Pero igual no me estás entendiendo. Ni siquiera te he dicho dónde estaba mi casa. Yo decía: Vivo en Polanco, pero el departamento estaba en Anzures. Si un día hubiera una revolución y a todos se les concedieran sus deseos, los de Anzures pedirían que los integraran a Polanco. Yo solamente entiendo la necesidad de una revolución si me dices que todos nos vamos a ir a Las Lomas. Y ahí está la mierda, ¿ajá? Con tanto muerto de hambre Las Lomas se volvería una puta vecindad. Pero si yo decía: Tengo un depto en Polanco, cualquiera podía creer que mis papás vivían en Las Lomas. Y a una niña de Lomas no le das quinientos pesos para el taxi. Le das mil, por lo menos. Había tipos que en su vida habían besado a una niña de Las Lomas. Y claro, iban a seguir sin conseguirlo, pero una los hacía creer que Wow, you got it!, y era como ayudarles a romper un hechizo: se creían destinados a las coatlicues y un día Quetzalcóatl les mandaba un bombón. Y ahora imagínate a ese caramelo saliendo de una casa en Las Lomas vestidita de blanco, en un Lincoln del año. Era el efecto Vegas: el güey se convertía al instante en gente bien. Y yo al final sacaba más de cinco, o sea que al día siguiente me iba a comprar algo.
El caso es que en abril me había mudado. Ya no vivía en hoteles y quería comprarme un coche. Por eso en realidad inventé lo de las noches de bodas. El dinero seguía sin calentárseme en las manos, no podía ni abrir una cuenta de cheques. Era como si Tía Montse, en lugar de pagarme, me diera cada vez un premio. Ni siquiera sé en qué se me iba el dinero, había meses en que no podía con la renta. Y como Tía Montse nos pagaba cuando se le daba la gana, cada rato iba yo a chillarle con que necesitaba un préstamo. Y la vieja infeliz me prestaba, pero con intereses. Me debía dinero y me cobraba intereses, ¿ajá? Entonces vi que ni con Las Fabulosas Noches de Bodas me iba a poder comprar el coche que quería. Tenía que volver a romper las reglas. Quiero decir las suyas, no las mías. Pensé: Si esta señora es tan ratera y no se ensucia las manos, yo tampoco tendría que ensuciármelas. Me imagino perfectamente lo que estás pensando: Ya se había tardado ésta en jugar chueco. Y si, porque pensé: Luego de haber toreado a Nefastófeles, qué me dura esta pinche antigua.
Según ella tenía todas las connections, pero igual qué otra cosa querías que dijera. En su casa había un mozo, tres sirvientas, el chofer y un vigilante. No creas que no me entraban ideas macabronas, como agarrar al vigilante igual que al hijo del jardinero y vaciarle la casa a Tía Montse, pero te digo que ya no quería ser ratera. Me daba miedo, me jodía el orgullo. Era mucho más fácil hacerle la guerrita submarina. O sea guerra comercial, serial y business, darling.
