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Doña Montse tenía una agencia de modelos-edecanes, que no era exactamente la mitad del camino entre una chamba y otra, sino una como desviación de las dos. Un atajo, ¿me entiendes? No había que hacer castings, el pago era inmediato y nadie te obligaba a estar parada en ningún lado. Yo decía: No puede ser tanta fortuna, pero trataba de enseñar algo de indiferencia para que La Señora Montserrat no pensara que yo era una muerta de hambre. Me acuerdo que me dijo: ¡Qué precioso reloj! Te felicito, hija, por tu buen gusto. La vieja era buenísima leyendo el pensamiento, no he visto nunca a nadie con esa habilidad para saber en tres patadas cuánto vale la gente. También era zorrísima para proponer cosas. Decía: Yo sólo mando eventos súper exclusivos. Sin banda, sin uniforme, sin recibo. La infeliz no decía que también sin calzones. Tampoco te aclaraba qué tan exclusivos eran los eventos. Ofrecemos modelos-edecanes para fiestas privadas, despedidas de soltero, escorting y otros servicios. Discreción absoluta. Te tomaban tres fotos en vestido de noche y una en ropa interior. De dos a tres mil pesos por evento, más propinas. Luego también decía: Si te pones tantito lista, vas a ver que aquí agarras marido. Y claro, como no cualquier piojoso podía pagar cinco mil pesos por salir y acostarse con una dizque niña bien, ya me podía imaginar los hombres que iba a conocer. Decía: Si te lo ofrezco es porque eres Una Auténtica Hija de Familia. Hice cuentas: si trabajaba tres días por semana podía estrenar coche en tres meses. Además, Doña Montse me iba a ayudar a conseguir un depto. Me lo decía todo bien amable, tanto que no quería que se callara, y además: me cagaba la idea de tener que bajarme de ese coche. Yo me había propuesto solemnemente: No putearás, pero tampoco estaba para fanatismos. Además, según ella todo era muy legal. Me muevo en un altísimo nivel decía. Supuestamente en ese nivelazo nunca pasaba nada, pero yo de repente pensaba: Esto es casi lo mismo que me había propuesto Nefastófeles, pero sin Nefastófeles. Que ya era una ventaja, no me digas que no.

Le dije muy formalmente que lo iba a pensar. ¿Y sabes qué hizo? Le ordenó a su chofer que me llevara a la pensión, y de la nada me prestó cinco mil pesos. Mucho más de mil dólares, sin pedir un demonio a cambio. Me tenía localizada en la pensión, pero igual yo podía mudarme al día siguiente. Me acuerdo que le dije: ¿Y sí no se los pago? ¿Sabes lo que me contestó, la muy ladina? Si no me pagas por lo menos pide que me digan una misa. Luego vio mi pensión y opinó que ése no era lugar para una auténtica hija de familia. Pensé: Chinga tu madre, pero estoy de acuerdo. Ya me estaba bajando de su Lincoln cuando me aventó la última carnada: si aceptaba la chamba, no tenía que pagarle los cinco mil.

Dormí como doce horas, tranquilísima, como si todo mi problema ya estuviera resuelto. Pero era como si pensara: Bueno, si todo falla, no me muero de hambre. Como que no acababa de estar preparada para ver que ya todo había fallado. No sabía hacer nada, no iba a ser modelo y no quería convertirme en edecán: mi única salida era doña Montse. La única que yo podía aceptar, tú me entiendes. Ya estaba harta de hacerlo todo sola y por debajo del agua. Y por una miseria, que era lo peor. ¿Quién más me iba a garantizar una vida legal, tranquila, bien vivida? Pero lo que me convenció no fue pensar en las ventajas, sino abrir mis ojitos al día siguiente y preguntarme: ¿Qué hago en este chiquero? ¿Por dónde me escapo?

