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Una especie de diplomacia calentona. Te atienden, te sonríen, te complacen, te comen con los ojos. Hay unos que no te hablan sin resoplar. Claro, son asquerosos, pero ese asco termina siendo como el hipo: se quita cuando menos te das cuenta. Imaginate a un güey que te mira sonriendo y resoplando. Es como regatearle una hamburguesa a un león hambreado. ¿Sabes lo que es para un pelado panzón de cincuenta años agarrarse a una pollita pelirroja de veinte? Esos pobres marranos con trabajos se agarran a la secre del jefe. ¿Tú sabes cuántas secretarias pelirrojas hay en México? Pelirrojas creíbles, ¿ajá?, porque hay unas coatlicues que se lo andan pintando color zanahoria, pero ni así dejan de delatarse como inquilinas de la pinche pirámide. Como dice mi madre: prófugas del metate. Y en cambio a mí me lo creías, por eso decidí pintarme el pelo. Ya sé que hice lo mismo que mi familia, llevo un rato justificándome y no puedo evitarlo. Siempre digo que me escapé de mi casa buscando libertad, pero no es cierto. Casi nada de lo que digo es cierto. Me escapé de la casa para criar mis propias esclavitudes. Más perfectas, más sólidas. Esclavitudes diseñadas a la medida de ambiciones un poquitito menos estúpidas. Mis papás no sabían gastar el dinero, yo sí. Ésa es toda la diferencia. Ladrones finalmente éramos todos. Impostores, también. Y nacos, que, ni qué. Me da un poco de pena decirlo, pero el nombre que sale en mi acta de nacimiento es Violetta Rosalba Schmidt, y ya después los apellidos de mis papás, que por supuesto desentonan como pelos en las piernas de Brooke Shields. Fui tan naca que permití que me encimaran el Schmidt como tercer nombre. Ya luego en la licencia de manejo logré que me pusieran como Violetta R. Schmidt. En cambio el pasaporte lo trae todo, pero al final los apellidos van unidos como si fueran uno solo. Schmidt Rosas-Valdivia: no sonaba tan mal. Y al final resultaba divertido, era como ser yo mi propia Barbie. Seguía pobre, pero me defendía. Tal vez mis amiguitos no eran muy presentables, ni un solo Ken capaz de hacer digna pareja con la muñequita, pero peor era quedarme en el cuarto y aguantarme el hambre. Qué asco de palabra, pero yo sentía hambre. No tenía ni un centavo, vivía a expensas de esos pocos amiguitos, que eran poquito más que carne de cañón y con trabajos me prestaban para pagar el hotel. Yo quería rentar un departamento, comprar muebles, instalarme, viajar, inscribirme en alguna escuela. Pensaba que siendo modelo podía conseguir todo eso. Decía: Este país está repleto de calentones, tiene que haber alguno que quiera contratarme.

Mis primeros dos meses me los pasé escondiéndome. Me daba una vergüenza terrible que me vieran entrar y salir de ese hotelajo. No tanto porque fueran a decir: Ahí va esa puta. Era más bien que igual decían: Mira, pobre jodida, vive en un hotel de paso. En New York una tiene claro a qué puede aspirar. Los lujos son altísimos, nunca vas a alcanzarlos desde el lobby de un hotel. En cambio en México los muros son más razonables. Puede una pensar en saltárselos sin la seguridad de que se va a romper la madre en el intento. Aparte, hay cantidad de escaleritas. Con mi pura ropita yo podía moverme en un nivel muy diferente al de los jefes de departamento y el hotel de cuatro espermas. Necesitaba dedicarme de inmediato a cualquier cosa que me hiciera decir menos mentiras. Quería sacar dinero sin tener que inventar una tragedia, pero llevaba seis agencias de modelos visitadas y con trabajos me pedían unas fotos. ¿De dónde querían los idiotas que yo sacara buenas fotos mías? Tenía copias de los anuncios en los que dizque aparecía yo, pero ni las pelaron. Yo decía: Ok, pues tómenme las fotos. Qué iba yo a imaginarme que las putas agencias sólo te toman fotos cuando vas a casting, y sólo vas a casting cuando ellos te llamaron después de ver tu foto. Prefiero no contarte los sacrificios que hice para civilizarme, desde quedarme sin comida por comprarme un teléfono hasta gastarme el presupuesto de quince días de hotel en unas fotos donde salí como piruja de la frontera. Civilizarme a mí es como llevar agua a Mercurio. Nunca vas a lograrlo, y vas a chamuscarte en el intento. ¿Sabes de qué me sirve a mí la ropa? De disfraz, darling. Tengo que disfrazarme, no puedo permitir que alguien me mire como tú estás oyéndome en este momento. Me encerrarían en una jaula, ¿ajá? Pasen a ver a Violetta y tóquenle la melena.

