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Mi primer novio no conocía mundo. Había estado en San Antonio, Dallas, Austin, Reyriosa, Corpus. Creo que eso era todo. Texas and Tamaulipas. Nunca se había escapado de su casa, estaba totalmente aburrido de su novia, tanto que ya hasta habían pensado en casarse. 0 sea que yo era la locura menor que venía a salvarlo de la demencia total. ¿Tú crees que iba a volver a ser el mismo después de haber vivido como rico en Houston y New York? 0 más bien sólo en Houston, porque apenas aterrizas en New York el dinero se encoge. La gente se enamora de New York como de una golfa avariciosa. Una puta ranura de alcancía sin fondo que pide y pide y pide. Y le das, y le das, y no hay lana que alcance. Por eso te enamoras, porque dices: Manhattan, no soy digno de que vengas a mí.

Y yo entonces podía ser una escuincla babosa, pero ya era la clase de mujer que disfruta tener lo que no se merece. Siempre que yo pedía un juguete, mi papá preguntaba: ¿ Te lo mereces? Y yo decía: No, papito, y bajaba la cabeza y me hacia la sufrida, porque sufrir también es una forma de ganarte las cosas. Pero luego, cuando lo conseguía, pensaba que seguía sin merecerme nada, y me reía muchísimo. ¿Por qué la gente cree que llorando y quejándose de lo triste que es su vida va a merecerse cualquier cosa mejor? ¿Quién va a recompensarte por joderle el mood? ¿No sería más lógico que te pagaran por hacerlos reír? Eric y yo seguíamos sin conocernos, pero igual nos reíamos. Todo el tiempo. Yo creo que dos personas que se hacen reír tienen derecho a todo. Y no he dejado de creer que fue por eso que nadie nos paró en todo el camino, y que cuando se apareció la policía fue para rescatarnos del Purgatorio.

Suena dramático, pero es que así se puso a media madrugada, cuando se tronó el coche. Nos quedamos tirados a un lado de la carretera, no sé muy bien a qué distancia de Houston pero ya no muy lejos. Eric decía: Dont worry, pero ni a él dejaban de temblarle las rodillas. Y eso que no sabía del dinero. Yo le había contado que en New York iba a cobrar más, y eso era todo. Él no quería que voláramos en primera clase, porque decía: ¿Y si en New York no logras cobrar nada? Y yo: Dont worry. Keep just cool. Im rich. Le había inventado la historia de que Mummy me mandaba hasta New York sólo para salvarme de Daddy. Que iba a entrar a una high school que me sentía perdida, que tenía miedo. Y esto último era cierto, tenía un miedo horrible de quedarme sin Eric. Dont leave me, Superman: le lloriqueaba, lo abrazaba, me le untaba. Me sentía como Caperucita en la panza del lobo, metida con un gringo, sin papeles, en un coche jodido que no era ni mío ni suyo, y en eso vi las luces de la patrulla.

¿Sabes qué preguntaron? Que si íbamos al maratón. No sé qué maratón, ni siquiera estoy tan segura de que el policía dijera maratón. El caso es que dijimos yes, al mismo tiempo. Entonces me di cuenta de la hora: diez para las seis. Habíamos salido de Laredo vestidos con dos juegos de pants viejos que Dick y Jane sacaron de sus casas, yo de azul y él de verde. Una onda súper sport. ¿Ajá? Tanto que la patrulla nos empujó por más de milla y media. Estábamos justo a la entrada de un pueblo rascuache, según yo se llamaba Edna. Ese día aprendí cuál es la hora de los inocentes: las seis de la mañana. Es como si de pronto el mundo se estuviera dando cuerda. La hora en que ni los policías trabajan, porque si hubieran trabajado de verdad de menos nos habrían pedido que nos identificáramos. Y yo que ni una puta foto traía. Pero nos empujaron hasta una callecita y se largaron. Eric todavía habló un rato con ellos, según esto de béisbol, pero algo debe de haber hecho muy bien para que la libráramos así. Y como él sí traía identificación, no le costó trabajo conseguir lugar para dormir. Un motelucho feo, descolorido. Dijo que para él solo y luego me metió de contrabando. Yo estaba paranoica porque ya juraba: Nos van a agarrar. Si Dick y Jane hablaban con el papá de Eric no iban a tardar mucho en encontrarlo. Ya ves que entre los gringos siempre se encuentran pronto. Las placas de los coches, las cámaras ocultas, los viejitos chismosos. Por eso yo insistía en parar cualquier taxi y escaparnos a Houston y tomar el primer avión para New York. En New York nunca nadie nos iba a agarrar. Entonces Eric agarró el teléfono y le habló a su papá. No pude ni evitarlo, creí que era de broma. Pero al final lo convenció de todo. Se suponía que estábamos en Austin, en casa de su amigo No Sé Quién. Luego le habló al tal No Sé Quién y lo puso de acuerdo. ¿Sabes qué es lo que si tienen los gringos? Una mente de agenda impresionante. Son capaces de organizar hasta su propio entierro. Y eso a mi me servía enormidades, siempre he sido un desastre organizando. O sea que para entonces ya no era una, sino dos cabezas trabajando en hacer posible lo imposible. Por más que Eric tratara de arreglarlo todo legalito, yo me las ingeniaba para enchuecarlo. Siempre que me avisaba: This is illegall, yo le decía:¡ I dont care, you legalize it! Y luego lo besaba y le pedía: Legalize me! Creo que nunca falló. Aunque tampoco me importaba tanto la legalidad. Como que todo lo derecho a mi me estorba, pero igual ese día estaba haciendo una excepción. Eso es lo más podrido de tener un novio, que te pasas la vida haciendo excepciones. Cosas que nunca te daría la gana hacer. Yo quería dejar el Escort en la calle y largarnos a Houston de cualquier manera, pero Eric se empeñó en irse solo a venderlo. Me dejó en el hotel, no durmió nada. Ni siquiera me quiso dar un beso. Me decía todo el tiempo: I must get going. Como si yo fuera su jefa y él tratara de merecerse la lana que traía en la bolsa.