Cuando llegó a mi vida el segundo celular, pensé: Otra vez conectada. Y me gustó la idea. Creo que sólo hay un placer más grande que el de romper teléfonos: estrenarlos. Doña Montse era fina para esas cosas, primero te aplicaba el mi mamá me mima, y ya que estaba una sobornada y comprometida, venía la recuperación de la inversión. Y ahí saldabas la deuda, con réditos y multas. No me quejo porque a final de cuentas me consiguió el departamento y lo rentó por mí. Y luego se portó a la altura, ya cuando se me apareció el demonio. De hecho soy una horrible malagradecida. Le podía zurrar que le dijeras Doña Montse, que si te fijas suena como a madrota. Por eso te pedía que le pusieras el apodo cariñoso: Tía. Y además te obligaba a contestar así por el celular: ¿Bueno, Tía Montse? O nada más: ¿Tía Montse? Como fuera, pero siempre con el apodo por delante, para que no pudieras usarlo en cosas decentes. Te digo, era una perra de lo peor, pero si busco entre mis tías de verdad ninguna es mejor que ella. O sea que quítale todas las doñas y déjalo en Tía Montse. Total, es de familia la pinche vieja transa.

No te dejaba tener otro celular, ni armar tratos directos con los clientes. Podías sacar propinas, pero sólo si hacías bien la chamba. Según esto ella trataba con personas escogidas, gente de lo mejor, hombres educadísimos. O sea escogidos entre puros pendejos y nefastos, y educados en cualquier bacinica, pero con el billete suficiente para que Tía Montse les mandara un ratito a sus muy queridas hijas. Porque así nos decía, la vieja: Cómo no, licenciado, yo mañana le mando a dos de mis hijas, va a ver qué niñas tan simpáticas y tan educadas. Simpáticas quería decir nalgonas, y educadas eran las que tenían mucho busto en conocerlos. Según ella yo era simpaticona y educadísima, pero esas cosas sólo las entendían los clientes viejos. O sea los que la conocían de cinco, diez años. Que igual salían más nacos y más puercos que los nuevos, porque ya con la confiancilla de ser viejos conocidos de la ruca, pedían no sé qué tantas porquerías. ¿Cómo te explico? Era otra división. Por un lado le entrabas a la pantomima de la onda familiar. Oye, tía… ¿Qué se te ofrece, hijita? Pura cordialidad, ¿ajá? Pero apenas fallaba una en algo, pasaba a ser la hija castigada. Si el cliente se quejaba de ti, la vieja te pagaba nomás la mitad. Si te agarraba negociando por tu cuenta, te corría para siempre. Y lo decía mil veces, no se te fuera a olvidar. O sea que eran conocidos de Tía Montse, no mariditos míos. Había de todas las edades y tamaños, pero la idea era portarte natural. Ni siquiera se mencionaba la palabra propina. Decíamos lo del taxi, ¿ajá? Porque el juego era que éramos amiguitas, no pirujas. Como decía la vieja: Son hijas de familia, licenciado. Aunque ya a la hora de los hechos no hubiera garantías. Te jalaban el pelo, te insultaban, Nefastófeles’way, you know. O igual se ponían cursis. Sobre todo porque generalmente no te citaban en hoteles, sino en casas. Y eran varios, aparte. Tú no sabes lo que es lidiar con tres, cuatro calientes que se sienten tus dueños. Generalmente el trato era con uno, pero todos se sentían con derecho a manosearte. A veces pienso que yo era la que más se creía lo de la hija de familia. Me enojaba muchísimo cuando me trataban mal. Repartía cachetadas, a veces, aunque de pronto me las contestaran. Un día a un imbécil lo mordí y le saqué sangre. Y eso significaba una cosa: más multas. Yo no era de esas ancas que pelaban los ojos cuando entraban a una casa de Las Lomas. Yo podía ser la más mugrienta de las putitas, si tú quieres, pero igual los miraba por encima del hombro, como diciendo: Hagas lo que hagas y me des lo que me des, nunca vas a llegarme al precio, pendijete. Todo con mi risita de niña babosa. Y es que así como lo call girl no quita lo coatlicue, lo babosa tampoco quita lo mamona. Tía Montse no me dejaba hacerme la gringa, pero yo apenas me empujaba el segundo coñaquito y me daba por hablar en puro inglés. Dirás: Qué pinche naca, pero deberías ver los archiduques con los que de repente me tocaba tratar. Algunos no podían ni con el español, ya te diré cuánto se apantallaban cuando les lloriqueaba puterías en inglés. Do me, baby, I’m cummin estupideces de ésas. Igual que tú en la agencia: mintiendo de lo lindo, poniéndoles ritmito y estilacho a las patrañas. Caramba, señor cliente, qué grandote su pitito.

