Casi no había coches, pero los que pasaban les tocaban el claxon, o les gritaban cosas. Lo más fácil era que alguno se les estrellara, porque te digo, tenían el coche parado a medio Reforma, con las luces apagadas. Pero era obvio que nadie iba a tocarlos. Estaban en el cielo, carajo, se habrían muerto sin pinche enterarse. Me acuerdo que le dije a Richie Ranch: Daría lo que fuera por estar ahí. Y ya no era ni por pacheca, porque con eso se me había bajado el pasón. Como que llevaba años sin ver claro, convenciéndome a fuerza de que mi vida era normal, y de repente estaba vomitándome de envidia porque otros tenían algo que según esto yo no quería tener. ¿Checas lo que te dije? Abrí la puerta de mí coche y zas.- me solté vomitando. Richie decía: Cool, flaquita, eso te pasa por pinche atascada, baby. Paternal, el muñeco. Pero te digo que estaba en mis cinco, no había ni bebido. Me vomité de envidia, como lo oyes. Una sabe su cuento, ¿ajá? Pero Richie tampoco era el doctor para que yo dijera: Mira, me duele aquí, entre el hígado, el corazón y el amor propio, ¿cómo no voy a pinche guacarear, si tengo putas náuseas en el alma?
Pensé: Es una señal. Tenía poquitito que había llegado de Acapulco. Extrañaba con ganas a mis judíos, pero andaba rolando con otro tipazo. No tenía que contestarle a Tía Montse, podía hacerme perdediza, cualquier invento era mejor que no hacerle maldito caso a la señal. Todavía me quedaban cuatro mil dólares, el coche ya era mío y Richie me ofrecía el chance de caerle a su casa de Cuernavaca. Sólo tenía que cuidarla y ya, ¿me entiendes? Checar que los esclavos hicieran la chamba y asolearme el día entero. No te voy a negar que el pinche Richie Ranch estuviera decidido a darme fuego, pero con todo y eso era buen tipo. Si me ponía lista podía vivir tranquilamente un rato en Cuernavaca y salirme del rollo de Tía Montse. Porque no te he contado pero ya andaba en ondas muy pesadas. Por eso había juntado tanta lana. Hasta crees que las otras sobrinitas de la vieja iban a sacar lo que yo. Putillas baratonas todas, got it? Algunas bien coatlicues, por más que Tía Montse les dijera hijas. El caso es que además de las noches de bodas, Tía Montse me había metido en el negocito del pastel, y yo con eso estaba haciendo milagros. ¡Oh, misericordiosa Chica del Pastel! Salía del pastelito y zas: me iba a ponerle número a la casa con el del cumpleaños. O con el jefe, o con el pendejito que se iba a casar al día siguiente. A veces ni siquiera me tocaba, nomás del estadazo que traía. O echaba pisa-y-corre, se metía a bañar y se largaba. Como decían mis coatlicues compañeras: Se iba más pronto de lo que se venía. Entonces yo salía y me rifaba sola entre sus amigos. Viva la libre empresa, ¿ajá? Entre varios juntaban cuatro, cinco mil pesos, y hacían el sorteo. Y todo eso era lo que yo no quería pensar cuando veía a la pareja mirando a la luna.
