Eric me había mandado los segundos mil dólares, y entonces a Violetta se le ocurrió una idea revolucionaria: ¿Y si me iba a la playa? Claro que era arriesgado, pero igual me quedaba en New York y me arriesgaba a terminar tirándome por la ventana. Estaba mal, ¿ajá? Había aprendido las nociones básicas del bítchcraft, pero seguía teniéndole miedo a la gente. Así que mi manera de no pensar en la Navidad fue decirme: Violetta, tienes que arreglarte. No podía seguir viviendo con la cabeza descompuesta, debía de haber cientos de millones de bítches más felices que yo.
Todavía era noviembre cuando a uno de mis mariditos se le ocurrió invitarme de vacaciones. Claro que lo mandé al carajo, pero como con ganas de que me insistiera. Y así lo traje toda la semana, ruégueme y ruégueme y ruégueme, hasta que decidí que le iba a dar el sí en el último momento. ¿Te acuerdas del taxista que parecía mi abuelo? Pues hazte cuenta que era de la misma rodada: fácilmente pasaba como mi respetable ancestro. Me acuerdo que se fue el seis de diciembre. Vivía en Miami y según él tenía un yate very impressing. Nunca lo comprobé. Acepté que me diera mi boleto para el veintiocho, con regreso el seis de enero. ¿Checas lo fino de mi humorismo? íbamos a estar juntos del día de los Santos Inocentes al de los Reyes Magos. Puros cuentos, ¿ajá?, pero él se los tragó enteritos porque no se quería ir sin comprarme el boleto de avión. ¿Sabes entonces qué hizo la muy bítch de mi? Llamé a reservaciones y cambié la fecha de salida. El veintidós ya estaba yo en el aire.
Hay lugares en los que nunca acabas de aterrizar, así es Miami. Un pueblucho nefasto, debería decir. ¿Me creerías que no hubo un mierda hotel donde no me exigieran tan identificación? Había reservado en el Hyatt, pensando que para el segundo día ya se aparecería un buen hombre que quisiera cargar con la cuenta, pero por más rabietas que hice no hubo modo de que me dieran el cuarto sin id. Me solté caminando por las calles del Centro, asombradísima de estar en un ambiente tan rascuache, donde aparte de todo se daban el lujito de rechazar mi cash. Eran casi las seis de la tarde, yo había llegado a las diez y no había manera de que hallara un lugar donde dormir. Hasta estaba pensando en llamarle al abuelito para que me llevara a su yate de juguete, y en eso se aparece un anuncio a media calle:
Miami – Vegas
10 days $1, 000
O sea que con uno de los envíos de Eric podía escaparme a una playa de las que si me gustan: ésas donde el rumor del mar es un coro de monedas que caen y caen y caen, non stop. Era lo que decía uno de mis mariditos, que en Las Vegas la gente se ahoga, una de dos: en dinero o por dinero. Y la agencia de viajes era tan chafaldrana que con tal de venderme la excursión me aceptaron el pasaporte alemán, que hasta entonces había estado escondido en la maleta. Total, no sé ni cómo le hice pero esa misma noche salí para Las Vegas, ya sin la paranoia de encontrarme al viejito del yate en cualquier parte. Estaba amaneciendo cuando por fin se me hizo tumbarme en la cama de un hotel, pero igual yo tenía ganas de celebrar. Y para eso Las Vegas funciona a cualquier hora. Era mi primer viaje de placer, ¿ajá?, el primero en mi vida, solita y con mis medios. Claro que todavía faltaba hablarle al de Miami y aventarle alguna excusa para no quedar como ladrona, pero antes yo tenía que inaugurar mis vacaciones, porque en Las Vegas tampoco había así que digas aterrizado. ¿Cómo iba a aterrizar, si por más que miraba el cuarto donde estaba no podía creer tanta hermosura? Las Vegas. Nunca nadie me había dicho tan clarito: Eres rica, Violetta.
