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Claro que lo más fácil habría sido adoptar la solución caballeresca, consistente en creer que la dama precisa de un valiente anónimo que la salve de las fauces de la bestia. Un argumento eficaz para encerrarse en la monomanía de un videojuego felizmente concéntrico, pero fatal cuando lo que se busca es elegir con provecho. Debe de haber no sé cuántos imbéciles que ahorita mismo eligen ser los buenos y enfrentarse a los malos de la historia, se perseguía Pig a la tercera noche de bloodymaries en el bar al que Rosalba seguía sin llegar. Había esperado las tres tardes en hilera, acompañado cada una por el mismo reparto de perdedores, de pronto preguntándose por la cantidad de citas necesarias (¿cumplidas o incumplidas?) para decirse propiamente víctima del sentimiento innombrable. O por la cantidad de tardes que tendría que pasar allí solo para ser propiamente pieza del reparto. Se miraría entonces como suele mirarse cada uno de los pobres diablos que se creen redimidos por un amor distante. Y se acostumbraría, con la ilusión latente bloqueándole el dolor, calentando la herida, empollando la pústula. Se iría haciendo a la idea de amar uno por uno los defectos que aún no conocía, y por lo tanto se comprometería a defender a ciegas, justificándolos y hasta adoptándolos como normas de conducta. ¿No era cierto que había en esa posibilidad funesta-que esa Rosalba esquiva fuese el más ruin de los mortales- el imán silencioso de un abismo cuya íntima penumbra lo llamaba con la autoridad de la luna sobre el Hombre Lobo, caverna de neón en el desierto, carro de la montaña rusa con ruedas resbalosas y cinturones rotos? ¿Quién? que pruebe ese vértigo, podría jamás negarse a dar el salto hacia el vacío, y condenarse así a otra forma de nada, menos visible y por lo tanto más profunda?

El inglés necesita de un verbo fatalista para emplear la expresión «enamorarse»: to fall. O sea que el enamorado no exactamente asciende a un estado superior, sino al contrario: cae. Tropieza, se distrae, es entrampado. Cae, igual que Luzbel. Si Cristo hubiese dicho «Enamoraos los unos a los otros», ya estaríamos todos viviendo en el Infierno. Pero sería injusto concluir que Amor y Averno son instancias iguales o siquiera equivalentes. El diablo de allá abajo y el diablo del amor podrán ser parientes, y en un momento socios, pero sus métodos difieren tanto como la horca del veneno, el sable del cuchillo, el cañón de la trampa. Pig había contraído la manía de hablar solo y en inglés. Cuando alguien lo pescaba a medio soliloquio, le quedaba el recurso de un chiste, siempre el mismo: «Es que así lo practico». Se lo había robado a una película, donde la heroína reconocía las capacidades amatorias de su héroe, a lo cual este respondía ufanándose de su autodisciplina: «Practico mucho cuando estoy solo». Pero la verdad es que Pig había descubierto en el inglés un surtido interminable de analgésicos. Ásperas y juiciosas, corpulentas, graníticas, las palabras castellanas le parecían demasiado dolorosas, ampulosas, corpóreas, para emprender con ellas cualquier forma de diálogo consigo mismo. De ahí que sin pensarlo contrajera el vicio de hablarse en puro inglés. Y entonces no pensaba, ni menos se decía una pregunta cuyo sonido le parecía cursi: ¿Me estoy enamorando? (Podía imaginarse a Rosalba retorciéndose de risa, con su voz cavernosa y sus Ojos felinos y su cara de niño sin cumpleaños.) En lugar de eso prefería echar mano de algunas frases hechas, seguramente inscritas en decenas o cientos de canciones y películas: Dont wannafall in love. Bin not in love. This ain’t love. No deseo caer, no estoy, no es. Preguntárselo solo, negarlo, discutirlo, era poner en marcha una parodia de objetividad, que según Pig quería creer le permitía contemplarse desde el exterior. Así el inglés se convertía en una suerte de sede neutral donde no era pensable más tendencia que la de la razón: un árbitro que hablaba casi siempre en inglés, excepto cada vez que emitía una sentencia.

O más exactamente un comentario final, puesto que todo aquello no era un razonamiento, sino en el mejor caso un protocolo intimo, una pura e inútil escenificación, un paliativo apenas suficiente para huir del acecho de la nada, que como siempre está detrás, alerta, esperando el descuido que nos hará caer. Más que pensar o hablar o monologar, Pig iba encadenando frases hechas, casi siempre con ido trágico, pues en que caer, como se cae de lo alto de cualquier rascacielos: no importa si uno se halla hasta arriba en el aire o hasta abajo en el piso, pues se le considera igual de muerto. Da lo mismo si el tránsito le toma un instante o un mes, una vez que el siniestro ha dado inicio, el despeñado está del otro lado de los vivos, en ese Más Allá que no admite apelaciones. En castellano se está enamorado, pero en inglés se cae en el amor, y luego se está en él como en el centro de un capullo. Puesto que no sucede como con la tentación, que luego de entramparnos y hacernos tropezar en sus dominios, termina liberándonos: vencida. Si fuera necesario reivindicar a amor y tentación como demonios, habría que observar que ésta tiene un rango inferior al de aquél, hasta el punto de ser su descendiente. Pues pasa que el amor -su presencia engañosa o su ausencia estridentes capaz de mimar todas las tentaciones, y llegado el momento resistirlas, si es preciso. Como le corresponde a un Padre Eterno y en tal modo ubicuo que nadie osa escondérsele sin por ello pagar con el Infierno en la Tierra. Capullo o sortilegio, el amor trae consigo promesas increíbles. Esto es, las únicas que deberían ser creídas, pues dar fe a lo improbable es saberse caído, presa, dentro, cautivo de una irrealidad en la que sólo resta sumergirse, y así andar por las calles con lo que el desdichado juzga una sonrisa imbéci1 ¿Cuántos santos y mártires han muerto en el cadalso con la sonrisa impresa por una fe impermeable a la desdicha?

