.- ¿Por qué shhh? -le siguió el juego Pig, en voz tan baja que debió cerciorarse de haber sido escuchado. Pero Rosalba ya no lo miraba, ni le respondía, y en lugar de ello alzaba índice y pulgar derechos para darle a entender: un momentito. Espera. Voy a darte un juguete sólo para ti. Una actitud imperativa y al propio tiempo suplicante de cuya ambigüedad parecía habituada a obtener todo el provecho. Y más que eso: el control. Mismo que en situaciones como aquélla se nutría del descontrol ajeno.
.-Porque sí -se tardó un rato en responder, ocupada en cortar en dos una tarjeta y escribir al reverso dos palabras, que por supuesto no explicaban nada: Soy Violetta
.-O sea que las próximas flores se las mando a… Violetta? -quiso recomponerse Pig, alumno que se empeña en aprobar un examen escrito en una lengua desconocida. Pero ella lo miró sin expresión, pensando muchas cosas o no pensando nada, como si en el papel lo hubiera dicho todo y todo intento de conversación resultase un sobrante desechable. Una imbecilidad. Una de esas preguntas infantiles que el adulto ignora o decide ignorar o siente demasiada pereza para responder, de modo que no hay forma de saber si su silencio ocurre por prudencia o cansancio.
.-Violetta-dijo Pig, por decir algo. -¿No te gusta? -No es que no me guste. -No te haces a la idea… -No entiendo para qué. -¿Para que que. -Nada. Todo. No sé. ¿Es tu segundo nombre? -Es el primero, el único. -Creí que era el que usabas para protegerte. -¿Protegerme de quién? ¿De ti? -había una insolente majestad entre sus labios, detrás del humo que intempestivamente le soltaba en la mera cara, y Pig se preguntaba cuántas cosas haría, con o sin dignidad, por no tener que prescindir de esa insolencia.
.-No sé, eso tú sabrás. -Todos los nombres sirven para protegerse. Igual que el maquillaje o las pelucas, ¿ajá?
.- ¿También usas peluca?
.-Usaba. ¿Y tú cómo te llamas? Digo, para estar iguales. ¿Cómo voy a llamarte?
.-No sé -había una incomodidad con vocación de miedo, unas ganas de huir y una tentación de suplicar. Una necesidad, anímica al extremo de lo orgánico, de ser considerado cualquier cosa menos un juguete.
.- ¿Cómo quieres llamarte? -adelantó una mano, lo miró de frente, le acarició el meñique, luego los nudillos, con la ternura que debía haberle desarmado. Lo de menos es cómo me llame, Rosalba.
.-Violetta, aunque te tardes -y ahí venía de vuelta el latigazo, la indiferencia, la extrañeza.
.- ¿Aunque me tarde en qué? ¿En esperarte aquí como tu criado? ¿En verte aparecer después de haber venido dos tardes para nada? ¿En descifrar misterios? ¿En jugar a las escondidas sin saberme las reglas?
.-No tienes que hacer nada, sí no quieres. -Quiero, pero no entiendo-cedió Pig, con un tono de súplica recién improvisado-. ¿Me podrías explicar?
.-No hay nada que explicar -sonrió Violetta, otra vez la caricia tras el garrotazo.
.- ¿Entonces? -Entonces me ibas a decir cómo te llamas. -¿Quieres que invente un nombre? -Mejor dime uno que no sé, te represente, ¿ajá? -Si te lo digo igual no te parece. -No estaría sujeto a mi opinión, ¿o sí? ¿Cada vez que la gente dice cómo se llama espera que le den una opinión? Fíjese que me llamo Filomeno, ¿le parece o me lo cambio?
.-Pig. -¿Qué dijiste? -Pig. Me vas a llamar Pig. -¿Cerdo? -Cerdo no. Pig. -¿Y así vas a querer que yo te bese?
.-Tú no; Violetta. Nada más Violetta -pero ya no tenía más sentido hablar, porque en sus ojos Pig podía leer aprobación rotunda, satisfacción completa, emoción rebotada, y se daba a probar la plenitud que invade a quien se piensa propietario de idénticos secretos.
