Pero no era cumpleaños, ni despedida de soltero. Nunca supe muy bien para qué era la fiesta, pero estaba lejísimos de mis rumbos. Club de Golf México, casi por la salida a Cuernavaca. Me acuerdo de eso porque vi el letrero y hasta me hizo pensar ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué tengo que ir yo de puta a esa colonia? ¿Por qué no le hablo a Richie Y nos vamos ahorita mismo a Cuernavaca? Eran como las cuatro de la tarde, todavía alcanzaba a contratar una mudanza y vaciar mi departamento. No sé, pero tenía muchísimos deseos de dejar a la vieja colgada con la chamba. A ver, que se metiera ella dentro del pastel. Imaginate al festejado vomitando la cena, nomás de puro oler el tocino rancio. La vieja me había dicho que eran Altos Ejecutivos de no se donde, pero nomás de oír de la mierda que hablaban, dije: No pinche mames.-policía. Yo estaba en la cocina, con dos de los gatitos de Tía Montse. Se vestían de meseros, pero eran los que echaban a andar el pastel. Luego lo recogían y se iban en la camioneta. Y yo bien, gracias, sola con no sé cuántos cuadrúpedos sarnosos. Desde que vi a los pinches Altos Ejecutivos me dieron ganas de irme a La Chingada right away, pero para salir de la cocina tenías que pasar a huevo por la sala, y ya estaban los monigotes ahí, coqueándose y empedándose y pegándose de gritos. Tons qué, mi comandante, no me diga que también va a ocupar vieja. Yo decía: Pobre Violetta, quién sabe a qué gatazos te vas a tirar. Me cagaba de miedo, ¿ajá? Siempre había tratado de esquivar a esa tribu, son los típicos que te dicen marranadas al oído y te jalan el pelo y te dan de madrazos. Ya me habían tocado algunos, pero igual los había apaciguado. Humillándome, ofcourse, y eso era lo que yo ya no quería hacer. Hasta pensé: ¿Y si digo que tengo que ir por algo al coche? Me asomé a la ventana y shít.- mi coche estaba bloqueadísimo por la maldita camioneta del pastel. No podía largarme, y ya casi era hora de meterme en el cake. Todavía podía hacerme la enferma, no sé, la desmayada, pero si me aguantaba iba a armar una lana. Que al final fue lo que me dio valor. Dije: Voy a darlos sin un pinche peso.
Cuando por fin salí del pastelito, nomás les vi las jetas y pensé: No me chingues, Víoletta, estos maxitlahuícas son todos tuyos. Hazte cuenta los tíos del jardinerito. O por lo menos hacían los mismos ojitos que él. ¿Has besado a una naca? Se supone que besan con muchísimas ganas, ya sabrás: sedientas y babeantes. Pues tal cual me miraban los comandantes. No sé si todos eran, pero así se gritaban: Salud, mí comandante. Y había uno más viejo, al que todos le decían Señor. Eran ocho en total, yo me iba a ir con el dizque Señor. Igual era un cerdazo, pero no me dio miedo. Sobre todo desde que me empezó a llamar Mija. Ponle que luego Hijita, y ya después Mamita, pero en plan tranquilo. Buena bestia, el viejito.
Habían pedido que saliera toda encuerada, y yo dije: Ni madres. Qué tal que me agarraban entre todos. Había veces que entraba en confianza con dos tres amiguitos y acababa encuerada en media fiesta, pero nunca salí así del pastel. Ya después, cuando pasas la frontera de los extrabucks, como que no te van mucho los moños. Digo, el cuento de la hija de familia se te cae desde la primera propina. Pero de ahí a invitarlos a faltarme al respeto desde el mero instante en que me conocen, nada. Salí en ropa interior, que podrá parecerte lo mismo pero es bien diferente. Desnudarse completa es aceptarlo todo, decir: Soy una puta, ven a manosearme. Too much for me, querido. En cambio así, en calzones y brasier, todavía puedes voltearle un soplamocos al primer tlahuica que meta las pezuñas.
