Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Le brillaban los ojos con esa chamarra. Supermans a Yankee, me decía. Y te digo que había elegido el buen camino porque en ese momento se nos arregló todo. Yo quería entrar en un baño y Eric preguntó. Nos mandaron por un pasillo largo y cuando me di cuenta ya estaba en un hotel. Un hotel increíble. Apenas entré al baño, dije: Yo aquí me quedo. Pero a Eric la idea le dio terror. Como que no acababa de creerme que ya hubiera cumplido los dieciocho. Y además era una ilegal alien. Podían encerrarlo no sé cuánto tiempo, ¿ajá? Meses o años, quién sabe, pero no se atrevía a ir y pedir un cuarto sin tarjeta de crédito y sin equipaje. Sólo que yo esa tarde andaba inspiradísima, y apenas vi salir a un botones de la escalera eléctrica pensé: Si Eric viniera vestido de padre de familia y no de fan de los Yankees, el empleado ya le estaría lamiendo los zapatos. La ropa cara tiene como un imán, una red invisible que atrapa como moscas a los lambiscones. Eric me recordaba que yo era la más interesada en llegar pronto a New York, pero en ese momento supe lo que realmente me pinche interesaba. Yo quería ser inmune, que no pudieran encontrarme, ni agarrarme, ni saber cualquier cosa de mí. 0 sea que lo más urgente no era agarrar el vuelo de Houston a New York, sino de una vez irnos vacunando contra la jodidez. Porque si nos buscaban no iban a ir a un hotel de seis estrellas, ni a un mall de tiendas caras, ni a los asientos de primera clase del avión. Y como Eric ya había avisado en su casita que no iba a regresar en toda la semana, daba lo mismo andar por la Gallería que en la Quinta Avenida. Teníamos dinero y tiempo, estábamos juntos, podíamos dormir juntos en un súper hotel. Me di cuenta de lo fácil que iba a ser todo cuando empezó a reírse sólo porque le dije: This is Superman’s lifestyle, honey! No supe si las carcajadas fueron por lo del lifestyle o por lo falso y hasta naco que me salió el honey, pero eso relajó las cosas una enormidad. 0 Creo que no habían dado ni las seis y ya teníamos todo lo necesario para regresar a los baños del hotel, cambiar de look y esconder el veliz en una maletota de seiscientos dólares. Me hacía como cosquillas el dinero, y lo mejor venía cuando me imaginaba los ojos que habría puesto mi mamá nomás de verme derrochar así la lana. Peor: su lana. Al principio las vendedoras nos miraban como diciendo: Sony, no aceptamos vales de despensa. Pero apenas veían brillar el color verde se volvían unos bombones. No las culpo a las pobres: no podían adivinar que con tamaña pinta de muertos de hambre pudiéramos traer más de tres pinches quarters encima. Total que nos compramos unos jeans de doscientos dólares, igualitos, y un par de camisetas con tremendo logote de Ermenegildo Zegna. Yo insistía en el traje para Eric, pero eso tomaba tiempo y ya necesitábamos el cuarto. Cuando salió del baño me lo llevé al espejo y le pregunté si él, como gringo, no le daría un cuarto a un gringo así. No lo pensó dos veces. Agarró su licencia del Estado de Texas y se fue solo a conseguir el cuarto, con todo y la maleta. Y adentro mi veliz. Y adentro mi dinero.

No te quiero contar la amarga media hora que me pasé en el baño esperando a que volviera. Me mordía las uñas con todo y dedos, se me salían las lágrimas, apretaba las muelas y decía: Necesitas confiar, necesitas confiar, necesitas confiar. Porque con tal de que Eric no fuera a sospechar que no confiaba en el, yo me estaba arriesgando a que abriera la maleta y después el veliz y se enterara de una vez de todo. Porque no eran lo mismo cinco ni diez mil dólares que más de cien. Además él estaba en su país. Yo no podía ni demostrar que el dinero era mío. Si no podían demostrarlo mis papás, menos iba a lograr yo sola, en Houston, de ilegal. Y todo eso pensaba allí en el baño, me veía en el espejo y decía: ¡Estúpida! Me arrepentía muchísimo de no haber salido inmediataputamente para New York, y todo por la prisa de ya no sentirme lo que todavía era, o sea una pelada que bajaron del cerro, ¿ajá? Eso era exactamente lo que la pobrecita de Violetta se sentía cuando escuchó la voz de Supermán.