Había cosas en las que Nefastófeles tenía razón. Decía que a toda mejoría en el servicio corresponde un aumento inmediato en la tarifa. Yo no podía pedirles más dinero por el platillo que ellos ya habían pagado, pero aprendí a esmerarme con la carta de los postres. Hasta que un día llegué con Tía Montse y le dije: Te propongo un negocio. Entonces le expliqué la teoría restaurantera de la doctora Schmidt, que consistía en un menú especial, con todos los platillos y bebidas incluidos. Al principio se me quedó viendo rarísimo, como si me quisiera preguntar: ¿Andas en drogas, hija? Entonces que me pongo a explicarle lo de los superpostres. Y ahí me tienes diciendo, muy propia: Mira, tía, lo que pasa es que a veces me pagan bien el postre, pero hay unos malditos que se dan por bien servidos y se van tan tranquilos, ¿ajá? Y ella: Sí, hija, pero yo no puedo defenderlas de esas cosas. Y yo: Si puedes, tía, nomás con que vendas los paquetes a precio especial. Ganamos más nosotras y ganas más tú. Y además, digo, una siempre se porta más amable cuando ya le pagaron lo del taxi. Diría Nefastófeles: ¡Ataca la Mujer Serpiente!

¿Sabes cómo la convencí? Le caí un día en su casa vestida de novia. Ya tenía el vestido, ¿te acuerdas? Pedí un taxi del sitio y me aguanté la pena de inventarle al chofer que era yo actriz y las arañas. No hay mujer que soporte andar en taxi sola y vestida de novia, pero yo había decidido aguantar, punto. Supongo que la gente no sabe qué decir cuando le llegas de la nada con ese disfraz. Y es cuando hay que atacar con todo lo que tienes. Solamente le dije: ¿Cuánto vale un bombón con envoltura, tía? Y se zurró, ¿me entiendes? La vieja me pagaba dos mil pesos por cada cinco que cobraba, y entonces yo tenía que hacer milagros para sacar un propinón que por lo menos me dejara llegar a cinco limpios. ¿Te imaginas todo lo que hay que joderse para sacarle tres mil pesos más a un imbécil que con trabajos quiso pagar cinco? En cambio así podíamos cobrar el doble, o más. Podíamos, ¿ajá?, porque yo había llegado en plan de socia, y hasta tenía al taxista esperándome afuera. Pero ni falta que hizo. Tía Montse acabó encantada con la idea. Íbamos a empezar cobrando ocho, más dos del alquiler del vestido y el coche. ¿Cuál coche? Agárrate: e Lincoln de Tía Montse, con todo y su chofer. Ya sabrás, mil quinientos por el coche y quinientos del vestido. Al final yo me iba a quedar con cuatro, que seguía siendo un robo pero me convenía muchísimo, porque si un güey ponía diez mil pesos, o sea más de tres mil bucks por pasarse una noche de bodas increíble, ya lo de menos era que dejara correr el taxímetro. Además, el atuendo exigía champaña, suite, trato de reina. La vieja estaba tan contenta de que fuéramos socias que me mandó a mi casa con el chofer, y hasta le pagó al taxi que me estaba esperando.

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