Era intenso, y a veces peligroso. Cualquier día te encontrabas con un depravadote que te ofrecía una lana por subir a su cuarto. Y no creas que no sentía tentación, pero me daba una vergüenza horrible preguntarles con cuánto pensaban sobornarme. De cualquier forma me faltaba práctica, en todos los sentidos. ¿Sabes en realidad por qué mandé la carta para mis papás? Quería asegurarme que por muy mal que me fuera no me iba a regresar con mi familia. ¿Cómo se llama eso? Quemar las naves, creo. Como Cortés, ¿ajá?, que tuvo que decir: O conquisto a estos indios hijos de puta o me voy a la mierda en el intento. Si ya tenía toda esa renta pagada y en México no me querían más que para asesinarme, no me quedaba otra que conquistar New York. Iba a hacer cualquier cosa, todas las veces que fuera necesario, con tal de llegar a los dieciocho años como newyorka profesional. Violetta R. Schmidt, mexicana en New York, hija de padre alemán y madre canadiense. No me digas que no suena de lo más cool ¿Verdad que la película iba mejorando? Ya sólo me faltaba arreglar el problema del presupuesto, pero antes de eso había que joderse no sabía cuánto tiempo, me imaginaba que todo el verano.
Había que madrugar. El dinero caía entre ocho y media y once. Además cada hotel tiene sus claves. Si sabes trabajarlos, todos te dan dinero, pero antes tienes que agarrar su ritmo, entender los horarios, los movimientos, el tipo de cabrones que te vas a encontrar. No es lo mismo tratar de conmover al que lleva mil dólares para todo su viaje que al que ni a chingadazos llega al mediodía con ese presupuesto. Todos tienen por dónde, eso si. A veces necesitas demostrarles candor, a veces lo contrario. Hay que usar las antenas.
Lo más difícil viene cuando el güey quiere más, pero no te hablo de los asquerosos que te ofrecen uno de veinte por que se las chupes. Con esos nomás pones cara de espantada y huyes. Pero hay otros que se ponen un poco en plan Eric, y eso ya se trabaja de otro modo. Están solos, les gustas, no saben qué decir o se pasan de amables. Uno puede leer perfectamente toda esa información en una miradita, un parpadeo. Un gesto que se escapa sin querer. Porque aparentemente yo era la que hablaba y ellos los que miraban y escuchaban, pero yo no podía aventarme el tiro de que me analizaran, ¿si?, yo tenía que analizarlos antes. No les tiraba nunca el mismo rollo, más bien lo iba adaptando a sus reacciones. Si se ponían difíciles, lo mejor era abochornarse, decirles: Qué vergüenza, nunca me había pasado una cosa así, no se imagina usted los días que he tenido. O sea, se trata de ponerlos en una situación insólita, complicada para ti pero muy fácil para ellos. Cuando al fin logras que el problema sea todo suyo, ellos son los que acaban el trabajo: soltarte ese dinero es un alivio, les da una paz de espíritu que no esperaban. Por eso cuando ves que te miran de otro modo, la idea es que te dejes convencer poco a poquito. Una vez que el fulano compró tus ojos, ya lo de menos es que compre tu problema.
Por supuesto que mueren por resolverlo solos, tanto que hasta se sienten no sé, recompensados, cuando al fin te demuestran que lo hicieron bien. O sea mejor que nadie, ¿ajá? Un tipo solitario al que una hace sentir mejor que los demás se vuelve un corderito amaestradísimo. Al final te das cuenta que ése es el negocio. Si en el nivel más bajo está la caridad, y el que sigue hacia arriba es la solidaridad, necesitas brincarte tú dirás cuántos pisos para llegar hasta el nivel de la ilusión. Comprensión, compañía, conveniencia: todas están debajo de las ilusiones. No tienes una idea de la cantidad de hijos de vecino que te dan cualquier cosa a cambio de eso. Y yo creyendo que la solidaridad me iba a sacar de pobre. Si vendes ilusiones consigues lo que quieras, la onda es que dejes al diente contento. Les des lo que les des, nunca tienen bastante. Se hacen adictos antes del tercer cariñito. El chiste está en saberlos elegir, porque si te equivocas puedes meterte en broncas espantosas. Y ni modo de ir a quejarte, porque si llaman a los de Seguridad lo más posible es que termines en la cárcel. Claro que antes negocias. Algunos se ponían verdes en cuanto confesaba que era menor de edad, pero a otros les salían los chamucos. Otro nivel, te digo.