Era puntual, te digo. Como tú. Llegan en el momento en que una más los llama, cuando ya estás de plano a punto de quebrarte. Me le quedé mirando fijo, como esperando que él si se quebrara y confesara que me había abierto la maleta, y el veliz, y todo lo que tenía que abrir para enterarse de lo rica que era. Pero ni se inmutó. Tenía una sonrisa de orgullo, se derretía por contarme cómo había conseguido el cuarto. El caso es que él me lo iba contando y yo ni lo escuchaba nada más de pensar: ¿Y si ya sabe? Aunque igual ya me daba menos miedo, porque si lo veía con más calma no había más que dos posibilidades, y ninguna era para preocuparme. Si Eric había esculcado en mi maleta y aun así había vuelto por mí, seguro no me iba a robar, y de paso no le tenía tanto miedo al dineral, o a lo que nos pudiera pasar por andarlo cargando. Y si no había visto nada, mejor porque así menos tenía que temer. Ahora podría jurar que no vio nada, pero entonces tenía como que mis dudas. Porque créeme que si yo hubiera estado en su lugar no habría dudado ni tantito en esculcar ese veliz. De hecho habría buscado la oportunidad. Sólo que Eric no era tramposo. Igual estaba haciendo trampas para complacerme, pero seguro no sentía la emoción que yo cada vez que veía una patrulla. Es algo que detestas, pero necesitas, tú ya sabes. El gustito enfermizo de aventar los dados y cerrar los ojos, casi con ganas de que a todo se lo lleve el diablo. Aunque generalmente lo haces sólo cuando de plano crees que ya te va a llevar. Mientras Eric me hablaba del botones y la caja y la reservación y la tarifa, yo no dejaba de pensar en las dos posibilidades, hasta que me di cuenta que había una tercera, peor que todas. ¿Y si alguien se metía al cuarto y abría el equipaje? Te juro que sentí las piernas como chicle nada más de pensarlo. Y ni modo de andar de tienda en tienda con el bulto cargando. Tenía que confiar en Supermán. Quiero decir, confiaba. Le había dado a guardar quince mil dólares. Menos los cuatro que ya habíamos gastado, once. Decidí que si Eric podía cuidar once mil dólares, no iba a ser más difícil que me ayudara a esconder cien. Y como no sabía ni cómo explicárselo, se lo solté así, en frío: I got one hundred thousand dollars in my suit case. Creo que ya se estaba acostumbrando a mí, porque ni abrió la boca cuando se lo dije. Al contrario. Lo tomó tan normal que hasta se le ocurrió guardarlo todo en una caja de seguridad. Lo cual era una estupidez del tamaño del mundo, porque ni él ni yo teníamos edad para cargar toda esa lana. Había que esconderlo y ya. Pero era demasiado, hacía bulto. Después de darle vueltas un ratito decidimos subir, cada uno en diferente elevador, recoger los billetes y cargarlos todo el tiempo con nosotros. De cualquier forma no podían vernos juntos. No en el hotel, pues. A lo mejor a nadie le importaba, pero Eric había dado el nombre de uno de sus hermanos como su acompañante. Por mucho que mi cuerpo se viera desarrolladito, seguía teniendo cara como de niña. O mínimo menor de dieciocho años. Y eso ya en el idioma de Eric significaba: Jail. Y en fin, me dio mi llave y quedamos de vernos allá arriba. Piso siete. Habitación setecientos veintidós. No te imaginas cómo me sentí nomás de entrar. Por más que Eric seguía quejándose por los doscientos veinte dólares que le habían pedido