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¿Tú crees que sea pecado comulgar varias veces en un día? Es un abuso, ya sé, pero igual lo emparejas dando más limosna. El caso es que llegué a ir a cinco, seis misas en un día. La primera me hacía sentir bien, decía: No soy tan mala. Pero ya luego se iba haciendo una cosa mecánica. Me sentaba hasta atrás, muy cerca de la puerta. Cuando empezaba a llegar gente me hincaba, me ponía las dos manos en la cara y me hacía la mocha, sólo que entre los dedos dejaba un hueco para checar la acción. Cuando se aparecía un conocido, o uno que no dejaba de mirarme, bingo: me movía de ahí. Unas veces iba y me confesaba, otras me salía diez minutos de la iglesia, el chiste era que el güey ya no pudiera verme. Y a la salida, cuando menos se lo esperaba, ¡zas! Le caía el violettazo. Poco a poco me fui dando cuenta de lo fácil que era. Mucho más sencillito que New York o Vegas. Aquí lo único que había que hacer era encontrar la forma de darle entrada al güey, ya luego él se encargaba de todo lo demás. Además los agarra una con toda la ventaja. O sea que son las dos de la tarde y el pobre señor está que se desmaya de la hueva, ¿ajá?, no hay forma de que en ese momento tenga no sé, emociones fuertes. A menos que le caiga del cielo una vecinita. Y a partir de ese día ya hasta van con otro ánimo a la iglesia. Cómo sería la cosa que tuve que empezar a cambiar los horarios, porque había unos que ya sabían que me iban a encontrar y a huevo me sacaban de la iglesia para manosearme en el coche. Y eso era lo que no podía controlar: los ímpetus ajenos. Se creían que porque un día habías trabajado con ellos, o con su amigo Equis, o por nada, finalmente, ya tenían derecho a pasarse de vivos cada vez que te vieran. Al principio los cacheteaba, pero luego de que uno me la devolvió con el puño cerrado entendí que tenía que negociar no sé, más suavecito. Yo quería salirme de chambear con Tía Montse y armar mi propio rollo, como de mariditos pero en mejor nivel. Y cualquier día no sé, viajar, tomar un curso, agarrar novio. Sólo que nada de eso iba a ir a hacerlo a Residencial Rinconada del Carajo, tenía que empezar de menos en Anzures, y luego ya moverme hacia Polanco. Si lo piensas, yo estaba muy de acuerdo con mis papás en cuanto a mi bonito futuro, pero necesitaba estar segura que no iba a terminar haciendo el mismo numerazo que ellos. Digamos que no me gustaba ni tantito su plataforma de lanzamiento. ¿Sabes cómo se ven esas personitas desde un pentbouse? Igual que pinches cucarachas trapecistas. ¿Te imaginas que un día una de esas cucarachas pegara un brinco tan tremendo que llegara hasta la ventana del pentbouse? Claro que eso no pasa nunca, pero aun si pasara, ¿le abrirías la ventana? ¿Le dirías: Pase usted, señora cucaracha, la felicito por su audacia? Más bien la matarías, ¿ajá? Qué se ha creído este pinche insecto… ¿Y si vieras que no es una cucaracha, sino una persona? Imagínate: estás en tu pentbouse, escuchando tu música y bebiéndote una Viuda con una casada cuando de pronto ves que en la ventana está mi papá diciéndote: ¡Un traguito, señor, por el amor de Dios!¿ Se lo das o llamas a Seguridad? Te juro que yo no te culparía si lo empujas. En cambio, dime qué haces si te llego encuerada por el elevador. ¿También llamas a los de Seguridad? Ahora ponte en el lugar de mis papás. ¿Cómo reaccionarías si supieras que tu hija consiguió alguna cosa que tú jamás vas a poder tener? Supongo que con gusto, porque no todas las familias son como la mía. En mi casa la propiedad privada era cosa seria, tanto que ni siquiera podías decir mi casa. Te lo juro, mis papás nos hacían que dijéramos: Casa de mi familia ¿Checas lo supernaco que se escucha? ¿Y así querían que les abrieran las puertas del penthouse? Digo, ellos y yo pujábamos por entrar en la misma fiesta, pero yo mínimo aprendí qué hacer adentro. Es como esos programas de concurso donde una coatlicue se gana un Porsche del año y no sabe ni manejar, ¿ajá? Qué horror que te pase eso, no la jodas. Como buena mediocre yo nunca había tenido coche, ni casa, ni nada, pero estaba listísima para tenerlos. Ya ves que en esas cosas soy muy adaptable.