Tú y yo tenemos claro que es de novatos declarar la guerra. En el momento en que el enemigo te hace la primera putada, zas: ya estás en guerra, y el que no se da cuenta es porque no sabe jugar. Pero como tampoco te conviene exterminar al enemigo, más que guerra se vuelve un estira-y-afloja. Si quería ganarme la confianza de Tía Montse, mi forma de aflojar era darle la idea de un negocio juntas. Pero después tenía que apretar, y ahí era donde se emparejaba el marcador. ¿Tú sabes la alegría que podía darme cuando me encontraba a un cliente de Tía Montse el domingo en misa? No en un restorán, ni en un bar, ni en el cine. Dije en misa. Para la gente que va a misa todos los domingos, toparse a alguien en la iglesia es un poquito como verlo en su club, o en una fiesta de familia. Y un poquito ya es algo, ¿ajá? Tía Montse aceptó la dizque sociedad no nada más porque la idea era buena; también porque sabía que yo era la más entusiasmada de sus hijas. No que me fascinara el trabajo, ni que le dieran grandes referencias mías, sino que según ella me creía completito el cuento de que éramos familia. Le llevaba chocolates, le contaba de las cosas que quería hacer, le pedía consejos, la acompañaba al salón de belleza. Un día le ofrecí ir con ella a misa, y se mosqueó durísimo. No, hija, gracias, creo que mejor voy más tarde. Yo pensé: Pinche vieja mustia, te da pena que Dios te vea con una de tus putas. Aviso parroquial. Favor de no traer pirujas a la iglesia. Y fue ahí cuando se me ocurrió la idea. La iglesia es el único lugar donde la gente está obligada a ser decente. Te dan la mano, te sonríen, te ceden el lugar para que comulgues. Bienvenida a la Santa Tregua, hermana. Sobre todo si ven que traes buena ropita. Cero vulgar, ¿ajá? Por eso le compraba el numerito a Tía Montse, yo también quería ser hija de familia nice. Ella podía ser La Más Grande Madrota de Las Lomas, pero hasta para decirle así tenías que mencionar la fuckin’password: Lo mas devotísima yo. Iba a misa en Las Lomas en la tarde y a Polanco en la mañana. Al principio no me encontraba a nadie, pero seguía diciendo: Ya caerán. Trabajaba en Las Lomas y en Polanco, casi siempre. Muchos vivían cerca, con su familia. Mandaban a los hijos de campamento y a la esposa a Europa, y ahí llegaba la hora de conocernos.
Entonces yo decía: Con uno que me encuentre, comienzo a hacer la roncha. Y así fueron cayendo, de uno en uno. Sólo que ya no estaba yo en su cancha, sino en las meras puertas de la iglesia. O sea a media calle, en mis dominios. No quería chantajearlos, cómo crees, pero igual me encantaba la idea de agarrarlos un poquito de los huevos. Cómo está, licenciado, qué gusto verlo, ¿se acuerda de mí? Luego me estaba quieta un par de segunditos, mirándolo sufrir, y volteaba muy mona con la esposa a explicarle cualquier cosa que le sacara al monstruo que acababa de meterle. Ya sé que igual podía ser más discreta, pero era obvio que a los güeyes les encantaba el chiste. Además, no en todas partes los iba a saludar un bomboncito de veinte años con pinta de hija de familia, ¿ajá? Por más que luego vayan y le juren a la esposa que apenas te conocen, saben que ya le dieron un sentón a la ruca. Ondas muy familiares, tú me entiendes. En todas las familias hay una guerra andando. A veces los intrusos somos como sus piezas de ajedrez: nos usan a nosotros para pelearse entre ellos.
No podía esperar que las señoras me quisieran. Además, hay un rollo biológico. Las perras nos olemos, ¿ya me entiendes? Disculpe, señorita, ¿ya se dio cuenta que el pendejo con el que está usted intentando putear es mi marido? Compartir un esposo con una señora es como un ajedrez por correspondencia: la secretaria envía su última jugada el viernes en la tarde, la esposa le contesta el lunes en la mañana. Pero yo no quería ser secretaria, ni tampoco piruja. Yo tenía que ser la vecinita de la iglesia. Otro nivel, ¿ajá? Cuando la vieja comenzaba a echarme ojos de víbora, lo que realmente estaba viendo en mi eran sus recuerdos. La jeta que le puso el viernes el marido, la noche en que llegó tardísimo y