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Digamos que eso mismo me propuse. Yo no sé si era cierto que era tanto el éxito de los anuncios en el Screw que había que ordenarlos cuatro meses antes. Según YO, lo que Nefastófeles quería era usar ese tiempo para prepararme. Que yo dijera: fijos, qué trato tan magnífico. Tanto miedo me daba que ya ni mis ahorros me tranquilizaban. Con eso no podía irme a ningún lado. Y si me iba a Las Vegas, seguro que acababa en lo mismo: putita de catálogo. Necesitaba tiempo, pero igual si el anuncio salía en noviembre, yo tenía que largarme el treintaiuno de octubre. Happy Halloween, hijo de la más puta de tu casa.

POSTAL 9: Noctámbula serena con Vanity Fair

Cuatro de la mañana, en un café de la Séptima, muy cerquita del Sheraton. Dejé al tipo hace dos horas y media, estoy esperando a que amanezca. Tengo puestos los audífonos y hago como que leo el Vanity Fair. Llegué a comprar el mismo dos, hasta tres veces. Leía pedacitos, no me podía concentrar. Cuando estás hasta arriba sólo puedes concentrarte en no bajar, y yo me la vivía ya sabrás: uptown myself Me aprendía las fotos, los anuncios, los títulos, de tanto verlos sin leer ni pensar nada. Como si cada página fuera una pintura. Y el hotel fuera una pintura.

Y la cafetería y la calle y los coches y la 125 y mi casa y yo fuéramos una sola pintura. Ni siquiera sé decirte qué estaba oyendo. Siempre que no me acuerdo de la música de un año quiere decir que fue un año de mierda. Que si nunca lo hubiera vivido todo sería igual, o hasta mejor. No sé si la postal es una foto de febrero, de abril, de agosto, de septiembre. Los días y las noches se confunden, como si alguien me los hubiera licuado en la cabeza. Como si todos los malditos días de ese año fueran los pasajeros de un avión que se quiebra en altamar. Días borrosos con noches larguísimas. ¿Alguna vez has deseado con toda tu alma dormir solo?

Esa cafetería me gustaba por dos cosas: abría las veinticuatro horas y casi siempre estaba vacía. De madrugada, pues, cuando yo era clienta. Era triste, tristísima, supongo que era parte de la misma pintura. En cambio estar con Nefastófeles era salirte totalmente del cuadro. Si llegaba a dormir antes de la siete, lo más probable era que lo agarrara despierto. Y eso era no sé cuántas veces más desagradable que pasarme unas horas de no hacer nada en el café. Además, con el Yanity Fair ya me sentía afuera, lejos de ese mugrero, instalada en el New York de mis sueños, donde no había cafés andrajosos ni vagos que hablan solos ni todos los paisajes que a una le toca ver cuando no tiene un pinche techo disponible. Aunque te digo, me agradaba ese café. Cuando estaba de buenas me pasaba las horas dándole vueltas a mi plan. De repente un mesero quería hacerme plática, pero yo lo ponía de regreso en su lugar. Leave me alone, will you please?, con una sonrisota ultramarriona. De pronto me quedaba en el lobby de un hotel, pero lo ideal era alejarme del área de trabajo. O sea que ahí me tienes, sola y huraña, con la cabeza en blanco y la nariz también. Era libre, podía ir a donde quisiera, pero si te fijabas en mis horarios veías que dependían totalmente del de Nefastófeles. Vivía como una mascota que se le esconde a su amo. ¿Sabes lo que es seguir a un güey para escondértele? Había semanas en que lograba verlo unas cuantas horitas nada más. Horribles, claro, qué querías. La pintura de mi vida era de por si depre, aunque ya más tranquila. Nefastófeles me sacaba de ahí, me ponía a temblar y a chillar y a maldecir mi puta vida. La depre por lo menos tiene dignidad. No parece gran cosa, pero en una de éstas ése era mi momento más feliz del día. Había una televisión prendida, al fondo, pero yo nunca la escuchaba. Estaba en otra parte, conectada a otros cables. Necesitaba aislarme, poner la cuenta en ceros, sentir que me borraba del paisaje. Decía: Yo no pertenezco a este lugar. Yo soy una princesa en el exilio. Yo me compré un reloj Bulgari en Tiffany.