¿Te cuento para qué serví mi reloj? Lo usaba para ver cuanto tiempo tardaba en lograr que un pendejo me invitara a comer. El récord era dos minutos y medio. Luego también media cuánto me tomaba meterles un sablazo. Tipo: ¿Te importa si me prestas doscientos pesos y mañana te los pago? Casi siempre es lo que ellos están esperando, que les des la oportunidad de salvarte de las garras de Donkey Kong. Luego les daba mi número de celular, y cuando menos lo pensaba ya había ligado otra comida. Lo bueno de la época navideña es que la gente anda flojita, un poco que te esmeres y le das una tarascada a su aguinaldo. No gran cosa, te digo, la comida y unos pocos pesitos, pero así no tenía que acostarme con nadie. A menos que se presentara una emergencia, como la del Registro Civil. Pero eso no quería decir que yo planeara volverme El Detallito de cualquier pinche miembro del rebaño. Finalmente, si me iba a echar uno de mis tres mandamientos, lo menos que podía hacer era agarrarme a güeyes que no se hubieran subido al metro en los últimos diez años. Y que de preferencia ni lo conocieran. O sea gente decente. Yo no podía pensar en esa pinche broza como mariditos. Instant devaluation, ¿ajá? Total, si tenía que desplegar mis habilidades, de esposita con tal de conseguir lo que quería, tampoco me iba a desgastar de más por eso. Pero hasta eso, y sobre todo eso, tenía que hacerlo con alguna clase, o por lo menos lejos de la clase asalariada. ¿Qué iba a hacer? ¿Ir con el gordo fofo del módulo de licencias a decirle que sí quería el trabajo y el crédito para el Volkswagen? Por supuesto que yo necesitaba un crédito, pero sólo si las mensualidades iba a pagarlas su putísima madre. Berrinche time, ¿ajá? La forma en que Violetta recupera todo su valor y dice: Quítame las pezuñas de encima, pinche naco, que no somos iguales. Wat a bitch? Yes, of course. Alguien tiene que hacer este trabajo. Si una aguanta el castigo de tener encima a un puerco halitoso que la trata peor que bacinica, lo, menos que se le debe permitir es que resane su ego a costillas de quien sea. Bajar a un pinche naco de mi cama era como darle respiración de boca a boca al ego. Apenas se pasaban un poquito de lanzas, les hacía unas rabietas horrorosísimas. Decía cosas por las que Nefastófeles me habría deshecho la boca a cachetadas. Y si trataban de pegarme, peor: me aventaba a encajarles las uñas en la cara. No me importaba nada. Tenía papeles, era legalita, ¿qué me iban a hacer? Además me ponía a gritar que era la hija de no sé qué súper cacagrande, el que se me ocurría a medio berrinche. La historia era que yo me había fugado de mi casa en Bosques de las Lomas y me había ido a vivir a New York, y luego había vuelto a México y mi papá me tenía en un depto de Polanco. Cuando pedía dinero, no era porque realmente lo necesitara. De hecho, necesitaba que me insistieran para aceptarlo. Un día un idiota me llamó para cobrarme sus doscientos pesos y zas, despertó al león. Además de que nunca le pagué un quinto, ese día lo amenacé con que los guardaespaldas de mi papá iban a ir a romperle la madre, pa que se le quitara lo pinche cicatero. ¿Checas lo rápido que me integré al paisaje?