Era una casa de esas que fueron muy modernas hace chingo mil años, con la alfombra morada en la pared y una alberca redonda a media sala. En la mesa había muchísimas botellas y un salero que parecía azucarera, hasta arriba de caspa de Don Sata. Puta madre, pensé, imagínate la calidad de coca que estarán manejando estos mierditas. Y qué quieres, se me hizo agua el cerebro. Pero ni falta que hizo. No había ni acabado de sentarme con el ruco cuando me puso la cuchara abajo de la nariz. Pruébale, Mija, pa que también te pongas. Muy cariñoso, el güey, como si de verdad estuviera con su hija. Yo pensaba: ¿A cuántos se habrá echado este venerable anciano? Pero me valió madre porque la cois estaba exquisita. De eso que jalas y no te das ni cuenta cuando te entra el talquito. Tampoco tienes claro a qué hora subes. Te sientes muy feliz, pero es como si siempre hubieras estado así. Como si toda tu apestosa vida fuera así. Cuando menos pensé, ya decía: ¡Qué tipazos! Era la más alegre, la más gritona, la más todo. Imagínate qué tan mal me había puesto, que ya hasta los estaba viendo guapos. Cada vez que trataban de hacerme un cariñito, yo les decía: Va, pero antes dime Mi Comandante.
Después me llevé al ruco a una recámara, lo atendí media hora y se quedó jetón, con todo y coca. Yo pensé: Es el Señor, me tengo que quedar con él. Pero en vez de hacer eso y esperarme a la propina, si es que había propina, decidí hacer trampita. Fui al baño, llené una taza de agua y la eché encima de la almohada. ¿De qué me iba a servir quedarme sola con los restos del pinche Señor? Me puse una batita de niña que encontré en el clóset, salí a la sala y les aventé el cuento de que el Señor estaba sudando frío, haciéndome un poquito la asustada. Dos comandantes se pararon, fueron y lo sacaron cargando. Luego el chofer se lo llevo, pero entonces yo estaba de nuevo periqueándome. La bata me quedaba muy chiquita, se me veía todo en cuanto me sentaba, o sea que en un ratito mejor me la quité. Había agarrado un ondón, andaba tan arriba que pensaba: No hay nada más poderoso que una mujer desnuda entre los hombres. No sé ni qué hora era, pero ya había pasado la medianoche. Dos de ellos me llevaron al cuarto un ratito, con el correspondiente propinón. Y al final sólo quedaban cuatro. Querían que me metiera con ellos a cambio de coca, pero yo estaba necia con que me dieran cash. Y ahí fue cuando saqué el truquito de la rifa, que luego por pendeja convertí en concurso. Les dije: Ustedes nomás júntenme quinientos dólares y yo me voy con el que gane, de aquí hasta que amanezca.
Cuando le daba por comprarnos algún regalito, mi papá lo rifaba entre los tres: cortaba una varita en tres pedazos y me dejaba a mí escoger primero. Pero nunca ganaba, siempre había uno de mis hermanitos que sacaba una vara más grande que la mía. Cuando los policías me enseñaron la lana, cogí el agitador del whisky y lo partí discretamente en cuatro, pero en ese momento se me metió el chamuco. Tiré los pedacitos y de plano les dije: ¿Saben qué? Me voy a ir con quien tenga la vara más larga. El tipo de guarradas que una suelta cuando cree que controla toda la acción. Luego ya te imaginas: hice trampa de nuevo y me fui con el de la vara más cortita. Que era una estupidez, porque ve tú a saber si no se conocían encuerados, ¿ajá? Pero igual yo seguía bien arriba. No podía darme cuenta en la que me iba metiendo, estaba convencida que era la Comandante Schmildt. Quería demostrarme que yo sola tenía más vara que todos ellos juntos con su coca y sus fuscas y sus whiskies. Quería meterlos en mi juego y no me daba cuenta que ya me habían refundido en el suyo. Hay hombres que no pueden estar cinco minutos sin demostrarte que son muy chingones, y eso yo lo sabía perfectamente. Pero con esa calidad quién iba a saber nada: nunca había probado una cois así de suavecita, carajo. Una sólo se pone realmente hasta la madre cuando no se da cuenta que está hasta la madre. ¿Qué te pasa? ¡Estoy bien! ¡Dame más de esa mierda! Puta madre, qué horror: ésa era yo. La Comandante En Cueros. La mujer de negocios con las narices blancas. La estúpida jugando a Mistress Monstress.