Pig no sabía o no quería decirse si efectivamente había caído, o si apenas estaba despeñándose hacia el fondo del amor, o si aún no observaba sus abismos desde algún trampolín de incertidumbre. Pero eso, no saber, y además preguntarse, y despertar con prisas y sentir un vacío en todo el esternón cada vez que se abrían las puertas de la cantina, y probar el alivio desgraciado de que otra vez no fuera ella la que entraba, y resistir no obstante los embates de la nada con la sonrisa imbécil del beato moribundo, ¿no era precisamente estar allí, donde el amor? ¿Cómo, si no, interpretar esa alegría callada que ni siquiera dependía de un motivo concreto? Dudas todas ociosas, entretenciones varias donde el why, el where y el when no son sino preámbulos del veredicto en recio castellano: Creo que ya me jodí.

Mas para estar jodido Pig lucía insultantemente alegre. La expresión de festiva placidez que había seguido al «me jodí» parecía una ofensa al ambiente circundante, donde toda sincera muestra de alegría debía disculparse (¿o inculparse?) con la coartada de una borrachera en pleno ascenso (¿o descenso?). Y Pig estaba sobrio, con apenas un par de bloodies dentro y todavía viva la ilusión de que en cualquier momento Rosalba llegaría y dejaría claro que él no era otro jodido. No por ahora, pensó, con el orgullo fatuo imperdonable, siempre rayano en el desdén y la jactancia, que distingue (¿o acusa?) a los solitarios pasajeros: esos que a diferencia de los otros sí tienen alguien a quien esperar. Una razón con cincuenta o sesenta kilos de peso para no contemplar más horizonte que aquél delimitado por la puerta. Que nadie me contemple, que ni siquiera me sonrían: sé bien a quién espero y no está aquí. Soy de los que se joden por su gusto. Yo no tengo esperanzas, tengo planes. Y pese a que ninguna de esas actitudes merecería disculpa, los demás perdedores tendrían que comprender: así estuvieron ellos al principio, cuando había una brisa de verano soplando de los poros al miocardio. Cuando por gracia de un conjuro mentiroso levantaban el vaso y elegían joderse igual que el talentoso elige malograrse y el heredero conquistar su ruina. De modo que si alguno entre todos los presentes se distrajo un momento de su escena para asomarse a la mirada centelleante del que recién creía: Ya me jodí, habría descubierto un destello semejante al que irradia quien arroja los dados por primera vez en una noche plena de presagios. Cual si no fuese a solas, sino siempre con ella: la ausente impredecible, que tomase la decisión de despegar, saltar, doblar la apuesta, ser totalmente consecuente con su sed de abismo. ¿Qué quería decir «ya me jodí»? Traducida al lenguaje del casino, fatalmente temprana, la expresión bien podía significar- Yo respondo por todo, aunque habrá quien la vea, la escuche, la lea, la recuerde como: Aún tengo todo por perder. Me he lanzado al vacío pero sigo arriba. Es decir, ya caí. Perdí todo y por gusto. Creo que ya me jodí, volvió a decir en castellano Pig, y al hacerlo sintió que firmaba algo. Un contrato diabólico. Un acta notarial. Una sentencia. Un papel ilegible, aunque legal. Por eso decía «creo» en lugar de «sé». Porque en el reino del amor sólo sabe quien cree, y lo demás no existe.

.-Dame un besito, Bestia-disparó la voz trémula, entre grave y quebrada pero al fin cavernosa, detrás de él, al tiempo que los dedos le tapaban los ojos. No lo sabía entonces, pero tampoco tardaría mucho tiempo en asociar a Rosalba con esas gracejadas imprecisas.

.- ¿No deberías antes preguntarme quién eres? -fingió Pig un sosiego que podían creer todos menos ella, que lo sentía temblar entre sus manos como rata neurótica.

.-Nunca sabrías quién soy, de todas formas. Ni siquiera te he dicho cómo vas a llamarme -le dio un beso en el cráneo, le retiró los dedos de los ojos, le rodeó el cuello con los antebrazos-. Pero igual yo si sé que me mandaste flores.

Pig sintió la presencia de un bálsamo caliente que de pronto calmaba todas sus ansiedades, borraba sus dolencias, lo arropaba. Y no tenía ni tiempo de pensar ya en los otros, que acaso predijeron que se iría solo, como había llegado, como se van al diablo siempre los que esperan. Tenía, en todo caso, un tiempo ya sin tiempo. Un espacio vacío de minutos, donde los solos ojos que lo contemplaban, gratos como una droga celestial, construían por sí mismos un horizonte intimo.

.- ¿Cómo voy a llamarte? -sonrió Pig al fin, a salvo de los sobresaltos iniciales, y en su sonrisa se podían leer los términos precisos de la más generosa de las capitulaciones. Como si al sonreír dijera: Voy a comprarte todo lo que quieras venderme. _ ¡Shhh! -abrió grandes los ojos, pretendió agazaparse, teatralizó la que hasta ese instante, pero ya nunca más, se llamaría Rosalba.

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