La técnica era fácil, según esto: no debía dejar que mis ojos me engañaran. Todo lo que tenía que hacer era mirar cuántos dedos me enseñaba la mugrosa: un dedo era la carta de la izquierda, tres la de la derecha y dos la de en medio. La primera vez no le quise hacer caso. Estaba muy segura, más que ninguno de los otros chances. Y perdí, claro. Entonces puse cara de me equivoqué, O sea de zopenca, que me sale tan bien. Volví a apostar, pero ya a la carta que me aconsejaba con su mano izquierda la mugrosa. Y zas: gané. Ya con ese pretexto, la mugrosa me acercaba el aliento y me decía: Hey, partner! Uno puede llegar a controlar sus apuestas mientras nada más pierde, pero gana una vez y vas a ver qué viaje. No te puedes parar, se hace cosa de orgullo. Yo estaba tan atarantada que no me daba cuenta del doble robo, porque había como cien dólares que iban y venían, y cada vez que yo cobraba daba un par de pasitos para atrás y le pasaba su comisión a la mugrosa. Pero ella no me daba a mí ni un pinche penny cada que yo perdía. O sea que entre los cuatro me tenían totalmente enaneada. Total, que se me fueron novecientos. Y si no ha sido por el policía que pasó, no me habría quedado ni mi quarter. El de las cartas dobló la mesita, la guardó como pudo y me dejó con la mugrosa y sus paleros. Y los tres me decían: No te vayas, espérate, y en eso pensé: ¡ImbéciI! Me estaban agarrando de las mangas del suéter para que no me fuera, la mugrosa hasta me rogaba: Please! Please! Please!, pero yo estaba calculando, sin mucha idea porque todo había sido rapidísimo: me habían pelado en menos de diez minutos. Según mis cuentas la mugrosa tenía fácil unos doscientos dólares, y el resto me lo había clavado el de las cartas. En eso sentí ganas de llorar, pero ya no de triste.
Estaba tartamuda del coraje, y como no sabía ni qué decirle a la maldita mugrosa, lo único bueno que se me ocurrió fue soltarle un cachetadón que hasta la mano me dolió. Muchísimo, por cierto. Y ya, me eché a correr. Crucé la 34 saltando entre los coches, me metí a Macy’s como si yo fuera la ratera. Aunque si nos ponemos exigentes yo era mucho más ratera que ellos. Por eso todavía estaba en el Plaza. Pero de todos modos acabé otra vez chillando. No podía creer que New York me estuviera tratando así. Y eso que yo decía que era la buena suerte de Eric, su estúpido amuleto. Llevaba una hora y media peleada con mi novio y ya había perdido casi mil dólares. Me acuerdo que iba caminando por el Macy’s, perfectamente ida. Me cambiaba de pisos, subía y bajaba por distintas escaleras, veía las ofertas, las faldas, los juguetes. Y era como si todos se rieran de mí. Ésa es la primitiva que se dejó estafar por ambiciosa. Mírenla, cree que es rica. Mírenla, trae los ojos rojos. Mírenla, está llorando detrás de esas vajillas. No sé ni en qué momento fui a dar hasta el sótano. No registraba nada, no podía concentrarme ni en chillar. Tenía ganas de berrear con toda mi alma, pero sólo traía fuerzas para seguir caminando. Hasta que leí: Subway. No conocía el subway. Me había estado sintiendo demasiado rica para bajar a presentarme con él. Buenos días, señor Subway, soy la nueva pendeja que viene a devorarse Manhattan. Perdón que no le de la mano pero está usted muy sucio. ¿Alguien podría decirme qué tren tengo que tomar para ir al Plaza? Yo no podía saber que en New York la gente toma el metro por falta de tiempo, no de dinero. Cualquiera me habría dicho cómo llegar al Plaza, pero yo prefería preguntar por la 59. Me moría de vergüenza de verme así de miserable y encima presumir que dormía en el Plaza. Dios mío, pensaba, tengo que salirme de ese hotel. Iba tan zombie que me bajé dos estaciones después, pasando el Lincoln Center. Pero no me importaba. En realidad no tenía ni tantitos deseos de llegar al Plaza. Me fui por Broadway para abajo y llegué hasta la 59, pero me daba miedo verle la cara a Eric. No podía dejarle de contar lo que me habían hecho, pero tampoco me atrevía a decirlo. Iba inventando formas de empezar, pero con todas me sentía igual de bruta. Excepto por la escena de la cachetada, que de seguro lo iba a hacer reír. Hasta ahora me acuerdo de las caras que pusieron los paleros y me gana la risa, porque en ese momento juraba que me había fracturado la mano. A la mugrosa ya no pude ni verle la jeta, pero por el dolor que traía en mi manita te digo que le di el madrazo de su vida a la infeliz. Nunca se lo esperó, le di de lleno. Y además de revés.