pedísimo, las semanas que lleva sin tocarla, mil cosas. Todos los rencorcillos escondidos, los miedos, los traumitas, ¿quién tiene la culpa? La vecinita de la iglesia. Pero es más que eso. Las mujeres casadas tienen olfato fino. Nunca te han visto y te conocen de toda la vida. Hay quienes te saludan muy amables, y otras te hacen las groserías en frío, pero de cualquier forma no te ocultan que tienen encendidas todas las alarmas. La esposa: ése es otro enemigo con el que hay que negociar. No tanto porque el güey la quiera o no, que son asuntos muy poco importantes para la liga en la que yo estaba jugando, sino por la pollota que hay en medio. O sea las apuestas, no pienses pendejadas. ¿Cuánto vale el fulano en pesos y centavos? Eso es lo que te estás peleando con la vieja. En cambio, si te encuentra en misa poniendo cara de niña bonita y con ropa decente, una de dos: defiende a su bodoque con las uñas o decide que eres demasiada mujer para su pedazo de hombre. De cualquier forma empiezas el jueguito, y al fulano terminas dándole dos servicios en uno: te usa para tapar sus verdaderas movidas, y cuando se le ofrece te usa con taxímetro. Sin meterse en problemas, porque una señorita que va a misa todos los domingos no es capaz de meter en broncas a nadie. Más que a si misma, claro. ¿O a poco crees que me iba a durar mucho el negocito? Yo lo creía, pero andaba en la luna. Tía Montse estaba encantada con mi actuación como hija de familia porque nunca pensó que iba a llevar tan lejos el cuento. Te digo que no quería ir conmigo a misa. Putísima la gracia que le iba a hacer enterarse de mis movidas religiosas. No podía imaginárselas, ni modo de prohibírmelas, pero había que ser estúpida para no figurarse el berrinche que iba a hacer si se enteraba. Sólo que yo no andaba rondando la casa de los fulanos, ni les llamaba, ni les mandaba recados. Yo estaba en misa dándole la razón a Tía Montse. Éramos hijas de familia, ¿ajá? ¿Qué tenía de raro que fuéramos a la iglesia?
Te decía que el chiste era negociar, mover las cartas, bluffear a veces. Si Tía Montse me agarraba un día haciendo relaciones públicas en la misa de una y media, lo más seguro era que me la perdonara, pero igual ya no iba a poder volver a hacerlo. Porque tenía un coartadón, ¿ajá? Estaba en misa. Como que las iglesias siempre se aparecen cuando las necesito. En New York se me aparecía San Patricio, que casualmente está a un ladito de Saks. ¿Será ése mi problema, que creo en más de un dios? Tal vez lo malo es que me tomo muy en serio esto de ser hijita consentida. Dios es mi padre, ¿ajá? ¿Por qué tendría entonces que molestarle que yo arreglara mis asuntos en su casa? ¿Qué no la casa de tus padres es tu casa, carajo? Había empezado en mayo con el plan de las iglesias, en julio ya tenía cuatro connections.
El primer día que me los encontraba la cosa era formal. Mucho gusto de verte, saluda a tus papás. Claro que si, señor, hasta luego, señora, a ver cuándo van a cenar a la casa. Ya en una o dos semanas el fulano regresaba solito a conectarme, y a partir de ese día no volvía a llamarle a Tía Montse. Yo me encargaba de eso, porque no era lo mismo pagarle cinco mil pesos a la vieja por pasar un par de horas conmigo que dármelos a mí por quedarse a dormir. Siempre que trabajaba por mi cuenta trataba de que fuera un rollo personal. Que pareciera, pues. Hay una diferencia gigantesca entre ver a una baby que de antemano sabes que se va a acostar contigo, y toparte con ella en misa de una y media en San Ignacio, sin poder hacer nada más que verle las pantorrillas cuando se hinca. O las nalgas, más bien, con perdón del Señor, que es Todo Comprensión.
O sea que no les basta con hacerse pendejos ellos, también esperan que Dios se haga pendejo. ¿Te imaginas a Dios haciéndose que la Virgen le habla? Es todopoderoso, ¿ajá?
Y eso quiere decir que, si quisiera, podría hacerse pendejo. Suena bastante estúpido, pero en la iglesia había gente que pensaba así. No vayamos más lejos: yo pensaba así. Si no cómo te explicas que le rezara a Dios y usara los domingos para putear en su casa.