Al principio me emocionaba fácil. Los idiotas me prometían que iban a conseguirme no sé cuántas maravillas, y nada: lo que no les sacaba en el momento, forget it. Menos los tercos, claro, que luego salían peores que los mentirosos. Hubo un par que llegaron hasta mi hotel, uno ofreciéndome mil pesos por la noche conmigo y el otro necio con que no podía olvidarme. Una trampa nefasta, ¿verdad? Esos que salen con que no te saben olvidar, lo único que de veras no olvidan es su puta soledad podrida, están que se derriten por agarrar barco. Fíjate que por más que lo intento, no dejo de pensar que eres mi salvación. Detesto que un idiota me agarre de Mesías. Señor Pilatos: ¿Va a querer que a la crucificada le dejemos el brasier? Éste ha sido un milagro cortesía de Nuestra Señora del Santo Sostén. No podía decirles mis chistes a mis nuevos amigos, acuérdate que yo me hacía la gringa o la pendeja, que en México ya ves que son papeles parecidos. Y ése era el chiste, que hasta el más ignorante podía ser mi maestro, y entonces yo tomaba clases de complejos, frustraciones, traumas, envidias: los hilos del muñeco, tú me entiendes. Y no es que yo quisiera aprender eso, quién va a querer ir por la vida correteando miserables, pero la otra era quedarme sin hotel o sin comer, que me pasaba bien seguido. Tú no sabes lo deprimente que es tener que cruzarte una calle para que no te llegue el olor de unos tacos. Porque de pronto no tenía ni para tortillas, y en ese plan ni modo: acepta una lo que le ofrezcan. Billetes chicos, vales de comida, monedas, dulcecitos, todo es bueno. Ya ves tú que la dignidad no se lleva con la economía de guerra.

Para cuando empezó el noventaicuatro ya sabía lo que quería: un departamentito cerca de Polanco, trabajo suficiente para pagar la renta y no sé, unos cuantos amiguitos confiables. I mean: dependable. No era mucho pedir, pero tampoco había a quién pedírselo. Entre los pelagatos mis piernas y mi escote valían por comidas y prestamitos, pero en el Primer Mundo había diferentes cotizaciones. Es más, ni vayamos tan lejos, en las puras agencias de modelos podías ver toneladas de viejas guapas, y a veces ni eso les servía para quitarse el hambre. Pero como querían ser alguien, aguantaban la vara. Total, que ahí fue a dar nuestra querida Miss Nobody. Sea una de quién sabe cuántas niñas mensas que jamás habían hecho una pasarela, ni sabían caminar como debían, ni tenían conocidos en las agencias. Había veces que hasta las secretarias, unas pinches coatlicues amandriladas, con los copetes tiesos y las piernas peludas, me echaban ojos como de alarma electrónica: beep-beep, putita arribista, beep-beep, putita arribista. Y yo, que me sentía gringa, las veía como buscándoles las plumas. Perdón, ¿qué no era usted la que andaba volando el otro día, por ahí por la pantia? ¿Y tú crees que alguien iba a darme trabajo, con esas pinches ínfulas? Pero en el fondo yo estaba buscando otra salida. O sea una puerta secreta, una llave mágica, nada que en México no puedas encontrar, sin buscar mucho. Nada que no lo arregle cualquier bruja con pinta de hada madrina.

Creo que fue la primera mujer que me trató como una hija, por lo menos desde mi último cumpleaños con piñata. Ya se estaba acabando febrero y seguía sin conseguir mi primera chamba. Eran como las cinco de la tarde y yo estaba tristísima porque otra vez me había salido todo mal y no podía pagar ni lo del cuarto, a pesar de que ya vivía en una pensión ultra rascuache. Tenía a quien hablarle, pero me estaba convirtiendo en limosnera, y eso siempre termina notándose. A huevo: el hambre huele más que la comida, y hasta peor que la mierda. Cada vez que un idiota ejecutivo me decía: Te vamos a llamar, yo en sus ojos leía: Ni madres. Si no me contestaban las putas llamadas, ya parece que me iban a llamar. Un día me mandaron a una agencia de edecanes y yo me indigné horrores. ¡Edecán tu mamá, que parió puros gatos! Todavía no tenía mi primer contrato y ya me estaba haciendo fama en el medio. Qué quieres que te diga, no podía evitar salir peleada. Y cuando finalmente fui a la agencia de edecanes, me ofrecieron mil pesos por cuatro días enteros de estar parada en el World Trade Center. De por si era muy poco, porque a los edecanes les pagaban casi siempre el doble de eso, o más, pero yo dije: Aun pagándome bien, me ponen en dre. ¿Sabes la cantidad de gente que iba a ver mi carota de pendeja con la banda que dice: Tome Coca-Cola? Yo no estaba para hacer tomar cocacolas a nadie, no por lo menos con mi jeta y mis piernas de pretexto. Había muchas que eran más piernudas que yo, mientras que mi atractivo turístico número uno iba a quedar debajo de la banda. Total que les menté la madre y me salí a chillar. Y ahí fue donde se me apareció el Hada Madrina. Un Lincoln nuevecito, con chofer, y atrás una señora elegantísima. ¿Que te pasa, hija? ¿En qué puedo ayudarte? Puta madre. ¿Tú sabes lo que fue subirme a un Lincoln y sentir que una señora de lo más decente me trataba de veras como a su hija?

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