Tenía como dos horas de estar tirada al sol en el Central Park y todavía me punzaban los nudillos. Te juro que yo nunca aceptaría doscientos dólares a cambio de un madrazo de ésos. Me sentiría estafada. Cuando llegué al hotel eran más de las seis. Eric no estaba y yo no tenía llave. Tampoco me atrevía a pedirla en la administración. Había mucha gente que entraba y salía todo el tiempo, yo sentía que me veían como limosnera. Mira, ésa es la que duerme en el Central Park. Una puede dormir en el Plaza o en el parque, pero no las dos cosas. Te pierdes el respeto, ¿ajá? Y a mí me urgía muchísimo volver a respetarme. Sentirme poderosa, linda, a salvo. Nada que no pudiera conseguir llorándole en los hombros a mi Supermán.
Los gringos son increíbles. Yo estoy segura que Eric andaba cacheteando el pavimento por mí, que por lo menos se sentía igual de mal que yo después del berrinchazo que le armé por nada. Sólo que a él nada de eso le afanó. Salió, no me encontró, se regresó al hotel, se bañó, desayuno y se fue a conseguir departamento. Y lo más increíble es que lo consiguió. Se iba a desocupar en dos semanas. Mil quinientos al mes: menos de cuatro días en el Plaza. Sólo que en un octavo piso y sin elevador. Una ganga, porque del otro lado de la calle había uno más chiquito en dos mil. Aunque en el tercer piso, que en verano podía hacer toda la diferencia del mundo. Pero yo qué iba a saber del verano. Yo quería enterarme cómo le había hecho para conseguir un departamento así de fácil. ¡Fácil! ¿Sabes lo que hizo el bestia para que se lo rentaran? Le dio a la dueña nada más treinta y cinco mil dólares. Dos años completitos por adelantado, más un depósito de cinco mil. Ya podrás suponer que es más de lo que yo podía aguantar.
Me había pasado el día consolándome con mi gran capital de ochenta mil y ya Eric me lo había recortado a poco más de la mitad. Y había recortado mi libertad, porque yo ni siquiera había escogido, ¿ajá? ¿Con qué derecho? El caso es que le estaba reclamando enojadísima cuando me dio un sentón que no me chingues. Dijo: No te quiero viviendo en la calle cuando yo me vaya. Y yo me quedé muda. ¿Qué iba a hacer Luisa Lane en New York sin Supermán? No podía perderlo, no mames, no iba a sobrevivir. Me dio tanto terror que me le abracé fuerte, como si en ese instante se estuviera yendo. Y cerraba los ojos y apretaba los dientes y no le decía nada porque ya con el cuerpo le estaba gritoneando. Dont you leave me, Clark Kent. Not now, ¿ajá? No podía aceptar que Eric tuviera un plan diferente del nuestro. Que viniera a decirme que él si podía respirar afuera de nosotros. Que primero se dejara consentir por la dulce Violetta y luego le saliera con que ya me voy, I was so glad to meet you, have a nice fuckin’life. A mi no me importaba que el dinero me rindiera la mitad, con tal de ver a Supermán despertarse conmigo. Y ésa era mi más grande paranoia, pensar que yo tenía que seguir siendo Santa Claus para que Supermán no me dejara. Por eso no aceptaba que me quisiera dar clasecitas de vuelo. No quería que me enseñara a no necesitarlo, me daba pinche pánico quedarme sola. Por más que ya supiera que Eric se iba a regresar, me empeñaba en creer exacto lo contrario. Había logrado que llamara dos veces a Laredo y dijera que se iba a tardar más, pero el papá lo estaba amenazando con ir a la buscarlo. Por eso le urgí tanto encontrar departamento; para que su familia dejara de llamarle al Plaza. El muy bruto le había dado el teléfono a su hermana. Y ya tú me dirás cómo le iba a explicar que estaba allí. Creo que sus papás no habían estado nunca en New York, pero por ignorantes que fueran tenían que olerse algún asunto chueco. Tenían que convencerlo de regresarse y estudiar una carrera y disfrutar de todo lo que con Violetta nunca iba a tener. Pero tampoco me iba yo a rendir tan fácil. Digo, de algo tenía que servirme dormir en la misma cama, quitarle su pijama, repartirle besitos como caramelos, jurarle que ya nunca me iba a poner así, hacerlo reír y bueno, hasta aceptar su pinche plan de austeridad. Porque lo que es los Yankees no iban a jugar antes de abril. Entonces yo quería tener conmigo a Eric mínimo hasta la primavera, y para eso necesitaba que cortara los cables con su tribu. Pero eso no podía pedírselo. Santa Claus nunca pide, nomás da. Aunque sólo a los niños que se portan bien. Por eso al día siguiente nos cambiamos de hotel.