Aunque eso de ser rica era tan relativo como los quinientos dólares que me quedaban, porque los de la agencia me habían sacado quinientos más por el cuarto sencillo. Pero el dinero allí rendía. ¿Sabes cuánto costaba un club sandwich en tu habitación, servido en una mesa elegantísima, con una jarra de agua y dos copas de cristal cortado? Ocho cincuenta. Increíble. Y todavía no te he dicho cómo se llamaba mi hotel: hasta ese día supe que Mirage significa espejismo. Todo hacía sentido, ¿ajá? La alberca tenía cascadas, en las peceras había tiburones y el lobby se te perdía entre hileras de mesas y maquinitas que te susurraban: cash-cash-cash. My kind oftown, ¿ ajá? Mientras en otros lobbies yo sufría para que nadie se enterara de lo que estaba haciendo, el lobby del Mirage era un fiestón donde cualquiera entraba a cualquier hora y hacía lo que se le pinche daba la gana. Y eso que todavía no conocía el Caesaris Palace, que además tenía un mallen el que podías ser feliz por los siglos de los siglos. ¿Te parezco muy naca con mis comentarios? Entonces vete conformando con saber que Violetta volvió a nacer en Vegas.
El dinero es como el trasero: te saca de onda presumirlo y te saca de quicio que te lo presuman. A la gente le gusta enseñar su dinero, pero no que los otros les embatren el suyo. Es una ley universal que se rompe en Las Vegas. En Vegas solamente los croupiers tienen algo que ocultar. Nunca fui a Atlantic City, ni a Nassau, ni a Montecarlo. Algunos de mis mariditos me contaban, pero dudo que haya algo como Vegas. Motherfuckin’Disneyland, ¿ajá? Es un sueñazo al que entras de cabeza y poco a poco vas enderezándote, hasta que de repente ves que vas volando sobre una alfombra mágica. El chiste está en no aterrizar, no apagar las turbinas y creerte todo lo que veas, aunque realmente no lo veas. Mientras en los hoteles de New York no era más que una brujita friolenta con aires de tarada en apuros, el Mirage me dejaba poner sobre la mesa todos mis encantos, que son indispensables para apostar sin perder. Claro que hay una competencia feroz: no te imaginas la de lagartonas que se pelean por los apostadores solos, pero al final hay tantos que ni las más horrendas se van lo que se dice en ceros. Aparte no te he dicho las maravillas que hizo la llave de mi cuarto, metida por el lado derecho del escote con tremendo logo: Mirage. Sería todo lo cheesy que tú quieras pero me daba buen nivel sobre las otras viejas: no es lo mismo ser una advenediza de quién sabe que calle que estar hospedadita en el hotel. Si lo sabría yo, que trabajaba en eso. Nunca miras igual el lobby de un hotel cuando vienes de dormir en uno de sus cuartos. Los otros huéspedes son como tus colegas, te mueves al nivel de los patrones y no tienes que hacerles caravanas a los criados. Ni siquiera les ves la cara, no hace falta. A menos que de pronto, como a mí, se te meta el chamuco.
No sé si esté así siempre, pero yo vi Las Vegas hirviendo de chamucos. Hay una cáscara como de plástico que tienes que quitar, porque aparentemente todo es de lo más sano, pero una vez que te trepaste al patín no te queda más que el camino hacia el vicio, que en mi caso puede llegar a ser corvísimo. Sobre todo cuando la suerte se deja sobornar por ti. Yo sabía que tenía ciertas armas para manipular al enemigo, y que gracias a ellas había sobrevivido desde junio, pero Las Vegas tiene una manera tan poco sutil de emputecerte que apenas pones la primera apuesta, tus escopetas se transforman en cañones, y si tenías cañones despiertas con misiles. ¿Sabes todo por qué? Ask the croupier. Cuando el dinero corre de esa forma y te das cuenta que en cualquier momento podría terminar en tus manos, hay una calentura que te obliga a atacar con todo. Flota una cosa sexy en el ambiente, algo que te seduce, o te hipnotiza, o te envenena, o todo junto. Una bruma putona pero transparente, como una fila mustia de lucecitas verdes que te jalan: órale, vente. Seguramente es la resaca del Infierno, porque yo ni las manos alcancé a meter. Una vez tuve un maridito que decía que el Infierno es una fiesta tan maravillosa que sólo después del primer mes te das cuenta que aquello es un castigo. Afortunadamente me quedé nada más tres semanas.