Nunca dejé que Hans y Fritz supieran dónde vivía. Tenían mi teléfono y dejaban recaditos, pero la muy perra de mi no se reportaba nunca. En cambio Richie Ranch entraba como por su casa. Un tipo de lo más escurridizo. Y tramposo, también. Era distinto a no sé cuántos idiotas de Lomas, a lo mejor porque ni coche le habían dado, pero además tenía una virtud muy conveniente: no ponía un pie en la iglesia. Porque bueno, por más que yo quisiera dejar a Tía Montse, tampoco se trataba de quebrar el negocio. De repente pensaba en mis papás y decía: Carajo, tengo que pagarles. Pero luego cambiaba de opinión, porque al final era dinero que ellos se habían robado. Finalmente, si de verdad quería hacer justicia, tenía que devolverle esa lana a la Cruz Roja. Y digo, ésos si que se jodieran, tampoco iba a ser yo Santa Pinche Violetta. ¿Sabes lo que sucede cuando a una se le ocurren tantas cosas y no sabe ni por cuál decidirse? Claro: terminas eligiendo la más chafa. La que te va a joder seguro. Al final ya no quise mudarme a Cuernavaca, porque pensé: Yo no soy veladora, ni gata, qué te crees. Y tampoco quería hablarle a Hans, ni a Fritz, ni a nadie. Cuando te pachequeas demasiado no le llamas ni a tu mejor amigo. No necesitas de nadie, o no quieres necesitar, que viene a ser lo mismo. Richie Ranch se pasaba el día en mi casa y seguía con que vamos a Cuernavaca, para qué pagas renta, vas a ver que la vida te va a cambiar allá. Y yo decía: No, no quiero cambios. Había demasiados cambios todo el tiempo, y además no veía claro. ¿De dónde iba a sacar dinero estando en Cuernavaca? ¿Iba a viajar a México para ver a mis feligreses o los iba a recibir en casa de Richie Ranch? Por más que me siguiera haciendo la niña nice, en el fondo no me podía creer nada. Sabía que era una lacra y una puta de lo peor. Y para colmo me sentía no sé, coatlicue. Me miraba al espejo y decía: Soy una cucaracha, no me merezco nada. Cuando Richie Ranch se iba, yo me ponía a chillar. Por más que me pasara el día mamoneando con mi ropa y mis desplantes de Chica Lomas, no podía dejar de sentirme lo que era: una pinche monita de carnaval. Con ustedes, la Reina de la Primavera de Cuautitlán-Izcalli.
Ya me estoy azotando, ¿no te digo? Supongo que todo esto te lo estoy diciendo para que no me juzgues por hacer lo que hice. Es una confesión, ¿ajá? No sé ni para qué me justifico, pero es que ya no estoy contándote la historia antigua. Esto me pasó en México, en el noventaicinco, y cada que lo pienso y te lo cuento me dan ganas de preguntarme dónde estabas o qué hacías mientras yo iba volando en una pinche escoba hacia el Infierno. Me gustaría decir que me llevaron a la fuerza, que no sabía lo que estaba haciendo, pero no tiene caso que te invente cuentos chinos ahora que ya te dije tantas cosas. Todo lo hice yo sola, fui a donde quise ir y al final me estrellé donde me tenía que estrellar. ¿Al final, dije? Lo peor es que tampoco fue el final. Yo soy de las que no entienden por la buena, y menos por la mala. Yo entiendo solamente lo que me conviene, que si lo ves con calma es lo que menos me conviene. Por eso fui corriendo cuando llamó Tía Montse.
Veintisiete de enero, viernes. ¿Qué hacías en la noche de ese día? ¿Estabas en tu cama, en una fiesta, dónde? ¿Dónde carajo estabas entre el viernes y el sábado? ¿Dónde chingada madre estaban todos? Nunca en mi vida me sentí más sola, más lejos de mí misma. Más cerca de morirme, pues. Pero igual si esa noche no me hubiera pasado lo que me pasó, no estaría contándote nada de esto. Tú, que siempre llevabas la cuenta de los días que pasábamos, ¿sabes en qué momento me empecé a acercar a ti? Apunta: veintisiete de enero. Casi dos años antes de conocerte.
