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CAPITULO CATORCE

Shanna se dejó caer del lomo de la yegua y subió corriendo la escalinata de la mansión. Si Ruark venía en pos de ella ninguna puerta lograría detenerlo. Ciertamente, ella no estaba dispuesta a hacer una escena bajo las narices de su padre pues él sería capaz de exigirle que fuera revelada toda la verdad.

Tenía que huir antes que él la alcanzara. El establo estaba acierta distancia de la casa y Jezebel había cubierto el camino en poco tiempo, pero Shanna sabía que debía darse prisa porque Ruark parecía, un salvaje en algunas de las proezas que había realizado. Era tan rápido, de mente como de piernas y, tenía la pavorosa habilidad de aparecer como salido de ninguna parte.

No perdió tiempo en cerrar tras de sí la puerta de su saloncito, corrió a su dormitorio, abrió el guardarropa y sacó el vestido de campesina. Se puso u par de blandas zapatillas de cuero, se ajustó la falda y acomodó sobre la blusa paisana un chal para estar más cubierta. Finalmente tomó una capa oscura y salió de su habitación directamente por el balcón.

Jezebel estaba aguardándola. Shanna montó y azuzó al animal.

Ruark llegó a tiempo para ver a amazona cabalgadura que corrían entre los árboles, ya demasiado lejos para alcanzadas. Con profunda frustración, soltó un juramento, dio media vuelta y se dirigió lentamente a su cabaña. Allí se sirvió Una buena ración de ron y quedó mirando el reloj, calculando cuánto tiempo pasaría hasta que la cólera de Shanna se agotara y ella regresaría.

La niebla empezó a levantarse y la luna, que brillaba a través de un halo de tenues nubecillas, daba una iluminación fantasmagórica a toda la isla. Shanna cabalgaba en la penumbra y no sabía con seguridad hacia dónde se dirigía. Su mente estaba como atontada. Aflojó las riendas y Jezebel, aunque no conocía la isla, empezó a correr libremente por senderos y caminos. Jezebel había hecho el viaje en barco confinada en un reducido establo y ahora, al sentirse libre, galopaba con alegría. Cuando por fin encontró un prado con suculenta hierba se detuvo para comer un poco. La silenciosa figura que iba sobre su lomo quedó inmóvil, con un agudo dolor corroyéndole el corazón.

Shanna hubiera negado en voz alta que su dolor era el resultado de algo más que una consideración superficial hacia Ruark.

– Es porque casi me le entrego sobre el heno como una vulgar ramera -dijo entre dientes-. Y todo el tiempo tenía allí a esa mujerzuela aguardando por si yo me rehusaba. -Aunque estaba sola, el rostro de Shanna ardía con el recuerdo de la escena-. y pese a todas mis precauciones, él estaba dispuesto a divertirse conmigo y con un público que lo presenciara todo.

Empezó a apoderarse de ella- una intensa indignación por la duplicidad de él y el dolor quedó olvidado. Sollozó. Lloró. Maldijo a la noche y al bastardo libertino. La yegua sintió la desazón de su ama y empezó a relinchar y encabritarse.

Shanna- azuzó a Jezebel con los talones y la yegua, obedientemente, empezó a moverse. Descendieron una pendiente y llegaron a la playa. Más allá brillaba la línea fosforescente de las rompientes. Jezebel entró en el mar, bajó la cabeza para beber y en seguida resopló y retrocedió disgustada por el agua salada. Shanna la calmó con una palabra suave y le acarició el cuero. La yegua se tranquilizó y empezó a trotar.

Un pescador trasnochador se asustó ante la repentina visión de un gran. caballo oscuro sobre la blanca playa y sobre su lomo una furia salida del infierno, el rostro gris a la luz de la luna y de una hermosura ultraterrena. Después juraría que ella cabalgaba sin riendas y sin silla de montar. Aunque pronunció un rosario de " Aves" y cayó- de rodillas,

La amazona no le prestó atención. En cambio, erecta y orgullosa, siguió silenciosamente su camino. Meses después él culparía de todas las enfermedades que lo aquejaban a la visita de aquel espectro nocturno y cada vez que se tomara unas copas de más aburriría a sus compañeros con interminables relatos de aquella visión.

Las débiles luces de la aldea dormida alertaron a Shanna y le hicieron sentir una desesperada necesidad de compañía y de hablar de sus infortunios. Había una sola persona en quien podía confiar y decidió buscarla.

Entró en la aldea al paso y pasó entre las casas a oscuras como un fantasma.

Yegua y amazona- subieron la colina donde la casa de Pitney estaba encaramada sobre el acantilado como un atalaya vigilando el horizonte. Aquí había un refugio para Shanna y alguien que la escucharía mientras ella exponía sus problemas. No había luces en las ventanas, pero cuando ella llamó con urgencia a la puerta apareció el resplandor vacilante de una vela. Varias lámparas se encendieron antes que se abriera la puerta y Pitney apareciera en el vano.

