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Mis papás podían soportar que el cura se paseara en un carrazo, pero no que su hijita se quedara a vivir en New York. Aunque tampoco podían hacer mucho, yo estaba a punto de cumplir veinte años y ellos recién me habían localizado. Cuando agarré el teléfono y dije Hello? y oí que me decían: ¿Rosalba? se me fue todo el aire. Sentí un hueco espantoso en el estómago, las manos me temblaban con todo y reloj. Oía mi corazón. Y oía a mi papá, encabruñadísimo. Con cuatro años de bilis fermentados adentro. ¿Cómo podía ser posible que yo, su hija, hubiera cometido la canallada de robarles sus ahorros? ¿Y él quería que yo le explicara eso? Decidí que no había más que una manera de explicárselo, y le colgué. Una hija que le cuelga el teléfono a su propio padre bien puede ser capaz de dejarlo en la calle. Cada vez que sonaba, levantaba la bocina y colgaba sin oír nada. Rosalba. Me había dicho Rosalba a mí, que tenía cuatro años de ser Violetta. Y que ya no tenía ni uno de sus dólares.
En otras condiciones habría sido fácil escapármeles. Un año y medio antes, por ejemplo, podía cambiarme de casa y perdérmeles otros cuatro añitos. Porque un año y medio antes yo cambiaba de domicilio todos los días de la semana. Pero cuando llamó mi papá, no había otra forma de escaparme que colgando el teléfono. Digamos que de pronto no tenía en qué caerme muerta. Mi ropa, en todo caso. Mi reloj. Pero una no se cae muerta en su ropa, ni en su reloj. Eran las únicas pruebas que me quedaban de que yo no era pobre. Podía engañar a la gente, a los turistas, a los policías, pero nunca a New York.
Hay millones de lugares en los que te las puedes arreglar con cien mil dólares, pero no esperes que New York te crea ese cuento. Cien mil dólares podrían durarte más tiempo en Las Vegas que en New York. ¿Sabes a mí cuánto tiempo me duraron? Muchísimo: dos años quince días, y eso porque Clark Kent se dejó un rato puesto el traje de Superman. Aunque ya no gastaba igual que en Houston. De hecho nunca volví a gastar así. Porque New York desde que llegas te hace entrar en cintura. Cien bucks por una limo del aeropuerto, cuatrocientos más por un cuarto en el Plaza sin vista al Central Park, mil quinientos de dos faldas en Saks y no había ni pasado la semana cuando hicimos cuentas y ya habíamos gastado diez mil dólares. A los diez días Eric se puso a hacer los cálculos y me aventó en la cara un pronóstico espantoso: íbamos que volábamos para quebrar la empresa en mes y medio. Lo dijo todavía más horrible: Guess we’ be poor by Christmas. Poor, ¿me entiendes? Yo que había llegado en primera clase, y luego en Iimousine, y luego al Plaza, iba a ser una muerta de hambre en Navidad. Llevaba cuatro mil de hotel, dos de comidas, tres de tiendas, y eso que según yo estaba cuidando el dinero. Eric me lo explicó y yo me ofendí muchísimo. Tanto que me salí del cuarto huyendo. En lo que él se vistió para alcanzarme, yo ya estaba bien lejos de su texano alcance. Eran como las once, me había bañado media hora antes y Eric seguía en pijama. Un pijama de asteroides que yo le había comprado en Bergdorf Goodinan. Salí a la calle y lo primero que pensé fue: Hace frío. Y yo que me había comprado de todo menos ropa de invierno. Y no me la podía ya comprar. O sea no en Saks, ni en Bloomingdale’s, ni en ninguna de las tiendas que me habían hecho tan feliz por diez días. Aunque te digo que ya no me sentía rica. En New York nadie es rico. No suficientemente, ¿ajá? Siempre hay algo que no puedes tener. Y en cambio la ciudad te tiene, no te suelta. Te atrapa entre sus garras y te recuerda que eres una caquita de mosca flotando entre toneladas de toneladas de polvo. Y aun con lo poco que vale el polvo, la caquita de mosca es mil veces más barata. Porque en New York ni tu dinero es tuyo. Lo andas cargando, si, pero es de la ciudad. Cualquier cosa que cae sobre la superficie