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No sé por qué una tiene la estúpida costumbre de creer que los otros son mejores que una. Yo pensaba: Si se me ocurre llegarles a mis papás con cinco mil pesos, seguro me los avientan a la cara. Aja, si, cómo no. Hasta crees. Yo entonces ya estaba ganando tres, cuatro veces el sueldito del Chivo Viejo, y te juro que yo por esa lana me habría dejado hacer no sé cuántas porquerías. Me dejaba, de hecho. También por eso luego pensaba: Carajo, si yo, que gano el cuádruple, pierdo tres cuartas partes de mí dignidad con tal de que sean míos esos cinco mil pesos, ellos bien podrían renunciar al diez por ciento de la suya y recibirlos de manos de una ratera. O bueno, de una puta. Es lo que estás pensando, ¿ajá? Claro que no me iba a atrever a presentármeles como si nada. ¿Qué tal que me encerraban? No la jodas, no podía ni llamarles por teléfono. Según ellos seguía yo en New York, o en New Jersey, o en New Fuckid My Ass, pero muy lejos. Más allá del alcance de su coche chocado. Por mi culpa, carajo: no podía creer que me hubiera salido así de bien, aunque igual ya sabía lo bestia que era mi querida madre para manejar. Digo, tampoco me sentía tan culpable. Total, iba a pagarles. Sólo tenía que encontrar la forma de darles el dinero sin tener que presentarme. Ni llamarles, ni tener que poner mi nombre en ningún lado. Necesitaba que siguieran con la idea de que yo estaba lejos. Pensé en mandarles un giro, pero me daba paranoia que no sé, lo rastrearan. Por el momento no quería dejar huella, y eso fue lo que me obligó a echar a andar el plan Familia Feliz.

Estaba decidida a pagarles, pero cinco mil pesos no eran ni dos mil dólares. Tú no llegas a negociar una deuda de más de cien mil dólares con menos de dos mil. Tenía que caerles no sé, con más de quince. Mínimo el diez por ciento de lo que les debía. Pero quince mil dólares eran casi cincuenta mil pesos. Nunca los iba a juntar, ya ves que a mí el dinero me hace hartas cosquillitas. A menos que encontrara la forma de pagarles en secreto, sin riesgos. Con lo del choque me sentía tan mal que puse ya de plano manos a la obra. ¿Sabes qué es lo único que se necesita en estos casos? Un esclavo confiable. Llamé a uno de mis queridísimos católicos y le aventé las seis palabras mágicas: Vente a dormir a mi casa.

Había que ser muy bruto para creerse que era una propuesta desinteresada, pero los hombres siempre se lo creen. La vanidad pendeja es su defecto de fábrica. ¿Sabes qué era lo único que yo necesitaba para conseguir el número de la cuenta de cheques de mi papá? Una voz que no fuera la mía. Alguien que les dijera que llamaba de parte del licenciado Equis para pagar el golpe que provocó su hijita. O sea no yo, sino la hija del licenciado Equis. ¿Y sabes cuánto tiempo se tardó mi esclavo en sacarle a mi mamá el número de la cuenta de cheques? Reloj en mano: cuarentaicuatro segundos, incluyendo la fabulosa cantidad de siete mil pesos, que según ella era lo que había costado el mádrax. ¿Quieres saber la cifra exacta? Sácale la mitad y quítale el cuarenta por ciento. Yo conozco a mi gente, ¿ajá? Cuando este güey me dijo lo que pedía mi mamá, ya mero suelto la carcajada, pero más bien me eché a chillar como huérfana friolenta. O sea, armé tal drama frente al ruco que acabó haciéndome un cheque por tres mil quinientos. Más mil quinientos que ya le había sacado en cash: cinco redondos. Al día siguiente saqué dos de mi bolsa y metí siete mil en su cuenta de cheques. Sin dejar huella, ¿ajá? Clean motherfuckzn’cheating. Si con trampas había dejado de ser hija de familia, con trampas iba a volver a serlo.