En el fondo tanto ellos como yo sabíamos muy bien qué estábamos haciendo. Primero les contaba mi problema, luego se conmovían y me invitaban un café. Los hacía reír, les contaba la vida turbulenta de Violetta R. Schmidt y acababa llorándoles encima. O sea que primero les vendía el problemita, y ya en confianza hacía que me compraran el problemón. Se había muerto mi padre, yo estaba muy enferma, me habían estafado, mi madrastra me odiaba, cualquier cosa. Ya con eso tenían el pretexto para ofrecerme más ayuda de la que les había pedido. Generalmente nos hacíamos novios, pero como según esto yo estaba traumadita, me hacía la difícil todo el tiempo. Digo, si ya el tipo insistía en que me quedara a dormir, ni modo: jugábamos un día, dos días, cuatro días a los casaditos. Una vez me quedé dos semanas en el Waldorf con un idiota que por nada me soltaba. Luego había otros que salían con la batea de babas del anillo. ¿Acepta usted por esposo a su querido patrocinador, hasta que la quiebra los separe? Sí, pendejo, estoy lista para hacer el peor negocio de mi vida.
Algunos te dejaban más de quinientos. Otros no regalaban mucho, pero te dabas gusto pidiendo lo más caro del room service. Ciento cincuenta dólares la copa de Luis Trece, doscientos la botella de Dom Pérignon. ¿Ves lo que te decía? El dinero te libra de la mediocridad, de la ignorancia, de todo mal, te juro. Pero igual se te pudre si lo guardas. No vayamos más lejos, los mil dólares de Eric se estaban fermentando, cualquier día iban a apestar a amor podrido. Y si esas cosas pasan con el dinero bueno, qué enfermedades no te causará el malo. O sea el que te pesa en la conciencia, el que ya no te deja pensar en otra cosa. Te digo porque yo veía a mis mariditos y me daba horror. No sabían qué hacer con su dinero, ni sin él. Nadie les había dicho lo tramposa que es la lana: te descuidas tantito y dejas de ser su dueño para volverte su administrador. ¿Cómo entiendes que un tipo rodeado de sirvientes cabizbajos se convierta en sirviente de sus pinches posesiones? Tienen mucho dinero pero no compran nada. No es muy justo que sea yo la que lo diga, después de todo lo que les vendí, pero según yo los billetes grandes sirven para comprar la libertad. Siempre hay unos que van y se las venden, y ellos a huevo que la compran, aunque luego no la usen. La única libertad que de veras usaban era la que les vendía yo. Casi siempre tenían madrecientas mil citas, pero una vez que se encerraban en el cuarto disfrutaban con ganas la libertad que les quedaba. ¿Sabes cómo la disfrutaban? Poniéndola en mis manos.
Primero fue una cosa no sé, totalmente casual- el tipo me agarró descontrolada, no sé por qué me entró la idea de que era policía. Le apliqué el tratamiento intensivo: más lágrimas, el doble de sollozos, broncas más intrincadas, todo un pesadillón. Cuando empezó a mirarme con restos de ternurita, decidí que aquél iba a ser mi día. Al principio lo único que había querido era librarme del fulano, pero apenas lo vi que se quebraba me sentí desafiada. Llevaba tres semanas viviendo de la solidaridad humana, con menos de mil dólares ganados; si la ilusión en los ojitos del tipo ese no mentía, podía cambiar de liga en esa misma noche. Todavía no cumplía los diecisiete y ya quería ser Big Leaguer. eso es tener espíritu deportivo, ¿ok? Y conste que hasta ahí no había dado nada el güey. Pura lágrima pronta, tailor made prime time tears.