de New York es automáticamente newyorkina. O sea propiedad privada de New York. La ciudad no te adopta, te soborna. Te compra y te tira, por eso la quieres. Y querer así envicia, tú ya sabes. Yo sabía que lo más fácil era irme a otra ciudad en la que no me sintiera tan pobre con tantos miles de dólares, pero estaba enviciada con New York. No me iba a ir a ningún pueblo, ¿ajá? Y cuando vienes caminando por la Quinta y ves a un Santa Claus entrando en San Patricio y luego no ves nada porque estás entre cientos de fulanos que caminan todo el tiempo y acabas caminando rapidísimo, como ellos, puedes cerrar los ojos, pensar en Hollywood y decir: Pinche pueblo. No conocía Hollywood, pero no hacía falta. Yo estaba en el ombligo del mundo y no me iba a salir de ahí. Aunque eso sí, tenía que salirme del Plaza. Y por lo pronto tenía que caminar hasta que se me fuera el coraje. Me acuerdo que pensaba, enojadísima: ¿Qué les habría costado a mis papás robarse mínimo otro tanto? Cuando me di cuenta ya iba por la 32. Hice la resta: veintisiete cuadras. No se me había pasado el berrinche, pero digamos que había logrado transferirlo a México. Y ya con el coraje así de lejos volví a pensar en Supermán. Cada instante pensaba en Supermán. Y no podía soportar imaginarme que estaba a punto de perder mi capacidad de sorprenderlo. No digo que sólo con lana pudiera divertirlo. Cómo crees. Pero lo que si tengo que aceptar es que a mí sin dinero se me quita completamente lo divertida. Me vuelvo insoportable. Gruño. Muerdo. Araño. Soy uno de esos gatos callejeros que le clavan las uñas al primero que trata de acariciarlos. Aunque igual tengo la ventaja de que en esas condiciones soy el ser más sobornable del universo.
Pero Eric no podía sobornarme. Más bien yo era la que lo sobornaba a él. Era su Santa Claus, y estaba en quiebra. ¿Te imaginas qué triste? No hay cosa más no sé; desoladora que un Santa Claus quebrado. Y así era como estaba yo, sentadita a la entrada del Madison Square Garden. Echada sobre el piso, como pinche india. Mexican Santa Claus is going bankrupt. Shit, shit, shit. Me daba vueltas la cabeza viendo gente y gente que pasaba, todos con prisa, todos con algo urgente por hacer. Con lo que a mi me urgía encontrarme un millón de dólares. Y estaba allí tirada, pensando en Santa Claus formadito en la fila del Monte de Piedad. ¿ Cuánto me puede dar por la autopista? ¿ Ya vio que las muñecas también habían? Créame que tengo mucha necesidad Hasta que ya de plano me solté llorando, como niña chiquita. No sirvo ni para Santa Claus, decía. Y estaba así chillando en mi rinconcito cuando pasó un señor y me echó una moneda. Un quarter. Ya te imaginarás todo lo que lloré cuando lo levanté del piso. De esas veces que tienes que acomodarte, que hasta metes la cara dentro del suéter para seguir moqueando a gusto. Y ya no era siquiera por dinero. O sea, ni por el quarter, ¿ajá? Porque igual el fulano me había confundido con limosnera pero yo todavía tenía más de ochenta mil dólares guardados. Y es más, traía como mil encima. Pero ni modo que no me viniera algún remordimiento por todo lo que había hecho. Decía: soy una hija de La Chingada. Pero luego me consolaba: Las hijas de La Chingada no lloran, Violetta. Me ponía la palma de la mano entre la boca y el oído y me decía cosas, sin dejar de llorar. No tenía ni dos semanas en New York y la puta ciudad me estaba dando de patadas. No sé cómo explicártelo. Ya sé que lo más fácil habría sido decirme muchas veces: Tengo ochenta mil dólares. Pero para hacer primero que eso tendré callar las voces que me decían: No tienes familia. No tienes casa. No vas a tener novio cuando se acabe el dinero. De esas veces que tus ángeles y tus demonios se ponen todos de acuerdo para chingajoderte. Hasta que finalmente si acabé diciendo: Violetta, tienes ochenta mil dólares, y además tienes unas lágrimas que le sacan los quarters a la gente.