¿Te ha pasado que un coche te cambie la vida? Para que entiendas bien lo que te estoy diciendo, necesito que mires lo mismo que yo cuando viene el remordimiento a tras joderme. No me vas a creer, pero todavía hoy me acuerdo y es más: ahorita te lo estoy contando y siento una vergüenza insoportable, algo que no me deja, un diablo cobrador. Es un dedo que siempre me está señalando: Mala hija. Mala hermana. Mala amiga. Hija de puta. Naca prepotente. Digo, no tengo dudas de los defectos de mi familia, pero igual yo salí corregida y aumentada. Aparte, la maldad de mis papás no está en que quieran joder a nadie, sino en su pinche forma de pensar. O de no pensar. Pero yo si que pienso las mierdadas que hago. Ese día lo pensé, tuve más de un minuto para arrepentirme. Y nada, lo hice de todos modos. Ahora piensa en la cara de felicidad que traía cuando estrené mi primer coche: un Intrepid del año, color rojo, de esos que todo el mundo voltea a ver en la calle. Me pasé la semana dando vueltas de día y de noche; pensaba en el cartel que me iba a armar el domingo en la misa de una y media. Si hasta ese día algún imbécil me había confundido con no sé qué putita, ahora me iban a ver como una igual. Sólo que con envidia, ¿ajá?, y ése era el chiste. Yo quería que se consideraran afortunadísimos de conocerme. Por otro lado, los amiguitos de Tía Montse veían el coche y te trataban diferente. Entonces imagíname en mi coche nuevo, mamoncísima, sin voltear a ver a nadie. Aunque igual si veía, por eso los vi a ellos.

Venía un viernes en la tarde con mi coche nuevo todo lleno de plantas. La idea del Paquete Noche amp; Bodas había funcionado tan bien que en dos meses llevábamos once contratos. O sea más de la mitad del precio del Intrepid. El arreglo con Tía Montse era que me iba a descontar el cincuenta por ciento de mis ganancias para pagar el coche, además de la renta del depto. Y todavía así me alcanzaba para comprarme plantas, muebles, ropa y en fin, otra vez niña rica. Pero ahora mejor, porque traía coche y ya no era viciosa. Tenía no sé cuántos meses sin ver un pase. Tía Montse nos lo tenía prohibidísimo, además. Un día hice la cuenta de los dólares que habría juntado si los hubiera puesto en el banco, en lugar de metérmelos por la nariz. Claro, era un dineral. Entonces yo venía esa tarde muy contenta. Había ido a Xochimilco a comprar plantas para el departamento y traía una jungla dentro del coche, que todavía ni a placas llegaba. De repente que veo por el espejo y madres: mi mamá.

No podía verme, o más bien me veía desde atrás, y un poquito con mis hermanos, en el coche que había sido de mi papá, y manejaba como siempre, pegada al parabrisas. Lo primero por mi retrovisor, con gafas y peluca. Negra, por cierto. Venía que pensé hacer fue huir, meterme en una callecita, evaporarme, pero con todas esas plantas ni quién fuera a saber que yo era yo. Llegamos a un semáforo, nos paramos y sentí un hueco helado en el estómago. Se me había ocurrido una idea malvadísima, de esas que luego no puede una explicar. Como un impulso que ni sabes de dónde viene. Cosas que piensa una de niña, tipo: ¿Qué pasaría sí yo ahorita hiciera esto? Maldades, travesuras, putadas. Una vez a uno de mis vecinitos le prendí media pierna con gasolina. Por eso no tenía amigos, era como la bruja del fraccionamiento. ¿Sabes por qué le quemé la pierna? Estábamos jugando a hacer círculos de gasolina en la tierra, con nosotros adentro. Yo tenía la botella, y de repente se me ocurre pensar: ¿Cómo se vería este güey con la patita en llamas? Luego ya qué, ni modo de quedarme con la curiosidad. Un segundo después el pobrecito escuincle se revolcaba a gritos en la tierra, y yo ahí entre angustiada y muerta de la risa. Luego hasta el hospital fue a dar, ¿ajá? Pues hazte cuenta que un demonio así vino y se le metió a Violetta en su Intrepid del año. Lo pensé todo el tiempo que estuvimos parados, lo que dura el semáforo de Insurgentes y Churubusco. ¿Ves que ahí empieza un eje vial? Cuando arranqué sabía perfectamente lo que iba a hacer. Inspiración divina, ¿ajá? Aceleré, dejé que se arrancara, enfrené y sopas: mi mamá se amarró tan fuerte que se le estampó otro coche atrás. Yo no sabía qué podía pasar, podía haber chocado conmigo y no con el de atrás, pero uno hace esas cosas por eso: para ver qué carajos pasa cuando las haga. Total, que se oyó seco el madrazo, pero a mi cochecito ni lo tocaron. Entonces que me arranco y agarro por el eje, vuelta la greña. Me iba riendo muchísimo, más bien como neurótica porque igual en un rato me puse a llorar. Como niña, te juro. Me metí al estacionamiento de Plaza Universidad y me tiré a chillar como si se me hubiera muerto alguien. ¿Sabes qué era lo que más triste me ponía? Te lo digo con números: ciento catorce mil seiscientos noventa. Total, a mí qué me importaba a quién se los habían robado ellos, si luego yo iba a ser igual, peor de ratera. Me acuerdo que al final ya nada más decía: ¿Qué me costaba ser güera? ¿Qué me costaba ser güera? ¿Qué me pinche costaba ser güera, caraja madre?