Como siempre me pasa, el chamuco se me metió mientras estaba sola. Quise decir en medio de mi cuarto grandísimo donde todas las noches me dormía desnuda para sentirme todavía más reina. Era apenas la noche del veinticuatro y yo no había hablado más que con los del room service. Uno de ellos, el del turno de la noche, tenía una mirada tristísima. En la televisión había películas de zorritas encueradas y camioneros calientes, lo menos navideño que encontré. Pero seguía pensando en el room service. Y en Navidad, carajo. Todo el mundo cenando con su familia y Violetta en Las Vegas viendo pornoshit. Son historias idiotas, si tú quieres, pero te dan ideas, ¿ajá? Cualquier idea que sirviera para aplacar a mis monstruos santaclauses era mucho mejor que dejarlos libres y furiosos en media Nochebuena. Me sudaba la espalda cuando pedí el club sandwich.. Las mujeres tenemos el don de hacer posible lo imposible. Hay cosas, por ejemplo, que sólo pueden suceder en la mente de un estúpido calenturoso. Pero si se me da la gana, puedo encargarme sola de que todas las cosas que soñó le pasen ahoritita en su recámara. No sé si sea frecuente que un bombón de diecisiete años abra la puerta de su habitación así, encueradota, pero seguro a Snoopy llamaba Marco, o Majamás le había pasado. Creo que serio, o Marcos, algo por el estilo. Un nombre aburridísimo, triste como él, por eso preferí ponerle Snoopy. Pero tampoco creas que nos hicimos tan amigos. De por si me costó mi buen trabajo secuestrarlo, era uno de esos sudamericanos que creen que van a convertirse en gringos si trabajan como negros. Pero ya ves cómo es de perro el instinto de la especie, así que Snoopy se las arregló para desafanarse de la chamba con un par de llamadas. Luego llamó otra vez y en tres minutos llegó uno de sus compañeros con un sobrecito. Para entonces yo ya tenía terror. Había creído que el mesero se me iba a postrar como el jardinerito, o que se iba a aventar como los mariditos; se me estaba olvidando dónde estábamos. Y como con el susto ya tampoco podía pensar en la fecha, la mesa estaba más que puesta para que la pantalla de mi vida me dijera otra vez: Welkome to the next level. Todavía no era muy buena con el alcohol, pero Snoopy resolvió ese problema con tres botellas de Cheesy Champagne, más un par de jalones que me volvieron ciudadana de Las Vegas. Nunca había visto la coca, pero apenas la probé sentí como si fuéramos amigos de toda la vida. Al día siguiente, cuando ya estaba sola, pensé que el tal Snoopy era un demonio. Tenía que conservarlo, ¿ajá?
Me había dejado el papel en el buró. Podía metérmelo en ese momento y bajar a hacer chuza en el casino. Pero me daba miedo que se dieran cuenta. Dios mío, qué bestia. Medio mundo allí dentro andaba igual o peor y yo preocupadísima por mi buena imagen. Bajé como flotando, entre dormida, borracha y drogada. Me sentía no sé, un asco de persona, pero igual ya me había pintado y traía una peluca recién peinadita. De bañarme ni hablar, hasta crees. Iba por el hotel con los ojos entrecerrados, viendo por los huequitos que me dejaban las pestañas. Pretendía llegar a la alberca, pero apenas vi el sol sentí que me iba a derretir por dentro. Y en eso que me viene una idea revolucionaria: ¿Qué tal si me compraba unos lentes oscuros? ¡Unas gafas, Violetta! Era pero obvio, y yo sufriendo en esas putas condiciones. En Las Vegas los únicos que sufren son los losers, darling. Igual seguía perdiendo un poco la vertical, pero ya con unas gafotas milagrosas, ¿ajá? Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos las gafas. Pensé: Lo más sano sería pedir el desayuno, pero luego me corregí: Lo más sano sería no vomitar antes del mediodía.