Caí en la cama y me morí, enterita. Odiaba que Eric siempre hiciera bien las cosas. Me decía: Necesitas dormir, y yo furiosa con que no tenía sueño. Total que desperté a las dos de la tarde, sana y salva. A Eric le habían dado menos de mil por el Escort. Por doscientos cincuenta un taxi nos llevó de Edría hasta Houston: eran casi las cuatro cuando vi el Astrodome. Y ahí sí no me aguanté. Le habíamos pedido al taxista que nos diera una vuelta por Houston y luego nos llevara al aeropuerto, pero no terminé de ver el Astrodome me imaginé que ya estaba en un mall Pobrecita de mi, era de pueblo. Eric decía: The Astrodome ain’t no maiz y yo: Claro, ya sé, sólo quiero ir a un mall. Quería ir al más grande, comprarme unas maletas y llenarlas de ropa. De pronto no me daban ganas de llegar a New York como una prángana: como que mi veliz ya había hecho su trabajo. Yo no podía estar pasando junto al Astrodome con la maleta vieja y los pants de Jane y un novio con los de Dick. De niña me vestían con los remiendos de mis primas ricas. Nunca nos invitaron a su casa, pero la tía les pasaba a mis papás la ropa. O creo que sí nos invitaban, pero yo no quería ir para que no me vieran con sus trapos puestos: la pinche prima rica de mentiras haciendo el oso enfrente de los ricos de verdad. Aparte, ya habíamos llegado hasta Houston, y era mucho mejor que habérnosla jugado en los aeropuertitos de Laredo o San Antonio, que según Eric están llenos de cazadores de ilegales y traficantes y delincuentes. O sea cazadores de erics y violettas. Entonces yo decía que por esa razón había que renovar el guardarropa. Teníamos que vernos como gente decente. Igual yo no pensaba exactamente así, pero con esos argumentos podía convencer a Eric. Yo en el fondo tenía las puras pinches ganas de conocer un mall y de gastarme un poco del dinero que me había pasado tantas noches contando. Ser rica, verme rica. Con más de cien mil dólares, no era mucho pedir.

Eric era tan lindo que ni siquiera preguntaba nada del veliz. Porque yo a ese veliz no lo soltaba ni dormida. Cuando me despertó, en Edría, yo estaba dentro de la cama, con los pants puestos y el veliz abrazado. Después me metí al baño con todo y mi veliz, y me negué de plano a que el taxista lo guardara en la cajuela. Ya ves cómo me niego yo de plano a algo: a puros gritos. Pero Eric tan tranquilo, sin hacerme preguntas. Yo podía traer hasta droga en la maleta, ¿ajá? Aunque también: cargar con cien mil dólares ya de entrada te mete en problemas parecidos. Y no es que le tuviera miedo a Eric, ni que creyera que me iba a robar. Era que todavía me sentía mareada con todos esos dólares, y quién me aseguraba que mi novio no se iba a marear tanto o más que yo. Necesitaba a un hombre con los pies en la tierra, y eso siempre es más fácil de creerse cuando el hombre trae puesto un traje de fifteen hundred bucks.

Lo convencí con uno de los dichos de mi mamá: Como te ven, te tratan. O sea que no íbamos a ir muy cucos y en primera clase por puterías mías. Era seguridad, ¿me entiendes? No podíamos arriesgarnos a que nos dieran trato de jodidos. Y como Eric tenía que entenderlo, el mejor argumento fue un nuevo paquetito de dólares. Sólo que ya no cinco, sino diez mil. Veníamos en el taxi y él pelaba los ojos casi tanto como los pelé yo cuando vi: The Gallería. No era un mall era un mundo. Era exactamente la clase de mundo para el que yo había venido al mundo, y eso lo supe en cuanto me bajé del taxi, salí corriendo con todo y veliz, entré detrás de dos señoras con sus niños y me quedé pegada, tiesa completamente. Ya sé qué estás pensando: Ésta es una súper naca. Y si, tal vez, pero más súper naca sería si te lo ocultara. Digamos que era yo una naca en upgrade process. Odio usar la palabra superarse, se oye una prángana y además cursi. Solamente las prostitutas se superan: el dinero las hace más y más y más putas.

