó mi dinero, pero antes se tomó la molestia de comprarme unas flores, escribirme un mensaje y llamar a mi casa. No sé si me entendiste: el Kapitan Scheissekopfen llamó al hogar de mis queridos padres, les dijo dónde estábamos y les rogó que me salvaran. Carajo, era lo único que me pinche faltaba: un ratero con vocación de cura.
Me golpeó, que ni qué. No me gusta aceptarlo, pero ese Manfred me agradaba horrores. Yo con gusto le habría regalado los dólares, ¿ajá? Lo que sí me dolió fue ya no verlo. Me quedé como tiesa frente a las malparidas flores, preguntándome qué iba a hacer con los seiscientos bucks que me quedaban, y en eso que oigo: Ring. Ring. Bingo, dije. Supuse que era él, pegué un brinco, agarré el teléfono y grité: Hello, Kapitan Scheissekopfen! Qué iba yo a imaginarme que al otro pinche lado del maldito cable estaba mi papá.
Para eso le conté mis secretos al judas de Alabarría… Mi verdadero nombre, mi apellido, la calle donde vivía mi familia de México. Me decía que era supersticioso, que esos datos significaban cosas esotéricas. Después quiso saber el nombre de mi papá, el de mi mamá, cosas que aparte a mí me hacía gracia platicar. Quería darme el lujo de hablar con alguien de mi vida sin tener que decir puras mentiras. Aunque tampoco estaba preparada para que de la nada me llamaran Rosalba.
¿Qué iba a hacer? ¿Adónde iba a largarme? Había dejado la bocina encima del buró, podía escuchar los gritos de mi papá, no me daba la gana contestarle. Ya luego le colgué. Pinche Gran Jefe Chivo Viejo, ¿qué carajos quería que le dijera? ¿Que estaba muy arrepentida de no haber conocido el manicomio? ¿Que era una chica muy profesional? ¿Que buscara mis datos en el Screw? Además, yo ya era mayor de edad. Aunque igual no podía dejar de pensar: Puta madre, van a venir por mí.
¿Cómo le llamarías al que le da en la madre a su Ángel de la Guarda? Estúpido, supongo. Lo que más me dolió, a lo mejor lo único, fue quedarme otra vez sola con mi egoísmo. Nunca había tenido que cuidar nada, ni que mimar a nadie que no fuera yo misma. Que tampoco lo había hecho tan mal. Estaba cacheteada, insultada, gargajeada, cogida, me había ido hasta el fondo de la coladera, donde las ratas huelen mejor que tú, porque para llegar allí tuviste que pasar por no se cuanta mierda, ¿ajá? Y del caño la gente no regresa. I mean: la mierda es droga fuerte. Quien se embarra ya no quiere limpiarse. Más bien quiere embijar a otros, salpicar todo lo que pinche pueda. Y en cambio yo me consentía perrísimo. Me compraba ropita, tenía un reloj Bulgari, llevaba mis pelucas a peinar cada semana. Por eso luego dije: Fuckyou, Manfred, Idontpinche needyou.
Trataba de tener una burbuja donde todo estuviera bien. Unas veces se hacía grande y otras podías pisarla como cochinilla. Piensa en lo vulnerable que es Violetta con su reloj y sus dólares metidos en el casillero de un boliche: ésa era mi burbuja. Cuando me di el gustito de estrellar el celular en el cemento, ¿sabes qué hice? Proteger mi burbuja: salí huyendo en un taxi, le pedí que me llevara a mi departamento y le ofrecí una lana por ayudarme a sacar mis cosas. Venía muy afilada, pensando rapidísimo. Por un lado, ni modo de quedarme sin mi ropa y mis aparatos y mis cosas. Por el otro, no podía estar segura de que tu compadre el Nefas no iba a aparecerse. Carajo, ¿ajá? Tenía que sacarme algo de la manga, y te juro que no iba a ser mi Bulgari. Llegando al edificio le llamé. No sabía si el Nefas había oído el madrazo del teléfono, pero de cualquier forma seguro se tragaba el cuento de La Accidentadita.
Ayúdame, por favor. Estoy en un hospital cerca de Flushing. Me acaban de atropellar. Tengo miedo de que me quiten el dinero. Algo así le inventé, haciendo vocecita de pujido flagelado. Le di una dirección, también. Hazte cuenta 345 Main Street. Fuera de eso, no lo dejé ni hablar. Yo no podía saber si había siquiera un hospital en Flushing, pero estaba lo suficientemente lejos para librarme mínimo por dos horas de ese güey. Y en fin, que en una hora y tres cuartos cargué con mis amadas pertenencias. Esa noche, ya en Hempstead, Manfred se revolcaba de risa con la historia. Le costaba trabajo creer que todos esos bultos cupieran en un taxi, o que el taxista se hubiera hecho mi cómplice. Te digo que tenía poco mundo el Kapitan Scheissekopfen: los taxistas a huevo son tus cómplices. Sobre todo si se van a meter un billetón por llevarte hasta Hempstead con cinco maletas llenas de ropa, una televisión, un equipo de sonido y una VCR, más no sé cuántas cajas que había que cargar. Cien dólares de tip, ya tú dirás si se quejó. Algunas cosas eran de Nefastófeles, pero si nos ponemos a hacer cuentas todo venía siendo mío. Fundación Cultural Violetta R Schmid, becando hijos deputa para un peor mañana. En el camino de regreso lloré delicioso. Yo si soy de esas nacas que chillan cuando se cambian de casa. Aunque aquello era como salir de la cárcel, te juro que me daban ganas de abrazar al chofer. Sólo que entre él y yo había un cerro de cajas y velices. De hecho ni se daba cuenta de que yo iba llorando. Traía el walkman a todo volumen y venía oyendo una canción tristísima. Somewhere theré afeatherfalling show I rom the sky, decía la canción, y yo chillaba como niña, hecha bola entre mi equipaje y la ventana del taxi.