Mi único problema era el mismo de siempre: cash. No me lo iba a robar, pero de todos modos a alguien iba a tener que faltarle. O sea que como ves yo no traía nada contra Tía Montse, pero si una de las dos tenía que joderse, sorry. Al principio la onda de las iglesias iba lenta, hasta pensaba en ya pararle y sacarme otra idea de la manga, sólo que por ahí de agosto como que se empezó a acelerar. Ríete si quieres, pero a mí nadie me saca de la cabeza que me empezó a ir mejor desde que deposité los siete mil pesos en la cuenta de mis papás. 0 sería que me pesaba menos la crucecita, no se, el caso es que al final del mes yo tenía conectados a no sé, fácil veinte señores. Varios eran clientes de Tía Montse, los otros se me habían acercado solos.

Al principio tenía el problema del idioma: por más que habláramos el mismo español, yo era ¿cómo te digo? Muy extranjera. Para empezar, venía de otro ambiente. Mis papás no podrían haberme enseñado a sobrevivir en misa de una y media en San Ignacio. Decían demasiadas cortesías ridículas. Pase usted, a sus órdenes, en casa de usted, con su permiso, es propio, puta madre.- todos los que según la clase media son los modales de la clase alta. Si yo trataba de arrimarme a Polanco y Lomas con esas caravanas de sirviente fino, júralo que de miau no me iban a bajar. Ni a subir, ni a dejarme mover. Es como si tú llegas con un desconocido y le dices: Buenos días, caballero. El tipo te va a dar las llaves de su coche, pero sólo para que se lo laves. Y yo no iba a lavarle nada a nadie, qué te crees. Ya me imagino lo que piensa una señorona con tremendo caserón en Las Lomas cuando un pinche inquilino de Rinconada del Carajo le sale con que está usted en su casa. ¿Te imaginas la respuesta sincera? No me digas que no: ¿Cuándo en la vida ha visto usted que yo tenga una casa así de pinche? Claro, esas cortesías se inventaron cuando los ricos todavía eran cursis. Ya luego echaron la decencia a la basura y la bola de pránganas se abalanzó sobre ella, como moscas. Si yo no me aprendía bien su idioma, ya quiero ver cómo iba a armar toda esa lana. Tía Montse tenía toda la razón: el negocio era que la creyeran a una hija de familia bien. Si eso pegaba, bingo: podía sacar más que en New York. Y hablando de New York, ¿sabes qué me salvó? El boliche, otra vez.

Ni remota idea tengo de las veces que visité mi casillero en el boliche, lo que si es que jugaba mal, casi siempre a propósito. Mis papás eran bolichistas, ¿ajá? 0 sea no comments. Muchas veces pasaba que no sabía lo que quería hacer, y lo más fácil era preguntarme: ¿Qué harían mis papás en este caso? Lo pensaba un segundo y hacía exactamente lo contrario. Muy mala táctica, por cierto. Sobre todo cuando no había contrario. ¿Tú sabes qué es lo opuesto de jugar boliche? ¿Póquer, golf, damas chinas? No exactamente, ¿ajá? Lo único más o menos exacto era no jugar boliche. No hacer ni madres, pues, y eso era más jodido que ser como ellos. Por eso en México cambié la táctica. Podía ir y tratar de jugar boliche, pero no en Tlalpan, ni en Narvarte, ni en pinche Valle Dorado, ¿ajá? Para eso estaba el de Tecamachalco, donde hasta las pelotas olían diferente.