De nombres no me acuerdo. Creo que me empeñaba en olvidarlos, era parte de mi estrategia defensiva. Técnicas avanzadas de aperrizaje forzoso: una nueva mirada a la golfería ligera, por la doctora Violetta R. Schmidt. Pero el problema no era que yo me deshiciera de los nombres, lo malo es que también se me olvidaban las caras y las historias. No sabes lo angustiante que es volver a toparte con el mismo fulano y no saber quién le dijiste que eras. Lo peor es cuando se te ocurre abordarlo con una nueva historia y ya se te olvidó que viviste tres días con un güey igualito. Manhattan es la típica ciudad donde te pasan esas cosas. Hay muchísima gente, pero te encuentras conocidos en cualquier esquina. ¿Sabes qué es lo que ningún hombre olvida de mí? La voz. De nada sirve que cambie de pelo y ropa y maquillaje, si de cualquier manera abro la boca y me delato. Según yo no es voz ronca, es otra cosa. Suena a mujer, muchísimo, pero igual no es tan fácil hallar a una mujer con este tono, ¿ajá? Y no sé fingir voces, no me sale. Cambio el tono y hablo igual que monita de caricatura. Como decía un hondureño del Doral Inn: hago la voz de Vilma Picapiedra. Y me lo notas todavía más si me ves a los ojos. Me voy haciendo chiquitita, la voz se me entrecorta, muevo los pies para adelante y para atrás. Movía, pues, mientras me acostumbraba a trabajar del nuevo modo, ya luego me enseñé a no mover ni las pestañas sin provecho. Control, ¿me entiendes? Hasta para lucir desamparada, sobre todo para eso, una tiene que controlar toda la acción. Ni siquiera los nervios son casuales (nunca sabes cómo los van a interpretar, a menos que domines los detalles). Si desea condenarme su Señoría, écheme de una vez el cargo, con todo y agravantes: Bitchcrafi.
Ahora que para ser de veras bitchy tenía que hacer peores cosas, como fingir los sentimientos que por ningún lado tenía, pero eso nunca lo he sabido hacer. Para mí son las clásicas mentiras que te acabas creyendo, y eso es lo más imbécil que le puede pasar a una pirujibruja. Creerte tus mentiras: error fatal, pa que mejor me entiendas. Es como si yo ahora me creyera que soy la que te cuento. Hay cosas que no dices nunca, ni frente al puro espejo, ni a solas, ni a oscuras. Son las verdades intragables que según nosotros no son parte de nosotros. El chiste no es negarlas, sino hacer que parezcan imposibles. ¿Yo, eso?¿Cómo crees? Ni estando loca. Es la última cosa que haría en la vida. Todos dicen lo mismo y ni uno solo está diciendo la verdad. Cuando mis papás quisieron tantear si su virginal hijita se había corrompido en New York, de plano me negué a entrar en discusiones. Piensen lo que quieran, les dije, yo sé quién soy tengo claro lo que valgo. Esas cursilerías funcionan de maravilla entre la clase media que me vio nacer. Aparte, si una no sabe lo que vale va a acabar ofreciéndose por menos, y Violetta R. Sclimidt estaba decididamente a favor del precio justo. Esas cosas pensaba mientras decía mis ñoñerías para salvar el pellejo de mi honra. ¿Te acuerdas de las campañitas que hacías en tu cuaderno, echando toneladas de caca sobre el pinche producto que tan gordo te caía? Y luego de ahí mismo sacabas la campañota, sólo que ya con bullshit al gusto del diente. Pues lo mismo hacía yo cuando tenía que decir cursilerías o portarme como la noviecita de un pendejo en el Plaza Athenée: pensaba exactamente lo contrario de lo que le estaba diciendo. Las tradicionales vacunas contra el amor de la doctora Schmid. Vía de administración: oral, of course. Dosis: hasta que el puerco aguante. Había unos que eran lindos y me caían simpáticos, pero igual les hablaba pensando: puerco-puerco-puerco-puerco-puerco. Imagínate el freak que me invadió cuando se te ocurrió contarme que te dicen Píg. Era como decirme: Soy inmune a tus venenos. Y eso no se le dice a una dama, pendejazo. Un día se me ocurrió que a lo mejor la protección no era contra los clientes, sino contra todo el mundo. Era una cucaracha antisocial, ¿ajá? Trabajaba de actriz, a veces twenty jour hours a day, seven days a week, day or night, rain or shine, puta madre. Llegó a ser desquiciante. Cuando vino otra vez diciembre dije: Bye.