¿Sabes en realidad por qué no traía nada debajo de la blusa? Pues porque prefería verme un tanto putoncilla. Eso iba a ser mejor que comenzar mi vida de rica con los brasieres luidos y los calzones meados de mis estúpidas primas. Me iba a dar mala suerte, ¿ajá? Ya solamente estaba esperando la hora de comprar ropa nueva y quemar toditita la que traía. Quemarla, ¿ajá?, no nada más tirarla. También necesitaba urgentemente un walkman. Traía en la cabeza todavía The Passenger y no la había oído desde México. Necesitaba que Eric la oyera conmigo, estaba segurísima que en cuanto la escucháramos un par de veces íbamos a querer saltarnos juntos cada una de las putas bardas de New York. No digo que no fuera el novio ideal, pero las cosas iban a salir mejor si conseguía que los dos tuviéramos la misma prisa. Y The Passenger es la clase de canción que te pega las prisas. Porque ni modo de no sentir cuando menos comezón cuando escuchas que las estrellas son todas tuyas y puedes comprobarlo en la tienda más cara del mall.

Estoy exagerando, no me creas. Si de verdad me hubiera dado por comprarme lo más caro, no habría ni llegado al aeropuerto. Ni siquiera podía imaginarme cuánto costaba un vestido caro de verdad. Yo veía tanto lujo en Macys como en Neiman Marcus, y antes de que siquiera pisara la primera tienda ya me sentía más marcada que la primera vez que conté mi dinero. Había una pista grandísima para patinar en hielo; no sé si era por eso que allí dentro hasta el aire era distinto. No sabía cómo explicarle a Eric las ganas que me daban de respirar bien fuerte, de bajarme inmediatamente a patinar, de comprarle un regalo de quinientos dólares, de comerme solita todo ese lugar. Un día, a la hora de la comida, mis hermanitos le dijeron a mi mamá que en el Estadio Azteca podían caber hasta ciento diez mil espectadores. Pensé: Con que cada uno de esos espectadores me regalara un peso, ya podría largarme de esta pinche casa. Y ahí en la Galería me imaginaba a los mismos, ciento diez mil dándome ya no un peso, sino un dólar. Y me reía como estúpida. Eric sólo se me quedaba mirando, diciendo otra vez no con la cabeza pero igual divirtiéndose. Pensé: Lo que le pasa a un beisbolista de pueblo con su primera novia rica. Y apenas lo pensé me sentí una perrota. Como si un angelito, o Pepe Grillo, o una monja de adentro me reganara de repente. No me gusta hablar de eso, pero a veces me pasa. Cada vez que me tuerzo más de lo debido, cuando ya estoy a punto de meter una pata que no me va a dejar volver a donde estaba, viene ese regañito de algún lado y me enseña el camino por el que tengo que irme para no estrellarme. No es que estuviera haciendo algo monstruoso. Igual lo más monstruoso ya lo había hecho. Pero si aparte de eso tenía la desvergüenza de pensar que Eric era un pueblerino y yo una archiduquesa, o sea que mi novio no merecía ni respirar en mi aire, nada me iba a salir como lo había planeado. Porque yo había planeado tener a un noviecito que se saltara bardas junto a mi, y eso ya me prohibía hacerle trampas. Burlarme, degradarlo, así fuera en secreto. Lo había hecho piloto de mi vida, ¿ ok? I was hispassenger. Permitirme esos chistes, aunque nunca se los dijera en su carota, era como taparle los ojos al piloto. Y acuérdate que yo era Luisa Lane. Me acababa de arrepentir de mi mal pensamiento cuando miré hacia arriba y supe lo que tenía que hacer. Luego, cuando Eric me dijera: Eres egoísta -que me lo iba a decir, más tarde o más temprano-, yo iba a darme el gustillo de recordarle que la primera tienda a la que entramos en el mall más hermoso de mi vida fue exactamente una para beisbolistas. Tenía que ser justa, ¿ajá? Si había sacado a Eric de su pueblo era también con la promesa de que iba a hacerse Yankee. Y si ya iba a empezar a botarme la herencia, lo menos que podía hacer era comprarle a Superman una chamarra de los Yankees. Además, los hombres son más accesibles luego de que les cumples sus caprichos. Eso no lo sabía pero lo aprendí pronto. Supongo que es elemental. Y es todavía más elemental cuando en vez de pensar mi novio piensas mi cliente. Eric no era cliente. La clienta era yo, que lo estaba comprando. A un hombre se le empieza a comprar en veinticuatro horas; el resto lo negocias en diez minutos más.

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