POSTAL 10: Nun over Broadway

No estoy segura de que me gusten mis piernas. Hay mañanas en que las veo y digo: Reinas, qué haría sin ustedes. Pero son como raras, mis piernas. Como si los muslos, las rodillas y las pantorrillas vinieran de no sé, distintas fábricas. O sea que mi madre no es mi madre, sino una humilde ensambladora. De niña siempre andaba en shorts, luego como a los trece me empezó a dar vergüenza porque me veía los muslos flacos y las rodillas gordas, y después al revés. Mis piernas siempre han sido un desastre, nunca quedan exactamente como yo las quiero. El busto bien que mal te lo acomodas, pero las piernas no son acomodables. Ni siquiera me extrañaría que fueran las culpables de mis malos pasos.

Pero a veces me dan ganitas de enseñarlas. New York tiene la gracia de que enseñes lo que enseñes nadie va a cerrar los ojos. En la fotografía voy de niña malcriada: la falda chiquitita, zapatos de tacón, tanga de hilo dental, un top stretch y párale. ¿Sabes lo que es andar a mediodía por Broadway y la 110 con la faldita a plena flor de nalga, entre latinos calentones que te miran y dicen porquerías en español? Si lo supieras entenderías más fácilmente qué es lo que estoy haciendo en la postal. Jardineritos’ time, ¿ajá? Tengo miedo, las rodillas me tiemblan y no sé si se nota. Siento como que no traigo ni falda, tengo ganas de huir y de quedarme, soy una puta monja wíshy-washy. También voy preguntándome si lo que estoy haciendo será ilegal, o si aparecerá un policía que me pida identificarme y allí empiece a llevarme la desgracia. Porque ya supondrás que Nefastófeles no me ayudó a sacar ni una pinche licencia de manejo. Iba para cuatro años en New York y seguía ilegalísima, con trabajos tenía una credencial del videoclub. Era un animal raro, una amistad nada recomendable. A veces me tomaba un café con alguna vecina, o con un equis que conocía de algún lado, pero siempre les inventaba historias delirantes. La vecina de abajo era una arpía francesa como de treinta años que nada más sabía hablar de dinero, y entonces me ponía a contarle de los millones de mi familia en México. Finalmente nadie sabía nada de mí en New York, ni Nefístófeles. Por eso podía andar casi encuerada por la calle sin preguntarme lo que pasaría si Fulanito me veía en esas fachas. Aunque igual me iba imaginando cosas. Que me encerraban, me pegaban, me violaban, me llevaban a juicio, y al último el fiscal decía: Señor juez, deporte por favor a esta putita.

Nefastófeles no inventó mi gusto por los malos tratos; lo descubrió. Lo usó, lo hizo más grande. Por eso voy sintiendo miedo y calentura, quiero rezar para que no me pase nada y cada dos minutos me agacho a recoger algo del suelo y abro muy bien las piernas para que hasta desde los rascacielos puedan verme. No sé ni me interesan cuáles son las leyes que me estoy saltando, soy un pájaro negro contoneándose en una cueva de murciélagos. Me siento oscura y luminosa, provinciana y newyorka, violada y violadora, traigo un motor adentro y me dan muchas ganas de usarlo para estrellarme contra una pared. Si llegan a agarrarme, se acaba el mundo. Creo que por eso quiero que me agarren. Pero no va a pasarme nada. Con ese mismo atuendo voy a llegar hasta mi casillero y a cambiarme en el baño y a tomar el subway y toda mi rutina abominable. Por cierto, ¿sabes dónde compré la faldita? En una tienda para gogo dancers. Yo no tengo la culpa que en Saks no haya departamento de streetwalkers.