Nunca supe de quién era la casa. Hasta esa hora me había bastado con ver que había por lo menos tres recámaras, todas con televisión. Yo siempre me fijaba en la televisión, por si luego querían jugar al cinito. Tampoco supe cómo se llamaba el que ganó el concurso. Creo que me lo dijo, pero acuérdate que yo no llamaba a los güeyes por su nombre. Por más que hago no puedo recordar ni cuánto me ofreció por conectar la cámara a la tele. Según yo fue una cortesía de la casa, pero igual creo que le saqué algo. Coca, dinero, no sé. Debo haberme tardado unos dos minutos en conectar la cámara y acomodarla arriba de la tele. Luego échale otros tres minutos máximo en lo que nos subimos a la cama y empezamos el circo. Perdona los detalles, ya sé que te dan ganas de acuchillarme, pero igual tengo que decirte cómo estábamos. Él encima de mí, Yo mirándolo de frente y con las pantorrillas en sus hombros, sin poder ni moverme. Lo único que recuerdo bien clarito es lo que oí después: Aquí-nadie-tiene-más-vara-que-Yo- Y Pum, pum, pum. No sé ni a qué hora abrió la puerta el otro, no lo oí entrar. De repente gritó y aventó los balazos. Y se fue.
Se salió, como si nada. No sé ni qué sentí. Al principio creí que estaba muerta. No podía hablar, tenía la cabeza ocupada revisándome, cuando empecé a sentir que apenas respiraba. Jalaba aire con mucho trabajo. Decía: Dios mío, tengo una bala en el pulmón. Luego pensaba: No la chingues, Violetta, son tus nervios, lo que pasa es que estás pinche aterrada. Pero seguía viva: todavía podía desangrarme y morirme, o igual nos daban el tiro de gracia. Por eso tenía miedo, pero un miedo espantosísimo, de esos que no te dejan ni moverte. Una cosa que nunca había sentido, ni volví a sentir. Me seguía faltando el maldito aire, y a lo mejor por eso comencé a moverme, porque mi cuerpo ya se había dado cuenta de todo. Cuando logré poner las piernas sobre la cama, sentí que el aire me faltaba todavía más, y hasta entonces pensé: Ay, güey, estoy cargando a un muerto. Tenía la cara, el pelo, las manos empapadas de su sangre, pero lo que ya no aguantaba era el peso del cuerpo. Fuera de eso, no me dolía nada.
Volví a pensar en lo del tiro de gracia, y otra vez me agarró el terror. La casa era de un solo piso y en ese cuarto había un ventanón, sólo que antes tenía que quitarme al muertito de encima. No creo que hayan pasado cinco minutos, a lo mejor ni tres entre que el comandante disparó la pistola y yo dejé de sentir asco y no sé, me dediqué a salvarme. Cuando quieres librarte de que venga un pendejo a darte de plomazos, no te preocupa ninguna otra cosa.
Yo sabía que el muerto estaba muerto porque tenía un hoyo a media cara, pero mi verdadero miedo no era ése, sino seguir ahí, atorada. Pensaba: ¿Y sí se entiesa? La cabeza pesaba muchísimo, sus brazos me estorbaban todo el tiempo. No quería hacer ruido, además. Cuando por fin logré pararme de la cama, me acordé de la ropa: la había dejado toda en la cocina. Y la ropa interior estaba en la sala, con todo y la batita. Pensé: Sí tuviera la bata, me escapaba aunque fuera nomás con ella puesta. Luego se me ocurrió envolverme en una sábana. Pero no, no servía. Corrí al baño a lavarme la sangre, y en el camino se me atravesó el clóset, que estaba lleno de ropa de niña. Uniformes, más bien. Falditas azules a cuadros, blusitas blancas, chalecos azul turquesa. Cómo sería mi prisa que ya ni me limpié la sangre. Me acomodé la falda y la blusa como pude, agarré un chalequito y me puse unas sandalias. Iba a saltarme la ventana cuando dije: La cámara. O sea que el idiota asesino ni siquiera checó que había una cámara. Y la televisión seguía prendida, con el muerto ahí quieto. Me regresé de un brinco, zafé los cables, agarré la cámara y salí como pinche endemoniada por la ventana.