Te digo que ese choque me cambió muchas cosas. Para empezar, pagué un montón de llantos que tenía pendientes. Todavía subí, me metí al cine y chillé otro ratito en lo oscuro. Luego me fui a mi casa y decidí que iba a pagarles todo, lo del choque y los dólares. Casi ni vi la escena del madrazo, o sea, ni modo que me quedara a ver las consecuencias de mi chiste. Fue muy rápido todo, sólo me acuerdo de las caras de mi mamá y mis hermanitos con el coche chocado, haciéndose chiquitos en el espejo mientras yo me largaba sin que nadie se molestara en perseguirme. El día que le quemé la pierna al niño les dije a sus papás que había sido por error, lloré, hice un teatrazo, y al final zas: que salgo limpia. Siempre salía limpia. Y de repente dije: Hija deputa. No sé, me caí gorda. Pensé: No puedo ser tan mierda. No quería parecerme a Nefastófeles. Finalmente era mi familia. Yo no sabía si mi rencor era contra ellos o contra mí misma, pero igual no tenía ninguna necesidad de joderlos, ¿ajá? ¿Por qué entonces les había hecho esa mierdada? En todo caso habría sido más honesto dejarlos que me vieran en mi supercoche. Pero claro, yo de honesta no tenía ni las pestañas. ¿Checas lo que ordenaba mi conciencia? Tenía yo que aprender a ser la que no era. ¿Cómo se hacía eso? De entrada, el puro curso me iba a salir en más de cien mil dólares, y ni así iba a quitarme la etiqueta de ratera.

¿De dónde iba a sacar tanto dinero? De a poquitos, como si me estuviera comprando otro coche. Pero lo iba a sacar, era la única forma de sacarme yo al demonio. Tenía que dejar de ver para atrás, y eso sólo iba a ser posible quitando a todos esos pinches monstruos del retrovisor. ¿Sabes qué es lo que más ambicionaba? Presumirle mi coche a mi familia. Pero yo era una pinche ratera, y por lo tanto tenía que esconderme. Había aprendido a hacer trampas para ser libre, y de repente me venía todo un arrepentimiento guadalupano porque necesitaba liberarme de mis trampas. O sea que I had mixed fuckin’feelings, el estado en el que Violetta es más pinche vulnerable. Señores cazadores: sigan la huella de las lágrimas hasta topar con una estúpida de sentimientos encontrados. O sea que de un lado yo jugaba ruleta rusa, y del otro matatenas. Quería ser piruja de alta escuela y niñita de mamá. Más bien necesitaba, porque querer-querer, lo único que de veras quería era un montón de dinero. Eso era todo, ¿ajá? Mis problemas y los de mi familia y mi futuro y el de ellos podían arreglarse con una sola maleta llena de dinero. Pensé: La Única forma de librarme de mis propias trampas es inventando nuevas trampas. Y ves que yo era fina en esas cosas. Además, había buen espacio para maniobrar. Yo soy como esos transas que sacan dinero de una tarjeta de crédito para pagar la otra, y luego sacan más tarjetas para poder seguir pagando. Siempre que arreglo un problema es porque ya me metí en otro más grande.

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