¿Qué te cuento? Me gustaba jugar a la empresaria. Me explotaba a mi misma de todas las maneras que se me ocurrían. Por ejemplo, la cámara. Una vez llegó un viejo y me dijo: Déjame filmarte. O sea, filmarnos. En acción, ya sabrás. Y lo mandé al carajo, por supuesto. Pero él terco. Te doy tanto. Te doy el doble… el triple. Hasta que dije: Ok, dame el triple y la cámara. Y así empezó la onda de las peliculitas. Traía la cámara en mi bolsa, y hacía como en las hamburguesas, que te dicen: Dos pesos más y le doy papas grandes, cuatro y también se lleva el refresco gigante. Y había muchos que decían: Va. Entonces yo sacaba mi aparato, lo conectaba a la televisión y me llevaba a la camita el control remoto. Y bueno, zoom, zoom, zoom. Y si querían quedarse con la cinta era otra lana, ¿ajá? Me estaba suicidando, ya lo sé, pero en ese momento no lo veía. No quería darme cuenta. Yo decía: Ni modo que un cabrón forrado de billete vaya y haga mil copias y se ponga a venderlas. Además, los tipos casi siempre eran asquerosos. ¿Quién iba a querer verlos encuerados? Había unos que de plano decían: Bórrala, o la borraban ellos mismos. Pero otros daban lo que fuera por llevarse el cassette. O bueno, daban lo que yo pedía. Ni siquiera me acuerdo cuánto, pero poco no era, y en eso sí no me bajaba ni un centavo. Los hombres son capaces de tremendas porquerías cuando les rascas en el lado oscuro. Cosas que no se atreven ni a pedir, pero que si se las ofreces luego les entra la generosidad. Toma esto, ten aquello, es tanto para ti. Había noches en que regresaba a mi departamento y calculaba: dos meses, hasta tres de lo que según yo ganaba mi papá. Dirás: Qué asco de pinche vieja, pero igual yo no estaba tras jodiendo a nadie. I wasnt fucking with the Red Cross, you know. No era dinero así que digas limpio, pero bien que podía estar más puerco. Me veía en la tele haciendo circo y sentía que no era yo. No podía ser yo, ¿ajá? Yo era la que iba a misa los domingos, y ni siquiera eso. Yo tenía mis amiguitos en Tecamachalco: ésa era mi inocencia, y tenía que pinche protegerla. Por eso lo demás lo hacía como zombie. Con los ojos a medio abrir, pero perdidos, como el cadáver que hace rato te conté. Igual me daba morbo, a veces. Era una calentura de lo más cochina, pero no porque me excitaran esos circos. Lo que de pronto me ponía súper horny era darle de vueltas en el coco a lo que estaba haciendo. Pensar: Soy una puta de campeonato. Soy una Porno Star. Soy la puta vergüenza de mi puta familia. O sea ya lo peor, lo más bajito, la peste de la peste. Pensaba en las familias de mis papás, en las hijas de sus amigos, en las que habían sido mis compañeras de escuela, y ninguna me parecía peor que yo. Entonces me soltaba diciendo cosas puerquísimas, como si fuera una carrera y yo quisiera asegurarme de seguir siendo la peor.
O sea la Number One, de atrás para adelante. Y eso si me excitaba. A veces había tipos que me daban miedo, pero pensaba: Más miedo tendría que tener él. Quería ser un monstruo. Llegar más lejos, siempre. Luego, cuando salía, venía en el Intrepid contando los coches más caros y más baratos que el mío. Nueve de cada diez eran más chafas y yo decía: Bingo.
No sé si era una naca o una niña estúpida. Las dos cosas, yo creo. Cuando estaba por fin sola en mi cama, bañadita, rodeada de mis quince osos de peluche, me veía en el espejo hasta que comprobaba que el monstruo ya se había vuelto otra vez Violetta. Agarraba el dinero, lo contaba quién sabe cuántas veces, y era como si todo lo que había hecho se borrara, hasta que me quedaba dormida. Y claro, al día siguiente me despertaba como nueva. Me fumaba un gallito y regresaba a DisneyWorld. Ositos, amiguitos, boliche. Dios mío, qué descanso.
Claro que luego dejas de chambearle por un mes y pierdes condición. Por un lado, te pesa más hacerlo. Por el otro ya no te acuerdas de lo mal que te sientes cuando ya lo hiciste. O sea que era más difícil, pero también más fácil. Aunque eso no era todo, también estaba el mal presentimiento. La señal, ¿ajá? Todavía antes de salir de mi casa pensé: ¿Y si no voy? Tía Montse no perdonaba esas cosas. Podía hasta quitarme el depto, y entonces sí ni modo de no aceptar la invitación de Richie Ranch. Pensé: No voy a refundirme en pinche Cuernavaca, y agarré mi maleta con las cosas: la cámara, la ropa, todo el kit. Viernes veintisiete de enero del noventaicinco: me tocaba salir del pastel.