POSTAL 11: El llanto de la Punk Panther

No tenía el valor para ser una callejera de verdad, mi mundo eran los lobbies y siempre me sentía estúpida con los newyorkos. Complejo de Coatlicue, yo supongo. Mi último maridito era gringo-gringo, pero divertido. Un lacra bien cargado de billetes y con la misma prisa por vivir que yo. Pero igual un gringazo. De Alabama, Imaginate. Un motherfuckin’redneck de veinticuatro años que se portaba raro, un ratito era pink y el otro punk. Hasta que me contó la verdad: se había escapado de su casa con quince mil bucks. Y me solté chillando, no sé si de ternura pero igual lo abracé con una fuerza que nunca había tenido para abrazar a nadie. De niñita, quizás. Nunca después. Con Eric no sé bien, creo que no. Pero es que éste era malo como yo. No malísimo, pues. De mi rodada, con idéntica talla de aguijón. Tenía un nombre horrible: Manfred Schonenberg.

Yo le decía Kapitan Scheissekopfen: estaba orgullosísimo porque su abuelo era de Hamburgo y le había enseñado no sé cuántas palabrotas. Schwantz. Busen. Scheissekopf Total, que el Kapitan Scheissekopfen se reventó el dinero en menos de una semana. ¿Qué iba a hacer Vampirella para sacarse de la conciencia la culpita de haber sangrado a un colega? No sé, pero ahí en la postal está chillando. Lo cual nos dice que ella menos sabía qué carajos hacer. Sobre todo si el presupuesto era de ciento veinte dólares, que es todo lo que le quedaba al desquiciado de Manfred. Faltaba media hora para que le pidieran el cuarto, no podía dejarlo en la calle. Y ni modo de llevármelo a mi casa. ¿Qué iba a decirle a Nefastófeles? ¿Ya tenemos mayordomo? Además, yo llevaba tres días sin trabajar.

A Manfred lo había conocido en la calle. Nos fuimos a su hotel sin que yo echara a andar el taxímetro. Me estaba divirtiendo, ¿ajá? Entonces el taxímetro no lo eché a andar jamás, pero a cambio volví a escuchar The Passenger, luego de no sé cuánto tiempo de no sentir ni ganas. Además, yo creía que Manfred iba a acabar haciendo por mí algo más que comprarme cinco gramos de cois. Si ves que en la postal se me salen las lágrimas es porque no soporto la idea de quedarme sin él. No todavía. Me pudría llorar justo en ese momento, cuando tenía que estar pensando en la manera de inventar algo rápido. Saltar por la ventana, firmar un pacto suicida, planear juntos la muerte de Nefastófeles: pura imbecilidad se me ocurría. En eso el Kapitan Scheissekopfen se echa para atrás, se me queda mirando y me dice: ¿Tú crees que ciento veinte dólares me alcancen para regresar en Greyhound Alabama? ¡Greyhound tu puta madre! ¿Ves la televisión que está atrás de nosotros? Pues la estrellé en el piso. Y esas violencias ningún hombre las resiste: se quedó tieso el güey, como pinche muñeco de vudú. 0 sea listo para hacer mi voluntad, y entonces que me acerco, le lamo la orejita y le digo ya sabes, gringuísima: We gona get the fuck ouna this place! ¿Qué hicimos? Me lo llevé al boliche, saqué un par de billetes de cien y nos fuimos directo a Penn Station. Dirección: New Jersey. Manfred estaba terco en ir a meterse a no sé qué cuchitril de la YMCA en la 34, pero no lo dejé contradecirme. YMCA, Greyhound, Dillards, Fruit of the Loom… ¿Con qué gata sureña creía que estaba, el pendejo? Agarramos un tren a Hempstead, que era un pueblo rascuache a más de una hora de Manhattan, y ahí encontré un motel apenitas decente por cincuenta bucks diarios. Manfred era veloz, pero no tenía técnica. Típico niño rico que por primera vez se escapa del corral. No sé bien qué tan rico, pero era obvio que no había dejado a sus queridos padres en la calle. Si no te importa, voy a poner la foto de esta postal en la primera plana de un periódico donde dice: ¡Peligro: Se extiende el violettismo! O como diría tu amiguito el Nefas: Esa puta bribonería infecciosa. Me enferman los pelados que se hacen los decentes.

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