Cuando logras reírte después de haber llorado mucho se siente igual que vivir en la calle y ver salir el sol y hasta pensar: Voy a echar un sueñito al Central Park. Pero eso me pasó más bien después, cuando ya había perdido la vergüenza. Como que levantarse del suelo a la entrada del Madison Square Garden luego de diez minutos de llorar como niñita malcomida es mucho más sencillo que abrir el ojo a mediodía a medio Central Park y jurar: Esta noche me cae que duermo en el Waldorf. Me estoy adelantando, pero igual todo es parte de lo mismo. Tengas o no tengas dinero, cuando estás en New York los días y los lugares se confunden. Hazte cuenta que vienes en un tren rapidísimo, y por más que te clavas en mirar el paisaje las cosas se revuelven. Es como estar comiéndote una sopa de verduras y preguntarte exactamente a qué saben los chícharos, o las zanahorias, o los aguacates. Creo que conocí New York esa mañana, porque hasta entonces había sido como una turista naca. Para poder decir que has estado en New York necesitas haber llorado allí. Sentir que hasta el cemento te mira como mierda. Que de todas esas indiferencias juntas con trabajos vas a sacar un puto quarter. Claro que todavía a la hora de levantarme del piso y secarme las lágrimas y comprarme un café, me seguía faltando una experiencia básica: que me estafaran. Cuando New York por fin se las arregla para hacerte sentir una basura, vienen otros basuras como tú y terminan de darte la bienvenida. Porque no creas que a New York le bastó con mis lágrimas. La idea era que terminara yo sufriendo como heredera en orfanatorio, ¿ajá? We love you, Miss Fuckin’Hannigan. No basta con pegarle a la mosca, tendrías que aplastarla. Es obvio que alguien como yo no entiende de otra forma. Soy La Mosca Violetta y el dinero es la mierda de mi vida.
Los basuras estaban en plena 34, frente a Macy’s. Yo me había quedado en la esquina, esperando el semáforo, cuando vi al de las cartas. Creí que estaba solo, la muy asshole. Tenía una mesa plegable, chiquitita. Ponía las tres cartas encima y empezaba a meroliquear. Había dos tipos jugando y una mugrosa como de mi edad mirándolo mover las manos sobre las cartas. Dos rojas y una negra. El chiste era saber dónde estaba la negra. Yo veía que los que apostaban eran estupidísimos, y si le sumas a eso que ya desembarcadita en New York me sentía más inteligente que todos mis semejantes juntos, ya supondrás que yo no me podía mover de allí. Los dos idiotas que seguían apostando ya habían perdido fácil quinientos bucks. Y claro que en mi situación ni los quinientos juntos me salvaban de nada, pero no era lo mismo estar chillando en el rincón que mínimo llevarte a una rata callejera entre las patas. Claro que suena de lo más ingenuo, pero yo en realidad pensaba que podía. ¿Cómo iba a adivinar que todo el pinche público se había puesto de acuerdo para engancharme? ¿Sabes qué estaba haciendo ahí la mugrosa esa? Cuando te arrepentías de apostar, se arrimaba y te daba tips para ganarle al de las cartas. Luego decía que tenía una supertécnica, y te pedía a cambio la mitad de las ganancias. Según mis cuentas ya llevaba perdidos trescientos veinte dólares cuando me quise ir. Me temblaban las manos, las piernas, la mandíbula. Sobre todo la mandíbula. Porque no había podido ganarle ni una, ¿ajá? Dieciséis veces había puesto veinte dólares encima de una carta y todas los había perdido. En eso viene la mugrosa y me propone el trato. Ni modo de decirle no, porque yo ya no estaba pensando en quitarle sus dólares al de las cartas, sino de menos en recuperar los que me había quitado. Y eso fue exactamente lo que acabó de joder a La Pequeña Violetta: creer que iba a lograr hacer justicia. Como me dijo Eric esa noche, el que lucha por la justicia es Superman.