– Entre, muchacha -dijo él-. ¿Qué la trae a estas horas? Shanna evitó su mirada.

– Tenía necesidad de hablar -dijo- y no había otro…

Pitney se sentó en un banco ante el fogón apagado y comparó la hora de su reloj de bolsillo con el que estaba en la pared. Se sorprendió cuando Shanna tiró de la cuerda del pozo y. subió el porrón de ale que estaba enfriándose. Después ella tomó el jarro de estaño que estaba sobre una repisa y se sirvió una generosa porción. Pitney se incorporó alarmado cuando ella tapó con fuerza el porrón y lo arrojó descuidadamente al pozo. La cuerda se puso tensa pero no se oyó ruido alguno que indicara la rotura del recipiente. Aliviado, Pitney se sentó otra vez y dejó escapar un largo suspiro.

Ahora la observó atentamente. Ella bebió del jarro y arrugó la nariz al paladear la amarga bebida. Siguió el inevitable estremecimiento de repulsión. Pitney no se sorprendió, y dedujo que el disgusto de ella era algo más que una leve irritación. Shanna hizo una mueca y le ofreció el jarro. Pitney lo aceptó y siguió observándola, intrigado.

– ¿Es tu padre otra vez? -preguntó cautamente.

Shanna negó con la cabeza.

– No es él. En realidad… -rió suavemente- él me ha liberado de nuevas exigencias de matrimonio hasta que encuentre un marido que me satisfaga.

Shanna arrugó la frente y Pitney vio que ello no presagiaba nada bueno para cualquiera que la hubiera provocado.

– Es ese bribón que trajimos de Newgate el que me molesta.

– Oh. -Pitney se alzó de hombros-. El señor Ruark. O Beauchamp. Lo que fuere. Su marido.

– ¡Marido! -Shanna le dirigió una mirada fulminante-. ¡No llame así a ese canalla! Yo soy viuda.-Acentuó la palabra-. Usted mismo preparó el féretro y presenció el sepelio. -Su voz se endureció cuando añadió-: Quizá si usted hubiera puesto más cuidado me habría ahorrado muchos sufrimientos.

Pitney se sintió un poco picado.

– Ya lo he explicado todo antes. No veo el objeto de volver sobre lo mismo.

Shanna suspiró y comprendió que no llegaría a ninguna parte culpándolo a él. Su problema se originaba exclusivamente en Ruark.

Gimió interiormente. ¡Maldito! ¡Maldito presumido! Jugando con todas las mujerzuelas de la isla a espaldas de ella y después quejándose de su vida monacal!

Ella no podía permitir que él permaneciera en Los Camellos, que compartiera su mesa, frecuentara. La mansión donde estaría obligada a soportar esa sonrisa burlona. El la había usado, la había añadido a su colección. ¿ Cuántas otras mujeres de la isla estaban en la lista? Una isla de solitarias esposas de marinos y de muchachas buscando marido. Debió de ser para él un paraíso con tantas mujeres dispuestas, contándola a ella. Seguramente ahora estaba riéndose a carcajadas de la hija orgullosa de Orlan Trahern, tumbada en la cama por un siervo común. Se estremeció de dolor ante la idea. El canalla no merecía destino mejor que el de un marinero naufragado en una isla desierta. Eso le serviría para conocer realmente la vida de célibe.

¿Pero cómo pediría a Pitney que la complaciera? El se había negado una vez y podría volver a rehusarse si ella no lograba convencerlo.

– Pitney. -Su tono fue suave e implorante-. Usted ha hecho mucho por ayudarme cuando yo no tenía derecho a pedírselo. No quiero parecer desagradecida. Pero soy penosamente importunada por ese hombre. Ha empezado a acosarme…

Pitney la miró con expresión interrogativa y Shanna consiguió ruborizarse.

– Afirma que es mi esposo y quiere que yo admita que soy su esposa.

Pitney guardó silencio pero su expresión se había vuelto pensativa. Encendió un pequeño fuego y puso agua a calentar para el té.

– A menudo me lo he preguntado. -Pitney habló por encima de su hombro-. Aquella noche, después de la boda, cuando lo sacamos del carruaje, luchó con una fiereza impropia para un hombre que ha visto cumplido un simple pacto, y en la cárcel sus palabras indicaron que había sido estafado, que se le debía algo más. Las referencias que hizo de usted no fueron muy amables.

La miró de frente, aguardando una respuesta, y Shanna no supo qué decir. Sentía la cara caliente y supo que Pitney la observaba con mayor atención.

– El… él no hubiera aceptado… -las palabras salían vacilantes a menos que yo le prometiera… que le prometiera pasar la noche con él.

Pitney se balanceó en el pequeño banco y dijo:

– ¿Y le sorprende que el muchacho la persiga?

Hizo temblar la habitación con una sonora carcajada. Shanna lo miró un poco confundida pues no encontraba cómica la situación. Por fin Pitney se tranquilizó.

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