Nada parecía real, o quizás era demasiado real para ser cierto. Porque la gente no va por la vida cambiándose los nombres. O porque quien se cambia el nombre lo hace para salvarse de algún perseguidor. Pig cerraba los ojos y miraba a Mamita opinar que eso de andar jugando a las incógnitas no podía conducir a nada bueno. Decente. Constructivo. Aunque si hubiera que juzgar la honestidad de sus desplantes constructivos-conseguir un empleo y desde el primer día entregarse a perderlo-, Pig no habría pasado un solo examen. ¿No había sido ella, Rosalba o Violetta, quien lo había forzado a meter aquel gol de último minuto? Visto así Rosalba, después incluso de volverse Violetta, venía a ser más constructiva que él. O bueno, menos destructiva. Tal como había pasado en las escuelas, la colonia, el periódico: Mamita lo alertaba contra la mala influencia de los amigos que no tenía, y él decía si, Mamita, pero al tiempo pensaba: Son ellos los que se protegen, Yo soy la enfermedad. Puesto que aun cuando llegaban a seguirlo, escucharlo, respetarlo, ello era sólo para malhaberse algún examen, una boleta falsa, un vicio, un bien ajeno: las especialidades que a Pig le habían valido la pervivencia de su apodo. Pig seguía las reglas para retorcerlas o burlarlas, y así como se sometía a los deseos de Violetta, se decía: Ya llegará la hora de que todo cambie. Un pensamiento constructivo en otros, que acaso emplean la frase con la fe por bandera o la esperanza por coartada, pero no en Pig, para quien todo cambio sólo podía significar la posibilidad de tomar la sartén por el mango. Y entonces comenzar a hacer lo suyo. Así pues conceder, admitir, transigir, no eran sino medidas tácticas para fortalecerse en un silencio de antemano emponzoñado. ¿O no es el mismo criado que hoy dice «sí, señor» quien mañana dirá «lo quiero muerto»?
Todo lo cual difícilmente explica la rabia que seguí pugnando por salir. A menos que se consideren las palabras que precedieron a su arribo: Creo que ya me jodí. Una variable que desquicia la ecuación entera, pues en principio Pig no podía culpar a otro que a sí mismo por esa indefensión rayana en servidumbre y disfrazada ante su ego de medida táctica. ¿No habría sido también una medida táctica, más eficaz y menos enfermiza, el inmediato contraataque: la afirmación sincera y visceral de sus deseos concretos? ¿No podía rehusarse a jugar esos juegos, a obedecer un reglamento ilegible, arbitrario, abusivo, tanto que ni siquiera conseguía por lo pronto burlarlo? ¿No habría resultado cuando menos preferible cobrar allí, al contado, esas afrentas, en lugar de archivarlas y sumarles noche a noche los réditos de un rencor sin contornos? No para él, ni para ella. Nunca y de ningún modo cuando lo que uno busca no es construir, ni ascender, ni salvarse, sino precisamente caer con el estrépito de lo inminente.
.- ¿Te gusta la montaña rusa? -volvió Pig al ataque, de nuevo rencoroso, cobrador, sarcástico.
.-No sé, no me he subido -lo sorprendió Violetta. Y lo obligó a creer en su inocencia cuando propuso-: ¿Vamos?
.- ¿Cuándo? -Pig no sabía controlar sus entusiasmos, ni tampoco ocultar sus descontroles.
.- ¿Cuándo va a ser? ¡Ayer, idiota -¿Hoy? ¿Ahorita? -y sonreía sin limite, cual si ese insulto divertido, poco menos que afectuoso, fuese la más selecta de las alabanzas.
.- ¿Tenemos algo más tú y yo que ahorita? consultó el reloj en la pared.
.- No sé si hoy esté abierto, ni a qué hora cierran los juegos -titubeó Pig, detestándose por ello, pero aún protegiéndose de no sabía qué (puesto que, como minutos antes calculó, ya se había jodido, y quien se jode acepta sin reparos).
.- ¿Quieres llevarme o no? -se ensombreció Violetta, sin ocultar el tono de amenaza que otra vez ponía a Pig con el filo en el cuello.
.-Quiero -lapidó Pig, alzó la mano como un periscopio, localizó al mesero, le hizo un par de señas, todo en un solo impulso, llevado por la prisa de acelerar a fondo y prolongar el tiempo que no tenía tiempo: las horas con Rosalba. Se detuvo un segundo, rectificó: Violetta, sin abrir ni la boca porque todo pasaba solamente en su conciencia sin conciencia, suspendido en la noche, como una ensoñación con leyes propias. Nada de eso era real, pensó enseguida, por eso era tan cierto. Pagó los bloodymaries, calculó la propina, la miró a las pupilas, cual si jamás hubiese titubeado.
.-Ya te jodiste, Violetta -dictaminó sonriendo, buscando un poco dar la pinta de Gioconda y al fin ser él, sólo él quien poseyera el alma del enigma. Si es que cabía un enigma detrás de una mirada que, como la suya, parecía a todas luces enorgullecerse de su apuesta. Ojos que juegan, como los de un niño, a sembrar dudas, miedos y tenebras, al tiempo que proclaman frente al casino entero: ¡Va mi resto!