No sé si te has fijado, pero mi vida era tan chafa que ni siquiera daba para hacerla doble. Vivía instalada en el lado oscuro, sin ningún lado claro. Había tipos que venían a pasarse conmigo los únicos momentos clandestinos de su vida. En cambio para mí no había momentos, ni días, ni semanas ocultas; todo era parte de la misma chuecura. No tenía familia de verdad, ni amigos de verdad. No había nada en mi vida que no fuera inventado. Tampoco había en quién pinche confiar, empezando por mí. ¿Tú le creerías algo a una mujer que va a armar sus movidas a la iglesia? Ahora que si le rascas a la vida de cada quien, siempre vas a encontrar algo de porquería. Y lo que yo quería era que a mí me la encontraras solamente después de mucho rascarle, ¿ajá? Mientras, me ibas a ver en el cine, en el boliche, en una fiesta, en misa. Como la gente, punto. Pero con doble vida, si no qué chiste. ¿Checas lo que te digo? Después de tanto viaje y tanta transa y tanto cuento, mis días no tenían ninguna gracia. Sin novio, sin herencia, sin coca… No sé cómo me cupo en la cabeza que un día iba a ser normal. Aunque a final de cuentas me conformaba con que me lo creyeran. Y te digo que para lograr eso tenía que empezar por hablar el idioma. ¿Sabes a qué me dediqué en ese boliche? A lo que todo el mundo: tenía que hacer chuza.

Cómo abusar profesionalmente de los menores, en vivo desde Tecamachalco, por la doctora Y R. Schmidt. No eran así que digas muy menores. Diecinueve años, dieciocho. Diecisiete, el que menos. No hacía ni dos horas que estaba en el Bol Teca haciéndome pendeja con la bola que se me iba y se me iba a la canal, y ya tenía un montón de nuevos amiguitos. Lo malo es que te he estado hablando de otros amiguitos, y éstos eran distintos. A los de mis movidas en la iglesia no debería llamarles amiguitos. En todo caso serían felogreses. Que eran un poco mariditos, sólo que ya a un nivel más pro. Se oye de La Chingada, yo lo sé, pero ni modo de seguir a estas alturas pretendiendo que mi vidita era una travesura. Yo andaba puteando, y no en la calle ni en ningún leonero, sino en la mera iglesia. Ése era el lado oscuro, por eso yo necesitaba tanto el claro. No creas que pensaba seriamente en ser normal, te juro que me conformaba con volver a reírme. No me había dado cuenta, no me la di hasta que hice chuza con mis nuevas amistades: tenía años sin reírme de verdad. Quiero decir con ganas, no sé, con inocencia. Como te ríes el primer día que te robas algo. ¿Te conté de los besos en las escuelas de NewYork? Si, te conté, pero ya no te pude seguir contando porque ya nunca pasó nada, dejé de hacerlo y ya. Para besar estaban mis mariditos, yo de bruta que los besaba en la boca. Hasta que fui aprendiendo las cosas que no se hacen. Me sentía como actriz, pensaba que mirarlos a los ojos y besarlos en la boca era no sé, parte de mi papel. En cambio a los de Tía Montse no los miraba nunca a los ojos. Y de besos ni digas: cero-punto-cero. A menos que ya fuéramos conociéndonos, y entonces yo sabía que iba a tener que jugar a la enamoradita. Los miraba con cara de embobada y decía para mis adentros: Púdrete, pinche puerco canceroso. Luego hasta me ganaba la risa, y ya sabes los pendejos: ¿De qué te estás riendo? Y yo: De tus nalgas aguadas, vejete. No, no es cierto. Les decía: De lo que estás pensando, y volvía a reírme. Eso nunca fallaba. No había que ser la bruja Hermelinda para saber en qué estaba pensando el tipo. Encuerarme y cogerme, ¿qué más? Y como en mi país el que se ríe se lleva, esas risitas mías servían de luz verde. Era igual que decir: Aplíquese, licenciado. O Mi Amor, o Mi Cielo, yo podía decirles cualquier cosa y no me afectaba. Excepto cuando me salía un gato con que Mamacita o Bizcochito, que me exprimía el hígado. Y hasta el riñón, carajo. Daban ganas de mearlos a los hijos de puta, con todo respeto.

O sea para ti, porque tampoco hacía esas cosas, ¿ajá? Mi actuación no era de degenerada, sino de niña buena. Un poco emputecida, pero buena. Sólo que no podía ser de verdad buena si no tenía también amigos de mi edad. O un poquito más chicos, sólo que con la quinta parte del kilometraje.

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