New York se ensaña con quien no tiene casa. Los hoteles baratos son unas cuevas infectas, y los que te parecen más o menos decentes nunca te cuestan menos que un súper suéter. Un robo en todas partes. Y aparte triste, porque en las cuatro semanas que no tuvimos casa fuimos bajando poco a poco de nivel. Cada vez que hacíamos cuentas, yo veía cómo se nos caían las estrellas. Cinco, cuatro, tres, dos, we’are! Todavía en el Sheraton y el Doral Inn la cosa estaba soportable, pero abajo del Edison se puso truculenta. Fuimos a uno que estaba en Broadway, por la 96, donde yo ya juraba que iba a acabar en una casa-hogar. Bi, we are Eric and Violetta Welffare. Leaveyour quarter, God blessyou.
Había ratas y cucarachas en los pasillos. Llevábamos veintitrés días esperando que se desocupara nuestro departamento y ya no había lana que alcanzara. La primera semana de austeridad nos salió casi en dos mil bucks, y la última la habíamos bajado hasta cuatrocientos. Comíamos hot dogs en la calle, me robaba chocolatitos en las tiendas, íbamos a los cines más baratos. Hasta que un día estallé. Seis noches en el Sheraton, cuatro en el Doral Inn, diez en el Edison, luego ya con las cucarachas. Y deja que las ratas infelices corrieran a esconderse cada que salías al pasillo, hasta a eso me podía acostumbrar. Pero saber que había tipos allí dentro que pagaban pensión y vivían de pedir limosna, eso me corroía horriblemente el respeto por mi personitita. Según los numeritos de Eric, no podíamos gastar más de trescientos noventa por semana. No recuerdo muy bien cómo estaban sus cuentas, odio con toda mi alma la aritmética de la clase media, pero la idea era que mis dólares me duraran dos años. Y así decía Eric, ¿ajá? Your money. Your apartment. Your next- couple ofyears. Couple my ass, pendejo. Y yo me hacía la sorda. Total, si ya lo había divertido por cuarenta días, podía retenerlo setecientos más. Pero no así, viviendo como pordioseros. Y yo no decía nada porque luego pensaba: ¿Qué me cuesta aguantarme una semana? Pero cuando me vino con que three more days, después de cuatro weeks cayendo de clavado hasta el fondo de la mierda, me puse como tú ya sabes. Rompí un vidrio, estrellé la lámpara en el piso y me solté gritándole: Si tú crees que en dos años yo no puedo arreglármelas para seguir viviendo como reina estás hecho un pinche asshole. Algo por el estilo. Eran las nueve de la noche y a mi me valió madre. Bajé hecha un monstruo a la administración, que por cierto apestaba a humedad igual que el pinche cuarto roñoso ese, pagué el vidrio y la lámpara y salí a parar un taxi. Supermán no decía ni Juck you. Venía calladito, siguiéndome. Ayudó a acomodar las maletas en el taxi, se sentó junto a mi, me abrazó y se calló el hocicote cuando le pedí al chofer que nos llevara al Waldord Yo sabía que ésa era la única manera de obligar a Eric a joder a la dueña para que ya nos diera el departamento. O por lo menos eso fue lo que le dije. No podía confesarle las ganas que tenía de quemarme esos dólares como Dios manda. Tampoco iba a decirle que después de esas cuatro semanas de cargar con su puto plan de austeridad yo sufría cada vez menos con sus insinuaciones texanitas. En el taxi camino al Waldorf, pensaba: Que se vaya a Laredo este pendejo. Tanto que hasta me parecía divertida la idea de estar sola en New York. Como que había una escandalosa cantidad de diablos listos para saltar como Jack In The Box, y ninguno iba a hacerlo mientras Mr. Clark Kent anduviera por ahí. Y al mismo tiempo yo seguía empeñada en retenerlo. Andábamos a toda hora juntitos, caminando. En una de esas caminatas me metí a una tabaquería para robarme un chocolate. Habíamos discutido por no sé qué cosa, y como a Eric le cagaba que yo fuera raterilla, me metí con más ganas, como diciendo: Te chingas, gringo putito. ¿Sabes qué me robé? Un billete de cien de la registradora. La señora de la tienda se distrajo un ratito y zas.- atacó Luisa Lane. Llevábamos dos noches en el Waldorf Astoria, ya nos habían dado las llaves del departamento y Eric había corrido como diez cuadras conmigo, los dos con unas carcajadas que no veas. Sólo que nunca supe muy bien de qué se reía. De hecho mi risa se detuvo cuando me di cuenta que en realidad nos estábamos riendo de cosas distintas. Porque Eric no pensaba que yo fuera capaz de hacer dinero. Creía que me había robado el billete nomás por divertirlo. O sea que por más que yo me riera de felicidad por el rotundo éxito de mi demostración, él no creía que yo hubiera demostrado nada. Así como lo más cómodo para Violetta era pensar que Eric no iba a dejarla, lo más cómodo para Eric era suponer que Violetta podía vivir feliz comiendo hot dogs en lugar de seguir estafando a su prójimo. ¿Qué quería demostrarle? ¿Que era buena ratera? No. Solamente que era capaz de cualquier cosa. Supergir1 finás her way: ésa fue la noticia que a Eric le pasó de noche.