por el cuarto, yo ya estaba otra vez pasmada. Nadie podía saber lo que le estaba sucediendo a la pobrecita Rosa del Alba. Porque si lo ves bien a Rosalba no le pasaba nada; esa historia era toda de Violetta. Me tiré en una cama, miré el techo, las cortinas, la lámpara, la tele. Hice cuentas: llevaba menos de treintaiséis horas fuera de mi casa. Y estaba sola, con mi nuevo novio, en un nuevo país, con todo ese dinero, libre. Cerré los ojos y hazte cuenta que vi las mejores escenas de la película. El coche, mis hermanos, la iglesia, el aeropuerto, mi abuelito taxista, el segundo taxista, el poliero, Supermán, la patrulla, Edría, la Gallería, ayer, hoy. No podía creerlo: ¡Ayer! Y otra vez me sentía mareadísima, con ganas de abrazar a Eric y chillarle en el hombro. Como mejor deseando no haber hecho nada, ¿ajá? Porque no podía estar todo tan bien, algo tenía que salirme mal. Hasta que abrí los ojos y vi a Eric frente a mí. No los abrí completos, acuérdate que soy tramposa para todo. Lo vi entre las pestañas, tenía cara de alelado. Y entonces me sentí así, felicísima. This is a dream, le dije, y pegué un brinco y le salté hasta el cuello y le planté un smack de lo más fuckin’mzíz He was my hero, ¿ajá?, no se te olvide. Y no creas que a mí se me olvidaba que por fin esa noche íbamos a dormir juntos. Y ahí sí yo no tenía ni opinión. Iba a pasar lo que Eric decidiera que pasara.

La confesión con Eric me puso en otro mood. Hazte cuenta una pastilliza milagrosa. Un cóctel de calmantes, lo que tenía que haber sentido el día antes en México, en la iglesia. Sólo que Eric resultó más decente que el cura. Se guardó la mitad del dinero y me dio a mí el resto. Nos pasamos de menos media hora acomodándolos entre la ropa que traíamos puesta, y al final nos salimos de regreso a la Gallería cubiertos de chipotes. Muy poco naturales, te diré. Pero el chiste es que ya no era yo con mi veliz y él con su jeta de pregunta a medio hacer. Éramos él y yo, nosotros, trepados en el mismo tren. Mis compañeras de la escuela decían nosotros, y yo sabía que nunca iba a caber ahí. Mi mamá, mi papá, mis hermanos, ése era otro nosotros, pero yo era tan extranjera entre mi tribu que ya ves, los desfalqué y huí. Me daba un vértigo maravilloso, exquisito, te juro, pensar que aquél era el primer nosotros de mi vida. Un nosotros que no se iba a romper por cincuenta ni por cien mil dólares. Y no digo que no se fuera a tronar por otra cosa, si era fragilísimo. Yo sabía que igual después de una semana Eric me iba a botar con todo y mi New York, pero ya mínimo me habría dado una razón para no desconfiar de todo el mundo. Para confiar en mí. Para sobrevivir entre las calles y los edificios que con trabajos había visto en revistas y tarjetas postales. Y además yo ya no pensaba que a Eric fuera a perderlo en siete días. Lo difícil había sido sacarlo de Laredo, ya en Manhattan las cosas iban a ser más fáciles. No sé cómo podía imaginarme que iban a ser más fáciles, yo supongo que en vista del éxito obtenido. Porque era un exitazo: Eric y yo comprándonos un par de walkmans y dos veces el mismo cassette de Siouxsie. Apretábamos play al mismo tiempo y corríamos non-stop de pasillo a pasillo, entre las escaleras, por toda la Gallería escuchando The Passenger al mismo tiempo. La la la la, la ra la la.

24
{"b":"81763","o":1}